alto parage abierto en la roca, y pavimentado de lava el viagero amigo de las artes sube al monte, y se detiene un instante junto á un sepulcro que se asegura ser de Virgilio y entre las zarzas que acaban de destruirlo, ve elevarse un laurel, del cual coge una rama respetuosamente y va en seguida, si le parece conveniente, a visitar el sepulcro de otro poeta el de Sannazar, que se halla en una iglesia próxima. Al salir de la gruta se camina entre campos cubiertos de altos álamos blancos unidos entre sí por viñas suspendidas de sus troncos, bajo las cuales crecen y pasan en un mismo año cuatro cosechas diferentes.
De repente abre sus flancos una enorme montaña, y en medio de negros castañares y de árboles sombríos se encuentra un valle encantador. Aquí están las estufas sulfurosas de San German; allí las ruinas de antiguos castillos, mas lejos, la célebre gruta del Perro, por todas partes alamedas de gigantescos árboles, y por fin, en medio del valle, en la boca de un bolcan apagado, un lago, cuya mitad está coronada de hileras de álamos. Se llama de Aguano, y contiene las ondas purísimas, que pueblan y animan sin cesar infinitas aves acuáticas.
Las estufas de San German son pequeñas celdas abovedadas, en las cuales desde que se entra, se siente correr el sudor por todo el cuerpo. Apenas puede respirarse en medio de los vapores de azufre que circulan; el suelo quema las plantas de los pies y las paredes están impregnadas de materias sulfurosas.
A algunos pasos de estas estufas se encuentra la gruta del Perro, que es una escavacion en la roca; donde caben tres personas.
Los guias tienen cuidado de llevar consigo un perro para hacer delante de los viageros una esperiencia singular. Lo colocan junto á la cueva, y el vapor que exhala la tierra en este sitio obra tan poderosa y rápidamente sobre el pobre animal, que lo hincha, le produce convulsiones, le quita el movimiento y le pone en el trance de espirar. Los guias lo agarran entonces y lo llevan al aire, y un instante después come y corre como de ordinario. A dos pulgadas del suelo de esta puta se dispara también una pistola, cuyo tiro no sale, y si se baja á tierra una hacha encendida se apaga inmediatamente.
La montaña y el vallecito que forma descansan en una gran hoguera de azufre, y la cumbre exhala continuamente humo y espesos vapores. El valle se llama la Solfatara o la Azufrera, y los naturales sacan de aquí mucho azufre. Cuando se anda por aqui, la tierra resuena bajo los pies, como si se caminase sobre una bóveda, y se siente hervir el agua y se ve salir humo por muchos agujeros. Si uno de estos agujeros se tapa con una piedra grande, la fuerza del vapor no tarda en despedirla á larga distancia. Se ven en rededor de este valle mas de dos mil agujeros semejantes por donde salen sin cesar humaredas de azufre, sal amoniaco, y otros minerales, que los médicos estiman como muy convenientes para la curación de las enfermedades reumáticas y cutáneas.
Puzzoles se halla agradablemente situado sobre la ribera del mar. Junto á él, en las aguas, hay una especie de puente que puede considerarse como la obra mas atrevida de Italia; consiste en catorce pilares de 20 metros de anchura cada uno, y 32 de distancia entre si: en otro tiempo hubo veinte y cinco juntos por arcos, de mas de 16 metros de altura, pero las olas los han roto. Frente por frente de Puzzoles están las ruinas de Baïa, mansion de delicias de los antiguos romanos, á donde acudian para olvidarse de la ambición, y entregarse á toda especie de voluptuosidades. Junto está el lago Averno; sobre el cual pasan hoy impunemente las aves, y que por su cima con el lago Luesino, y su comunicación con el mar, practicada por Agrippa, formaba un tiempo el puerto Julio, cuya estensión y situación ofrecían una retirada segura á un gran número de buques que podían aqui ejercitar cómodamente sus maniobras. Nada mas queda desde el temblor de tierra de 1538, que cambió súbitamenle el aspecto de estos sitios. Cerca de este antiguo puerto están Acheronte, los campos Elíseos y Cumas, de que solo restan ruinas.
Hablemos ya de Pompeya, de la ciudad célebre por su opulencia y por su desgracia que redujo á escombros una de esas terribles erupciones del Vesubio que acabamos de visitar. Para hablar de esta ciudad, hay que citar á Bulwer, el gran novelista inglés, autor de los últimos dias de Pompeya, que tanto revelan el estudio, la perseverancia y el talento empleado por este escritor en averiguar lo que hace tanto tiempo ya se halla reducido á cenizas. Advertimos de antemano que seremos prolijos aqui, y nos estenderemos en las citas de dicho escritor, en gracia de lo interesante del asunto:
«Al visitar esos exhumados restos de una ciudad antigua, dice Bulwer al principiar la obra, que quizá atraen mas al viagero a las cercanías de Nápoles, que las deliciosas brisas, el cielo sin nubes, y los valles alfombrados de violetas ó los bosques de naranjos: al contemplar aun toda su frescura, las casas, las calles, los templos, los teatros de un lugar que existia en el siglo mas orgulloso del imperio romano, bastante natural era que un escritor esperimentado ya en el arte, de resucitar y de fingir, aunque imperfectamente, sintiese un profundo deseo de repoblar aquellas calles desiertas, componer aquellas graciosas ruinas, restituir la vida á aquellos esqueletos que ha podido ver: en una palabra, de salvar el abismo de diez y ocho siglos y dar otra existencia á la ciudad de los muertos.
»La ciudad cuya suerte me suministraba tan hermosa y terrible catástrofe, me suministró también los caracteres mas á propósito con solo mirar á sus ruinas, para el asunto de la escena. La colonia de Hércules, semi–griega, mezclando á las costumbres de Italia tantos usos tomados de los helenos, me ofreció naturalmente los caracteres de Glauco y de Yone. El culto de Isis, su templo en pie, sus falsos oráculos descubiertas, el comercio de Pompeya con Alejandría, las relaciones del Sarno con el Nilo me dieron la idea del egipcio Arbaces, del vil Caleño y del entusiasta Apécides. Las primeras luchas del cristianismo con las supersticiones paganas me sugirieron la creación de Olintho, y los abrasados campos de la Campania, célebres, tanto ha, por los encantos de las hechiceras produjeron sin dificultad la saga del Vesubio. Debo la existencia de la joven ciega á una conversación que tuve por casualidad en Nápoles con una persona muy autorizada. Al hablar de la profunda oscuridad que acompañó á la primera erupción del Vesubio, cuya historia conocemos, y del nuevo obstáculo que debió presentar á la salvación de los habitantes, me hizo observar que en semejantes ocasiones debian estar mejor los ciegos, y huir con mas facilidad.»
Mas adelante describe Bulwer las casas de Pom–
De repente abre sus flancos una enorme montaña, y en medio de negros castañares y de árboles sombríos se encuentra un valle encantador. Aquí están las estufas sulfurosas de San German; allí las ruinas de antiguos castillos, mas lejos, la célebre gruta del Perro, por todas partes alamedas de gigantescos árboles, y por fin, en medio del valle, en la boca de un bolcan apagado, un lago, cuya mitad está coronada de hileras de álamos. Se llama de Aguano, y contiene las ondas purísimas, que pueblan y animan sin cesar infinitas aves acuáticas.
Las estufas de San German son pequeñas celdas abovedadas, en las cuales desde que se entra, se siente correr el sudor por todo el cuerpo. Apenas puede respirarse en medio de los vapores de azufre que circulan; el suelo quema las plantas de los pies y las paredes están impregnadas de materias sulfurosas.
A algunos pasos de estas estufas se encuentra la gruta del Perro, que es una escavacion en la roca; donde caben tres personas.
Los guias tienen cuidado de llevar consigo un perro para hacer delante de los viageros una esperiencia singular. Lo colocan junto á la cueva, y el vapor que exhala la tierra en este sitio obra tan poderosa y rápidamente sobre el pobre animal, que lo hincha, le produce convulsiones, le quita el movimiento y le pone en el trance de espirar. Los guias lo agarran entonces y lo llevan al aire, y un instante después come y corre como de ordinario. A dos pulgadas del suelo de esta puta se dispara también una pistola, cuyo tiro no sale, y si se baja á tierra una hacha encendida se apaga inmediatamente.
La montaña y el vallecito que forma descansan en una gran hoguera de azufre, y la cumbre exhala continuamente humo y espesos vapores. El valle se llama la Solfatara o la Azufrera, y los naturales sacan de aquí mucho azufre. Cuando se anda por aqui, la tierra resuena bajo los pies, como si se caminase sobre una bóveda, y se siente hervir el agua y se ve salir humo por muchos agujeros. Si uno de estos agujeros se tapa con una piedra grande, la fuerza del vapor no tarda en despedirla á larga distancia. Se ven en rededor de este valle mas de dos mil agujeros semejantes por donde salen sin cesar humaredas de azufre, sal amoniaco, y otros minerales, que los médicos estiman como muy convenientes para la curación de las enfermedades reumáticas y cutáneas.
Puzzoles se halla agradablemente situado sobre la ribera del mar. Junto á él, en las aguas, hay una especie de puente que puede considerarse como la obra mas atrevida de Italia; consiste en catorce pilares de 20 metros de anchura cada uno, y 32 de distancia entre si: en otro tiempo hubo veinte y cinco juntos por arcos, de mas de 16 metros de altura, pero las olas los han roto. Frente por frente de Puzzoles están las ruinas de Baïa, mansion de delicias de los antiguos romanos, á donde acudian para olvidarse de la ambición, y entregarse á toda especie de voluptuosidades. Junto está el lago Averno; sobre el cual pasan hoy impunemente las aves, y que por su cima con el lago Luesino, y su comunicación con el mar, practicada por Agrippa, formaba un tiempo el puerto Julio, cuya estensión y situación ofrecían una retirada segura á un gran número de buques que podían aqui ejercitar cómodamente sus maniobras. Nada mas queda desde el temblor de tierra de 1538, que cambió súbitamenle el aspecto de estos sitios. Cerca de este antiguo puerto están Acheronte, los campos Elíseos y Cumas, de que solo restan ruinas.
Hablemos ya de Pompeya, de la ciudad célebre por su opulencia y por su desgracia que redujo á escombros una de esas terribles erupciones del Vesubio que acabamos de visitar. Para hablar de esta ciudad, hay que citar á Bulwer, el gran novelista inglés, autor de los últimos dias de Pompeya, que tanto revelan el estudio, la perseverancia y el talento empleado por este escritor en averiguar lo que hace tanto tiempo ya se halla reducido á cenizas. Advertimos de antemano que seremos prolijos aqui, y nos estenderemos en las citas de dicho escritor, en gracia de lo interesante del asunto:
«Al visitar esos exhumados restos de una ciudad antigua, dice Bulwer al principiar la obra, que quizá atraen mas al viagero a las cercanías de Nápoles, que las deliciosas brisas, el cielo sin nubes, y los valles alfombrados de violetas ó los bosques de naranjos: al contemplar aun toda su frescura, las casas, las calles, los templos, los teatros de un lugar que existia en el siglo mas orgulloso del imperio romano, bastante natural era que un escritor esperimentado ya en el arte, de resucitar y de fingir, aunque imperfectamente, sintiese un profundo deseo de repoblar aquellas calles desiertas, componer aquellas graciosas ruinas, restituir la vida á aquellos esqueletos que ha podido ver: en una palabra, de salvar el abismo de diez y ocho siglos y dar otra existencia á la ciudad de los muertos.
»La ciudad cuya suerte me suministraba tan hermosa y terrible catástrofe, me suministró también los caracteres mas á propósito con solo mirar á sus ruinas, para el asunto de la escena. La colonia de Hércules, semi–griega, mezclando á las costumbres de Italia tantos usos tomados de los helenos, me ofreció naturalmente los caracteres de Glauco y de Yone. El culto de Isis, su templo en pie, sus falsos oráculos descubiertas, el comercio de Pompeya con Alejandría, las relaciones del Sarno con el Nilo me dieron la idea del egipcio Arbaces, del vil Caleño y del entusiasta Apécides. Las primeras luchas del cristianismo con las supersticiones paganas me sugirieron la creación de Olintho, y los abrasados campos de la Campania, célebres, tanto ha, por los encantos de las hechiceras produjeron sin dificultad la saga del Vesubio. Debo la existencia de la joven ciega á una conversación que tuve por casualidad en Nápoles con una persona muy autorizada. Al hablar de la profunda oscuridad que acompañó á la primera erupción del Vesubio, cuya historia conocemos, y del nuevo obstáculo que debió presentar á la salvación de los habitantes, me hizo observar que en semejantes ocasiones debian estar mejor los ciegos, y huir con mas facilidad.»
Mas adelante describe Bulwer las casas de Pom–
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