domingo, septiembre 09, 2007

Viage ilustrado (Pág. 63)

Inútil es decir que sus trineos están muy lejos de la sencillez de los primeros: están montados sobre acero inglés de estraordinaria finura, á la tablilla la ha sustituido una almohada henchida perfectamente de crin y cubierta de una preciosa tapicería, lo mas frecuente bordada por manos queridas: estos trineos, montados sobre patines mas finos y delgados, son mas altos, mas estrechos y de una hechura, sin comparacion, mucho mas elegante.
Las damas, aun las mas tímidas, se entregan sin cuidado, confiadas en la destreza de estos despejados caballeros, que las mas veces se disputan el favor de acompañarlas en el descenso.
No obstante, si la córte va á las montañas y la em­peratriz tiene la humorada de bajar por la cuesta, un tosco y grosero moujik es el que tiene el alto honor de dirigir el vehículo.
Pero nada hay mas pintoresco y admirable que las funciones que se verifican por la noche en estas montañas, y este placer lo proporciona mas de una vez la sociedad de San Peterburgo durante el invierno: mas en estas la destreza de los protagonistas debe ser á to­da prueba, porque el resplandor de las antorchas, re­flejándose sobre la tersa superficie del hielo que forma el plano inclinado, deslumbra la vista con el centelleo de millares de luces, y hace vacilar la grande som­bra que proyectan los pinos plantados todo alrededor. Y sin embargo, los jóvenes se entregan á los ejercicios los mas escéntricos, los mas arriesgados, y aun nos aventuramos á decir los mas estrambóticos. Se diria que escitados por el mismo peligro lo insultan y lo de­safian: se ve algunos que se tienden á la larga sobre la estrecha tablilla de su trineo, vuelta la cara hácia el cielo, y los pies adelante; otros, y esto es todavía mas espantoso, echados igualmente de espaldas se aban­donan á la pendiente del precipicio, los pies atrás y la cabeza hácia el declive; éstos de rodillas, aquellos en pie dirigen la rápida marcha del trineo, con un simple movimiento de su cuerpo; otros, en fin, des­deñando toda especie de vehiculo, armados sus pies con patines desfilachados se dejan deslizar temerariamente sobre la escurridiza senda que salvan trazando caprichosos festones sobre el bruñido hielo.
¿Qué mas añadiremos? frecuentemente estas ale­gres y atrevidas partidas de placer contribuyen á dar feliz cima á algun lance amoroso, que sin su punzante atractivo tal vez se hubiese ido estinguiendo entre las insulseces y desabrimientos de la vida comun. Lo que hay de cierto es, que siempre es raro que conclu­ya la temporada de las montañas sin que la sociedad de San Petersburgo deje de contar con algunas di­chosas parejas mas.
Acaso hayan parecido prolijos los detalles que he­mos dado respecto á las costumbres rusas; pero debe dispensársenos en gracia de lo curiosos que son. Pase­mos á hablar de otra ciudad de Rusia no menos célebre que la anterior.
Despues de haber visitado á San Petersburgo, Moscow ó Moscou parece que reclama nuestra atencion. Esta ciudad fué en otro tiempo la gloria y la ca­pital del imperio, aunque todavía la grandeza y los restos de magnificencia que encierra la hacen una de las primeras ciudades de Europa. Hay un camino an­cho y bellísimo que conduce á ella desde San Petersburgo, y que está cortado casi en línea recta á través de los árboles. Los viageros dicen, no obstante, que este camino es muy aburrido. A alguna distancia de San Petersburgo se entra en bosques inmensos, de los cuales no sé sale casi nunca sino para entrar en los pueblecillos, alrededor de los cuales hay ordinaria­mente algun terreno cultivado. Por ambos lados del camino se han cortado los árboles á la distancia apro­ximada de 40 á 50 pasos. Este camino tiene constantemente la misma anchura, y hé aquí como se hacen los de su género; se acuesta el camino á través de los troncos de árboles paralelamente colocados, y unidos por la mitad, y á cada estremidad por clavos grandes; estos troncos se hallan cubiertos de ramas de árboles, sobre las cuales se echa ademas una capa de arena ó de tierra. Estos caminos son escelentes, mientras se conservan nuevos; pero cuando el tiempo los ha gas­tado, hundiéndose los troncos en la tierra y llevándo­se las lluvias las capas de arena que los cubría, en este caso, y es bastante frecuente en el espacio de muchas millas, el camino se halla en derrota por to­das partes, y el viajar por él ofrece increibles mo­lestias.
Los trineos de viage que se llaman kibitkis, son carros pequeños donde apenas pueden sentarse dos personas de frente, á parte del cochero que se sienta en una de las estremidades, muy junto de los caba­llos. El kibitki tendrá 165 centímetros de longitud; la parte de atrás está cubierta con un dosel hecho con ramas entrelazadas, sobre las cuales se estienden cor­tezas de abedul y de haya. En toda esta máquina no se encuentra un solo pedacito de hierro, tampoco tie­ne resorte alguno, y solo está unida por medio de la­zos, cuerdas y palos. Para hacer mas tolerable la as­pereza de este carruage, se ha tenido la prevision de colocar dentro lechos de plumas, en los que puede acostarse el viagero. En invierno en lugar de este carruage se hace uso del trineo, el cual es mucho mas agradable que el otro, y se desliza rápidamente por la nieve apenas sin movimiento alguno. Estos trineos se hallan en parte cerrados y en parte abiertos, y tie­nen la forma de una cuna. El toldo que los cubre, que se proyecta á 66 centímetros por delante, se ha­lla abierto en su estremidad y provisto de cortinas, que se pueden echar cuando hace mal tiempo. Por de fuera está cubierto de esteras y de pieles curtidas, y por dentro tiene un techo bien acondicionado. En el in­terior hay tambien un asiento donde puede uno ir acos­tado ó sentado cómodamente, segun le venga mejor. Cuando no se hallaban establecidas las postas en Ru­sia, las gentes del campo estaban en la obligacion de proporcionar caballos á los viageros; pero el precio que en remuneracion habia que darles era tan corto que aquellos desempeñaban su oficio de la manera peor posible. Esto, sin embargo, no les impedia lle­var buen humor en la mayor parte del camino, é ir cantando casi siempre. «He observado con sorpresa, dice Coxe, la pasion que los rusos tienen por el can­to. Apenas nuestros cocheros ó postillones se encon­traban colocados en su asiento, soltaban la tarabi­lla á tararear un aire cualquiera, y continuaban asi por espacio de muchas horas sin parar un solo instante. Pero lo que mas escitó mi admiracion fué que cantaban por partes, ejecutando á veces un diálogo en música, y haciéndose preguntas y respuestas, como, si por decirlo asi, tuviesen la costumbre de entablar sus conversaciones en música. Los postillones cantan sin tregua de una estacion á otra; los soldados cantan du­rante el tiempo que dura la marcha; los campesinos cantan en las horas de trabajo; en las tabernas resue­—

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