lunes, febrero 01, 2010

Viage ilustrado (Pág. 452)


Vista del Vesubio
ravilla tan ponderada, que por muy admirable que sea como nuestra imaginación la figura desde que por primera vez oimos hablar de ella, admira mucho mas todavía cuando se tiene la fortuna de visitarla. Un viagero á quien vamos á acompañar junto á su cráter mismo, el autor de las Cartas sobre Italia, nos dejará completamente satisfechos sobre este punto.
«Habiendo llegado á las seis de la tarde á Reuna, pequeño pueblecito mas allá de Pórtici, dice este viagero, dejé el carruage que me condujo, y monté en una mula. Tres hombres robustos me acompañaron con una profusion de hachas encendidas. Comencé por atravesar una senda á cuyos lados había moreras e higueras entrelazadas con viñas vigorosas, que ya se apoyan en estos árboles, ya se levantan independientes sosteniéndose por sí mismas. Me llamaron la atención al paso, hacia la casa, donde Pergolesa acudió para endulzar aquella melancolía feliz y fatal á la vez, que debia hacerle producir á los veinte y siete años su Stabat inmortal, y proporcionarle al propio tiempo la muerte. Después de haber atravesado por espacio de una hora praderas hermosas, llegué á una inmensa lava, que vomitó el Vesubio en una erupción hace ya cerca de sesenta años, y que hizo temblar á toda la ciudad de Nápoles, hasta que después de haberla amenazado un momento, se detuvo donde está ahora. Pero aunque pacifica y apagada, amenaza todavía. Las orillas de esta lava se hallan tapizadas, como las del Sena, de musgo y flores, y sombreadas por todas partes de tiernos arbustos, que una ceniza fecunda baña, por decirlo asi, y alimenta constantemente. Después de haber atravesado un sendero difícil, me encontré sobre rocas espantosas, en medio de la ceniza movediza. Anduvimos penosamente sobre montones de escoria, que rodaban á nuestros pies, hasta que me detuve un momento para contemplar.
«Delante de mí las sombras de la noche y las tinieblas se confundían y hacían mas espesas con el humo del volcan, y flotaban en derredor del monte; detrás de mí el sol, que se acababa de precipitar por las montañas, Cubría con sus moribundos rayos la costa de Posilipo, Nápoles y la mar, mientras que en la isla Caprea aparecía la luna en el horizonte, de manera que en este instante veía relucir las olas de la mar á un mismo tiempo con la claridad del sol, de la luna y del Vesubio. Cuando hube contemplado tanta oscuridad y tanto esplandor, una naturaleza árida, estéril y abandonada por un lado, y risueña, animada y fecunda por otro, el imperio de la muerte y el de la vida, me arrogé en medio de las tinieblas, y continué mi camino, hasta que por fin llegué al cráter.
»Alli encontré, pues, el formidable volcan que arde hace tantos siglos, que ha destruido tantas ciudades, que ha consumido tantos pueblos, y que amenaza constantemente este vasto país, Nápoles, donde en aquel momento se reía, cantaba y bailaba, sin cuidarse ni por asomo de semejante peligro. ¡Qué resplandor alrededor del cráter! ¡Qué atmósfera tan ardiente! primeramente se agita el abrasado abismo, después vomita el aire con un espantoso estruendo, á través de una espesa lluvia de cenizas, una inmensa

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