domingo, septiembre 16, 2007

Viage ilustrado (Pág. 70)

frente diáfana, los ojos no muy abiertos y oblicua­mente hendidos como los chinos. Un desaseo repugnante, y un olor especial, debido á la mezcla del su­dor del hombre y del caballo, completaban el he­diondo aspecto de estos nómadas.
»Los altos de las hordas parecian inmensos campamentos; se paraban generalmente á orillas de los rios, y enviaban numerosas descubiertas para reco­nocer el pais y asegurarse de la abundancia de los pastos. En sus marchas quemaban y saqueaban los pueblos, llevándose esclavos á las jóvenes y á los hombres bien formados, y degollaban sin compasion á todos aquellos que durante sus escursiones no servian mas que de embarazo. La leche y la carne de sus yeguas eran su alimento ordinario. Era tal su des­treza y su seguridad sobre el caballo, que hasta dormian sobre la silla; y sin duda esta constancia en las fatigas y los peligros, esta asociacion completa en todas las fases de la vida nómada entre el caballero y su montura, fué lo que dió origen á la antigua fábula de los centauros. El espíritu de la religion mahometana venia ademas en ayuda de la ferocidad nativa de es­tos bárbaros.
Cuerpos hábilmente escalonados y dispuestos á reunirse á la primera señal, presentaban masas tan considerables que parecia imposible toda clase de re­sistencia. En sus escursiones tenian por sistema no de­jar á la espalda mas que desiertos, seguros de encon­trar su subsistencia en todas las partes donde pudiesen pastar sus caballos. A la influencia de sus armas se unian todas las sutilezas de los asiáticos; los príncipes no obtenian su alianza sino bajo la humillante condicion del tributo, y á la menor veleidad de indepen­dencia, el khan y sus lugartenientes los trataban co­mo esclavos rebeldes. El fanatismo y la crueldad de estas bordas, no menos que su sobriedad y su ener­gía, esplican la rapidez de sus conquistas, las que va­mos á bosquejar en pocas palabras.
»En el siglo XII, Temoutchin, hijo del khan Bagadour, mandaba á cuarenta mil familias. Declaróse independiente de los tártaros, sometió las hordas co­marcanas, y para sancionar su poder con el prestigio religioso, se hizo prometer el imperio del mundo por un ermitaño, y tomó el nombre de Genghis-Khan, ó gran khan. Somete á todo lo que le resiste, y el rey del Thibet se asocia á sus destinos.
»Despues de haber saqueado la China, gira hácia el Occidente, doma á los bukaros, y obliga á Maho­ma II á huir delante de sus banderas.
»Pronto los generales de Genghis invaden las már­genes del Caspio; los ávaros, los polovtsi son derrota­dos, y los fugitivos van hasta Kief, á llevar la nueva de la llegada de los bárbaros. Los príncipes rusos re­sisten y sus tropas son desbaratadas. Todo el Sur de la Rusia estaba en la mayor consternacion, cuando de repente Genghis llama á sus generales, y los vencedo­res emprenden de nuevo el camino de Oriente.
»En 1227, Octaï, hijo del gran khan, le sucede; invade las provincias septentrionales de la China, y encarga á Bati para que someta á todo el Norte del mar Caspio. Este gefe incendia la capital de los búlgaros, penetra en el gobierno de Riazan, y exige de los rusos la décima parte de todos sus bienes. Indigna­dos por esta proposicion, los príncipes rusos toman las armas, y su derrota es la señal de una completa devastacion. Harto de carnicería y de botin, Bati deja á los gefes enemigos que terminen la obra con sus disidencias interiores, y retrocede mientras tanto al Don.»
Esta tregua no fue muy duradera; lanza de nuevo sus hordas sobre los gobiernos del Sur; incendia ciudades florecientes, y sabiendo que Kief tenia la pretension de resistir, se dirige á esta capital, cuyos des­pojos nadan en sangre durante tres dias consecutivos. Templos, monumentos, sepulcros, todo fué destruido. Se disponia á llevar á cabo la ruina de la Rusia Meri­dional, cuando Dmitri, que habia defendido en vano á Kief, logró persuadir al vencedor de conducir sus ar­mas á Hungría. El rey de Galitzia, Damel, se ve obli­gado á reconocer la supremacía de los mongoles, quie­nes le imponen el papel de auxiliar, y parten sobre la Lituania y la Polonia.
»Desde esta época, los príncipes rusos no reinaban mas que á gusto de los tártaros, é iban á buscar su investidura á la sede de la horda. Muchos murieron en las tiendas de los bárbaros; otros sucumbieron por la fatiga de tan largo viage, ó poco tiempo despues de su regreso.
»Diversas causas contribuyeron á salvar la Rusia: las divisiones que debilitaron la energia de la horda contra ella misma; la disciplina que dieron á los rusos sus guerras continuas con la Lithuania y la Alemania; el establecimiento del gran principado en Moscou, que centralizó los elementos de la resistencia; la introduccion de la pólvora, que varió la táctica de la guerra, y últimamente, la influencia del clero, que en estos siglos de opresion y de terror conservó el depósito de las virtudes civiles. Ya en mas de un encuentro los rusos habian hallado el secreto de sus fuerzas; pero la primera batalla de consideracion en que humillaron á los orientales fué aquella que ganó Dmitri Ivanovitch, apellidado despues Donskoi, es decir, vencedor del Don.
»Este Dmitri era un príncipe de un carácter re­suelto, y que parece envió la Providencia espresamente para oponer la fuerza y el ardid á los opresores de su pais. Batido por los lituanos, inquietado por los príncipes de Tver y de Riazan, á los cuales hacia sombra la supremacia de Moscou, comprendió que la suerte de la Rusia dependia de la nueva capital, y que un gran éxito podia únicamente sancionar este derecho. Quiso herir á un tiempo á sus rivales y á los mongoles, y llamó á su lado á todos aquellos que tenian corazon para reconquistar su independencia. Medita mucho tiempo las consecuencias de este partido estremo. Ya su ejército se encontraba dispuesto, pero en presencia de tan graves intereses su corazon no se hallaba aun bastante firme.
»Una tarde se retira solo á su tienda; acaba de recibir, acerca de las fuerzas y disposiciones de sus ene­migos, nuevas que le dejan un tanto perplejo. Como todas las almas fuertes, se ocupaba menos del presente que del porvenir; y en efecto, aqui estaban tal vez los destinos de toda la Europa.
»De repente se presenta un desconocido ante sus ojos, encorvado por la edad y las austeridades del claustro; pero tenia aquella dignidad sencilla que da al sacerdote la incesante contemplacion de las grandezas de Dios; su barba blanca era larga y estaba descuidada; en la espresion ascética de su mirada se comprendia que veia mas allá del mundo terrestre, y que las cosas de la vida no eran para él mas que una medida de la distancia que le separaba del cielo.
» Este monge era Serge, fundador del convento de la Trinidad.

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