miércoles, septiembre 05, 2007

Viage ilustrado (Pág. 59)

llero guardia: el caballo piafa de impaciencia, y el cochero con los brazos estendidos adelante le hace que sienta las riendas.
Apenas el jóven se ha acomodado en el asiento de su reducido vehículo, cuyo alero de piel de oso está echado atrás, cuando el caballo parte con la velocidad del rayo: el palafrenero se habia adelantado llevando del diestro el caballo de montar: la noche habia sido borrascosa: el viento Norte levantando y arremolinan­do la nieve la habia amontonado caprichosamente y daba un aspecto estraño y desolador a la inmensa plaza del Almirantazgo. Un gran fuego ardia en el fogon circular que está delante de la fachada occidental del palacio de invierno. Muchos cocheros estaban reuni­dos mientras que sus trineos colocados en línea esta­ban parados á algunos pasos mas atrás, habiendo tenido antes cuidado de cubrir con una ancha manta de lana los caballos que desmenuzaban la nieve con sus cascos. Entre esta parte del palacio y el baluarte del Almirantazgo se ha arreglado un espacio cuadrilongo, y una cuerda sostenida con barritas de hierro clava­das en tierra, mide la estension de los costados. Esta esplanada, que en otra parte que no sea San Petersburgo, podria considerarse como muy grande, es el sitio destinado para las revistas, por decirlo asi, parti­culares, que se complace en pasar el emperador du­rante el invierno, ó bien presenciarlas desde el balcon que domina la plaza.
En aquel dia se hallaba reunido en medio de la esplanada el estado mayor imperial, y el bizarro regimiento de los caballeros guardias ocupaba los flan­cos, y las músicas estaban colocadas en parage donde no pudiesen estorbar los movimientos y maniobras de la tropa.
Los generales aguardaban la venida del emperador ó del gran duque Miguel, porque aun no se sabia cuál de los dos vendria á pasar la revista y presenciar las evoluciones. Estos toscos y endurecidos guerreros con bigotes medio encanecidos, y envueltos en sus ca­potones forrados de pieles, estaban conversando con la mayor flema bajo la accion de un frio de 22 grados ba­jo cero, con la misma indiferencia que si sus pies descansasen sobre las mullidas alfombras de sus templados salones.
Por su parte, el jóven teniente estaba en conversacion con algunos oficiales, aguardando el momento de montar á caballo: solo los soldados montados en los su­yos y formados en línea permanecian inmóviles como estátuas. En este momento un ayuda de campo vino á prevenir al gefe de estado mayor que el emperador no asistiria á la partida, pero que lo sustituiria el gran duque.
Todavía no habia pasado un cuarto de hora, cuan­do otro ayudante vino galopando para anunciar la llegada del príncipe: inmediatamente se dió la órden de montar á caballo, y en un minuto generales y ofi­ciales ocupaban sus puestos respectivos.
Luego que el gran duque Miguel desembocó en la plaza del castillo, salió á su encuentro el estado ma­yor corriendo á galope, y la música del regimiento tocó una marcha estrepitosa y guerrera, del maestro de capilla Antonio Doenfeldt, uno de los mas hábiles compositores militares de Rusia.
Principiaron las evoluciones, que fueron brillan­tes como siempre: aquellos arrogantes caballos, que el que menos ha costado 12,000 reales, negros como el ébano, humeantes, abiertas las narices, y la espuma helada en canelones pendiente del bocado de freno, obedecian á la mano de sus ginetes con una regularidad, una precision y uniformídad de movi­mientos que los viejos generales del estado mayor im­perial quedaban maravillados. De repente, en el mo­mento en que un escuadron se destacaba de la línea de batalla para ir á gran galope á colocarse en otro plinto, un caballo á quien no pudo llegar á contener toda la destreza de su dueño, salió de las filas, y en su desbocada carrera estuvo en poco que no se arrojase sobre el gran duque, que gracias á una precipitada media vuelta evitó el choque.
Sin embargo, el caballero logró dominar al bruto dando saltos y cubierto de espuma. Era este un soberbio caballo padre sacado hacia poco de las yeguacerías del conde Orloff, y sin disputa el mas hermoso de todo el regimiento. El ojo penetrante del hermano del emperador conoció desde luego al malhadado caballero; era el conde Dmitri: se despachó inmediatamente á un ayudante de campo: el jóven teniente sa­lió de las filas y se presentó al gran duque.
—Conde Dmitni, le dijo con tono severo su alteza imperial, ¿en qué estábais pensando para déjaros ava­sallar de tal modo por vuestro caballo, vos que sois uno de los mejores ginetes de la guardia?... esta torpeza merece veinte y cuatro horas de arresto.
—Monseñor, contestó el jóven ruborizado, juro á V. A. I. que el frio solo es la causa de esta desgracia; mi caballo es de una esquisita sensibilidad, y me ha cogido desprevenido.
—Este es un agravio que le haceis, y sin duda teneis otra disculpa que dar. ¿Me habeis oido? Veinte y cuatro horas de arresto en vuestro palacio, marchad.
No habia réplica; Dmitri conocia bien la ordenan­za: volvió, pues, á su puesto silenciosamente, mas no sin un despecho violento.
Era, en efecto, uno de los mejores ginetes de la guardia; pero el recuerdo de Maria Pawlowna habia absorbido de tal modo sus sentidos, que por un momento habia abandonado las riendas de su caballo, que demasiado sensible, como habia dicho al gran du­que, y espoleado por un golpe de nieve violento, lo habia arrebatado repentinamente.
Viendo el rigor de la temperatura el gran duque, mandó abreviar las maniobras: los generales estaban colocados á su alrededor, y el regimiento, con su gefe á la cabeza (1), desfiló por delante del hermano del soberano. A medida que se presentaba cada pelo­ton;—Gracias, hermanos mios, les gritaba el gran du­que.—Dichosos nosotros de poder contestará V. A. I. respondian en coro los soldados con una rápida melo­pea (declamacion en música de los antiguos), cuya entonacion nos seria imposible describir.
Despues del desfile, los oficiales abandonaron los caballos á sus dentchiks y montaron en sus trineos. Lo mismo hicieron todos los miembros del estado mayor: únicamente el gran duque marchó en coche.
En cuanto al conde Dmitri, al dia siguiente de su arresto se presentó á éste último, á quien declaró la verdadera causa de su desgracia de la víspera, y le pidió permiso para casarse con María Pawlowna.
—Mas á mí me parece, le dijo riéndose S. A. I., que en este negocio mi permiso debe ser el último.
—Por eso mismo, monseñor, es por lo que tengo el honor de demandároslo.

(1) Un general de division manda siempre al regi­miento de la guardia.

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