sábado, febrero 27, 2010

Viage ilustrado (Pág. 456)


Fortunata, barrio de Pompeya

Por otro lado, y á cierta hora del dia, se veían algunos sugetos de largas togas, subir rápidamente, y con traza de muy ocupados á un hermoso edificio, donde los magistrados administraban justicia: aquellos eran los abogados, activos, charlatanes y dados á los equívocos como se les ve, en nuestros días en Westminster. En medio del recinto había sobre pedestales diversas estátuas, siendo la mas notable la que representaba la magestuosa figura de Cicerón. En torno del patio estaba una columnata regular y simétrica, de arquitectura dórica, donde varias personas atraídas allí por sus asuntos, tomaban el bocado que constituía el desayuno italiano. Recorrían el espacio descubierto, varios mercaderes de bagatelas, ejerciendo su profesión: uno presentaba lazos á una hermosa señora del campo: otro encarecía á un lugareño la solidez de sus zapatos, un tercero, especie de fondista, al raso, como tantos otros que se ven todavía en las ciudades de Italia, llenaba mas de una boca hambrienta con manjares calientes que sacaba de su horno ambulante; mas allá por un contraste que caracterizaba bien la mezcla de confusion y de inteligencia del siglo, un maestro de escuela esplicaba á sus discípulos los elementos de la lengua latina. En una galeria situada sobre el pórtico, y á la que se subia por una escalerita de madera, había también una multitud de personas, pero como era allí donde se trataba el principal asunto de la localidad, aquel grupo tenia el aire mas tranquilo y grave.
De cuando en cuando, se abrian respetuosamente los que estaban en la parte mas abajo para dejar paso á los senadores que iban al templo de Júpiter; situado en uno de los ángulos del foro y lugar de la reunion del senado. Saludaron aquellos senadores con orgullosa condescendencia á los amigos ó clientes que conocían entre la muchedumbre. En medio de los estudiados trages que llevaban las personas de distinción; se veian los sencillos vestidos de los robustos aldeanos que iban á los graneros públicos.
Desde junto al templo se veia el arco de triunfo y la larga calle que le seguía llena de transeúntes. De uno de los nichos del arco saltaba una fueute y lucían sus aguas a los rayos del sol, al paso que sobre la cornisa se dibujaba sombría, sobre el puro azul de un cielo de verano, la estátua ecuestre de Caligula, bronceada. Detrás de las tiendas de los cambiantes, estaba lo que se llama hoy el Panteón y muchos pompeyanos pobres pasaban por el vestíbulo que conducía al interior, con cestas al brazo, para llegar á una plataforma entre dos columnas, donde se vendían varias provisiones, restos de los objetos sacrificados á los dioses.
Delante de uno de los edificios en que se trataban los asuntos municipales estaban unos jornaleros trabajando columnas; se oía el ruido de sus instrumentos, al través de las conversaciones de la multitud. ¡Aun no se han acabado aquellas columnas!
Bien mirado, nada podía esceder la variedad de trages, de rangos, de modales, de ocupaciones de aquella muchedumbre; nada podia esceder á la confusion, alegría y continuo movimiento que reinaban alrededor. Había allí mil indicios de una civilización ardiente y exaltada, en que el placer y el comercio, la ociosidad y el trabajo, la avaricia y la ambición confundían en un solo abismo sus variadas olas, pero cuya impetuosidad no obstaba á la armonía.

martes, febrero 16, 2010

Viage ilustrado (Pág. 455)

peya de esta manera: «Daremos al lector, dice, una idea general de la forma en que estaban distribuidas las casas de Pompeya, y verá que su construcción era según los planos de Vitrubio; pero con toda esa variedad de pormenores, caprichos y gustos, naturales al hombre y que siempre han dado que hacer á los anticuarios. Se entra comunmente por un sitio llamado vestibulum (atrio) en una sala adornada á veces de columnas, pero la mayor parte no las tiene. En tres de los lados hay puertas que dan á las diversas alcobas, entre las que está la del portero, y de las cuales las mejores por lo regular, se destinan á los huéspedes estraños. Al estremo de la sala y á los lados derecho é izquierdo, si la casa es grande, hay dos cuartitos, ó mas bien dos nichos para las señoras de la casa; y en medio del embaldosado se ve siempre un estanque cuadrangular y poco profundo, para recibir el agua llovida que cae allí por una abertura hecha en el techo, abertura que se cierra cuando se quiere, por medio de una cubierta de madera. Esto es lo que se llama el impluvium, sagrado particularmente á los ojos de los antiguos. Alli se colocaban, muchas veces en Roma y pocas en Pompeya, las imágenes de los dioses lares. Ese hogar hospitalario de que tanto hablan los poetas romanos, y que estaba especialmente consagrado á estos dioses, consistía en un brasero móvil.
En el rincón mas distante habia una gran arca de madera, adornada y guarnecida con aros de bronce ó hierro, y fija por medio de clavos sobre un pedestal de piedra, con bastante firmeza para resistir todos los esfuerzos que hiciera un ladrón al robarla. Esta arca se tenia por el depósito del tesoro del amo de la casa: no obstante, como no se ha visto dinero en ninguna dé las encontradas en Pompeya, se supone que servian mas bien para adorno que para otra cosa.
En aquella sala ó atrium, hablando el lenguaje clásico, era donde se recibía á los clientes y personas de baja esfera En las casas de los vecinos mas distinguidos, habia un esclavo llamado atriensis, destinado en particular al servicio de dicha sala; su categoría era alta é importante entre sus compañeros. El estanque del centro debe de haber sido un adorno algo peligroso; pero como sucede con los prados de césped de los colegios universitarios de Inglaterra, estaba prohibido á los transeúntes pasar por enmedio de la sala, puesto que tenían suficiente espacio para hacerlo por los lados. Frente de la entrada y al otro estremo, habia un aposento (tablinum) cuyo piso solia estar adornado de ricos mosaicos, y sus paredes cubiertas de soberbias pinturas. Alli se conservaban los archivos de la familia ó los del empleo público que pudiera tener el dueño de la casa. En uno de los lados de este salon, si puede dársele tal nombre, estaba regularmente el comedor (triclinium), y en el otro, un gabinete que contenia una multitud de objetos raros y curiosos: mas siempre habia un pasadizo escusado para los esclavos, a fin de que pudiesen acudir á las diversas partes de la casa, sin pasar por las habitaciones de que hemos hablado. Todas estas piezas daban á una columnata cuadrada y oblonga, cuyo nombre, en términos técnicos, era perystilum. Si la casa era pequeña, concluía en esta columnata; entonces su centro, por reducido que fuese, formaba siempre un jardin lleno de vasos de flores puestos en pedestales, y debajo de la columnata, á derecha é izquierda, varias puertas conducían á sus respectivas alcobas y a otro triclinium ó comedor; porque los antiguos tenian en general dos piezas destinadas para este uso, una para verano y otra para invierno; ó bien una para todos los dias, y otra para los de convite y recibo. Por ultimo, si el amo de la casa era amante de la literatura, se veia también hacia aquella parte un gabinete, honrado con el nombre de biblioteca; porque bien poco trecho se necesitaba para encerrar los escasos rollos de papyro, que entre los antiguos constituían una colección de libros considerable.
La cocina solia estar al estremo del perystilo. Si la casa era grande no concluía en este, y entonces el centro no era un jardin; en su lugar, se veía á veces una fuente y otras un estanque para conservar el pescado: en la estremidad opuesta al tablinum estaba el segundo comedor, y á los dos lados alcobas o una galería de pinturas (Pinacotheca). Estas habitaciones daban á un parage cuadrado y oblongo, que tenia sobre tres de sus lados una columnata semejante a la del perystilo, al que se parecía mucho, solo que era mas largo. Alli estaba propiamente el viridarium o jardin, en que solia haber una fuente, estátuas, y muchas y vistosas flores. Al otro estremo, el cuarto del jardinero, y en ambos lados de la columnata había ademas cuartos, si la familia era tanta que los necesitara.
El primero y segundo piso casi nunca tenian importancia en Pompeya, como quiera que no estaban construidos sino sobre una parte del edificio y no contenían mas que los cuartos de los esclavos. No sucedía asi en las hermosas casas de Roma, donde el comedor principal (cœnaculum), estaba por lo regular en el primer piso. Las piezas eran pequeñas, porque en aquel delicioso clima, siempre que los huespedes eran muchos, se les recibía en el perystilo o portico, en el recibimiento ó en el jardin. Las salas del banquete también tenian cortas dimensiones, porque los antiguos que cuidaban menos del número que de la elección dé los convidados, rara vez reunían a su mesa mas de nueve personas juntas, y en las grandes casas se servia la comida en la sala de entrada. La serie de piezas que se dejaban ver al entrar, debía producir un efecto muy imponente. Se veía la sala llena de varios adornos y pinturas, el tablinum, el gracioso perystilo, y si se estendia mas la casa, la sala de los banquetes y el jardin, que terminaba el punto de vista con un surtidor ó con una estátua de mármol.
Lo mismo que hoy en París, continua Bulwer, los habitantes de las ciudades de Italia en aquella época, pasaban casi toda su vida en la calle. Los edificios públicos, el foro, los pórticos, hasta los templos podian mirarse como las verdaderas moradas. No es por lo tanto estraño adornasen con tanta magnificencia aquellos puntos de reunion, á que eran afectos por cariño doméstico, por vanidad publica; fuerza es convenir en que el foro de Pompeya ofrecía entonces un aspecto animado. A lo largo de su ancho suelo, compuesto de grandes baldosas de mármol, había de ordinario varios grupos hablando á un tiempo, con aquella enérgica pantomima que adapta un gesto a cada palabra, y que caracteriza hoy mismo a los pueblos del Mediodía.
A uno de los lados de la columnata se veían los cambiantes de moneda; sentados en siete tiendas, rodeadas de mercaderes y marinos de vistosos trages.

viernes, febrero 12, 2010

Viage ilustrado (Pág. 454))

alto parage abierto en la roca, y pavimentado de lava el viagero amigo de las artes sube al monte, y se detiene un instante junto á un sepulcro que se asegura ser de Virgilio y entre las zarzas que acaban de destruirlo, ve elevarse un laurel, del cual coge una rama respetuosamente y va en seguida, si le parece conveniente, a visitar el sepulcro de otro poeta el de Sannazar, que se halla en una iglesia próxima. Al salir de la gruta se camina entre campos cubiertos de altos álamos blancos unidos entre sí por viñas suspendidas de sus troncos, bajo las cuales crecen y pasan en un mismo año cuatro cosechas diferentes.
De repente abre sus flancos una enorme montaña, y en medio de negros castañares y de árboles sombríos se encuentra un valle encantador. Aquí están las estufas sulfurosas de San German; allí las ruinas de antiguos castillos, mas lejos, la célebre gruta del Perro, por todas partes alamedas de gigantescos árboles, y por fin, en medio del valle, en la boca de un bolcan apagado, un lago, cuya mitad está coronada de hileras de álamos. Se llama de Aguano, y contiene las ondas purísimas, que pueblan y animan sin cesar infinitas aves acuáticas.
Las estufas de San German son pequeñas celdas abovedadas, en las cuales desde que se entra, se siente correr el sudor por todo el cuerpo. Apenas puede respirarse en medio de los vapores de azufre que circulan; el suelo quema las plantas de los pies y las paredes están impregnadas de materias sulfurosas.
A algunos pasos de estas estufas se encuentra la gruta del Perro, que es una escavacion en la roca; donde caben tres personas.
Los guias tienen cuidado de llevar consigo un perro para hacer delante de los viageros una esperiencia singular. Lo colocan junto á la cueva, y el vapor que exhala la tierra en este sitio obra tan poderosa y rápidamente sobre el pobre animal, que lo hincha, le produce convulsiones, le quita el movimiento y le pone en el trance de espirar. Los guias lo agarran entonces y lo llevan al aire, y un instante después come y corre como de ordinario. A dos pulgadas del suelo de esta puta se dispara también una pistola, cuyo tiro no sale, y si se baja á tierra una hacha encendida se apaga inmediatamente.
La montaña y el vallecito que forma descansan en una gran hoguera de azufre, y la cumbre exhala continuamente humo y espesos vapores. El valle se llama la Solfatara o la Azufrera, y los naturales sacan de aquí mucho azufre. Cuando se anda por aqui, la tierra resuena bajo los pies, como si se caminase sobre una bóveda, y se siente hervir el agua y se ve salir humo por muchos agujeros. Si uno de estos agujeros se tapa con una piedra grande, la fuerza del vapor no tarda en despedirla á larga distancia. Se ven en rededor de este valle mas de dos mil agujeros semejantes por donde salen sin cesar humaredas de azufre, sal amoniaco, y otros minerales, que los médicos estiman como muy convenientes para la curación de las enfermedades reumáticas y cutáneas.
Puzzoles se halla agradablemente situado sobre la ribera del mar. Junto á él, en las aguas, hay una especie de puente que puede considerarse como la obra mas atrevida de Italia; consiste en catorce pilares de 20 metros de anchura cada uno, y 32 de distancia entre si: en otro tiempo hubo veinte y cinco juntos por arcos, de mas de 16 metros de altura, pero las olas los han roto. Frente por frente de Puzzoles están las ruinas de Baïa, mansion de delicias de los antiguos romanos, á donde acudian para olvidarse de la ambición, y entregarse á toda especie de voluptuosidades. Junto está el lago Averno; sobre el cual pasan hoy impunemente las aves, y que por su cima con el lago Luesino, y su comunicación con el mar, practicada por Agrippa, formaba un tiempo el puerto Julio, cuya estensión y situación ofrecían una retirada segura á un gran número de buques que podían aqui ejercitar cómodamente sus maniobras. Nada mas queda desde el temblor de tierra de 1538, que cambió súbitamenle el aspecto de estos sitios. Cerca de este antiguo puerto están Acheronte, los campos Elíseos y Cumas, de que solo restan ruinas.
Hablemos ya de Pompeya, de la ciudad célebre por su opulencia y por su desgracia que redujo á escombros una de esas terribles erupciones del Vesubio que acabamos de visitar. Para hablar de esta ciudad, hay que citar á Bulwer, el gran novelista inglés, autor de los últimos dias de Pompeya, que tanto revelan el estudio, la perseverancia y el talento empleado por este escritor en averiguar lo que hace tanto tiempo ya se halla reducido á cenizas. Advertimos de antemano que seremos prolijos aqui, y nos estenderemos en las citas de dicho escritor, en gracia de lo interesante del asunto:
«Al visitar esos exhumados restos de una ciudad antigua, dice Bulwer al principiar la obra, que quizá atraen mas al viagero a las cercanías de Nápoles, que las deliciosas brisas, el cielo sin nubes, y los valles alfombrados de violetas ó los bosques de naranjos: al contemplar aun toda su frescura, las casas, las calles, los templos, los teatros de un lugar que existia en el siglo mas orgulloso del imperio romano, bastante natural era que un escritor esperimentado ya en el arte, de resucitar y de fingir, aunque imperfectamente, sintiese un profundo deseo de repoblar aquellas calles desiertas, componer aquellas graciosas ruinas, restituir la vida á aquellos esqueletos que ha podido ver: en una palabra, de salvar el abismo de diez y ocho siglos y dar otra existencia á la ciudad de los muertos.
»La ciudad cuya suerte me suministraba tan hermosa y terrible catástrofe, me suministró también los caracteres mas á propósito con solo mirar á sus ruinas, para el asunto de la escena. La colonia de Hércules, semi–griega, mezclando á las costumbres de Italia tantos usos tomados de los helenos, me ofreció naturalmente los caracteres de Glauco y de Yone. El culto de Isis, su templo en pie, sus falsos oráculos descubiertas, el comercio de Pompeya con Alejandría, las relaciones del Sarno con el Nilo me dieron la idea del egipcio Arbaces, del vil Caleño y del entusiasta Apécides. Las primeras luchas del cristianismo con las supersticiones paganas me sugirieron la creación de Olintho, y los abrasados campos de la Campania, célebres, tanto ha, por los encantos de las hechiceras produjeron sin dificultad la saga del Vesubio. Debo la existencia de la joven ciega á una conversación que tuve por casualidad en Nápoles con una persona muy autorizada. Al hablar de la profunda oscuridad que acompañó á la primera erupción del Vesubio, cuya historia conocemos, y del nuevo obstáculo que debió presentar á la salvación de los habitantes, me hizo observar que en semejantes ocasiones debian estar mejor los ciegos, y huir con mas facilidad.»
Mas adelante describe Bulwer las casas de Pom–

miércoles, febrero 10, 2010

Viage ilustrado (Pág. 453)


Ermita del Vesubio



Vesubio: vista del interior del cráter


manga de fuego, que viene á ser millones de centellas, millones de piedras cuyo color negro las distingue entre la llama, y que silban, caen, vuelven á caer, ruedan, y de las cuales una cayó á cien pasos de mí. El abismo se cierra de repente, vuelve á abrirse instantáneamente, vomita otro nuevo incendio. La lava mientras tanto sube á las márgenes del cráter, hierve, corre y se dilata en largos arroyuelos de fuego que se destacan 'en los negros desfiladeros de la montaña.
»Yo me encontraba en un verdadero y profundo éxtasis, y hubiera cedido al vivo deseo que me animaba de pasar toda la noche junto á aquel incendio, para ver como lo apagaba el sol á su salida con sus refulgentes rayos, si el viento que soplaba fuertemente y que me helaba, no me hubiera hecho volver á la ciudad.»
Las erupciones del Vesubio, su humo y el fuego que vomita constantemente; el espanto que ha sembrado en torno suyo en distintas épocas; las ciudades y los pueblos que ha hecho desaparecer, no han hecho con todo á los hombres mas prudentes. Portici se ha edificado casi sobre el mismo lugar en que fuéron sepultadas Pompeya y Herculano. Pero antes que visitemos estas célebres ruinas con el detenimiento que se merecen, pero que es compatible al mismo tiempo con una obra como la nuestra, vamos, siguiendo nuestro paseo por los alrededores de Nápoles, á visitar á Puzzoles.
Antes de atravesar la gruta de Posílipo, ancho, y

lunes, febrero 01, 2010

Viage ilustrado (Pág. 452)


Vista del Vesubio
ravilla tan ponderada, que por muy admirable que sea como nuestra imaginación la figura desde que por primera vez oimos hablar de ella, admira mucho mas todavía cuando se tiene la fortuna de visitarla. Un viagero á quien vamos á acompañar junto á su cráter mismo, el autor de las Cartas sobre Italia, nos dejará completamente satisfechos sobre este punto.
«Habiendo llegado á las seis de la tarde á Reuna, pequeño pueblecito mas allá de Pórtici, dice este viagero, dejé el carruage que me condujo, y monté en una mula. Tres hombres robustos me acompañaron con una profusion de hachas encendidas. Comencé por atravesar una senda á cuyos lados había moreras e higueras entrelazadas con viñas vigorosas, que ya se apoyan en estos árboles, ya se levantan independientes sosteniéndose por sí mismas. Me llamaron la atención al paso, hacia la casa, donde Pergolesa acudió para endulzar aquella melancolía feliz y fatal á la vez, que debia hacerle producir á los veinte y siete años su Stabat inmortal, y proporcionarle al propio tiempo la muerte. Después de haber atravesado por espacio de una hora praderas hermosas, llegué á una inmensa lava, que vomitó el Vesubio en una erupción hace ya cerca de sesenta años, y que hizo temblar á toda la ciudad de Nápoles, hasta que después de haberla amenazado un momento, se detuvo donde está ahora. Pero aunque pacifica y apagada, amenaza todavía. Las orillas de esta lava se hallan tapizadas, como las del Sena, de musgo y flores, y sombreadas por todas partes de tiernos arbustos, que una ceniza fecunda baña, por decirlo asi, y alimenta constantemente. Después de haber atravesado un sendero difícil, me encontré sobre rocas espantosas, en medio de la ceniza movediza. Anduvimos penosamente sobre montones de escoria, que rodaban á nuestros pies, hasta que me detuve un momento para contemplar.
«Delante de mí las sombras de la noche y las tinieblas se confundían y hacían mas espesas con el humo del volcan, y flotaban en derredor del monte; detrás de mí el sol, que se acababa de precipitar por las montañas, Cubría con sus moribundos rayos la costa de Posilipo, Nápoles y la mar, mientras que en la isla Caprea aparecía la luna en el horizonte, de manera que en este instante veía relucir las olas de la mar á un mismo tiempo con la claridad del sol, de la luna y del Vesubio. Cuando hube contemplado tanta oscuridad y tanto esplandor, una naturaleza árida, estéril y abandonada por un lado, y risueña, animada y fecunda por otro, el imperio de la muerte y el de la vida, me arrogé en medio de las tinieblas, y continué mi camino, hasta que por fin llegué al cráter.
»Alli encontré, pues, el formidable volcan que arde hace tantos siglos, que ha destruido tantas ciudades, que ha consumido tantos pueblos, y que amenaza constantemente este vasto país, Nápoles, donde en aquel momento se reía, cantaba y bailaba, sin cuidarse ni por asomo de semejante peligro. ¡Qué resplandor alrededor del cráter! ¡Qué atmósfera tan ardiente! primeramente se agita el abrasado abismo, después vomita el aire con un espantoso estruendo, á través de una espesa lluvia de cenizas, una inmensa