viernes, agosto 03, 2007

Viage ilustrado (Pág. 30)

todo. Esta imbécil esclamacion en tan critico momento retrata á Pedro. Reune el czar las tropas disponibles para ganar con sus armas lo que perdio con su impotencia; pero duda, y Catalina en tanto se aprovecha poniéndose á la cabeza de 15,000 hombres. Vístese el uniforme de guardia, empuña la espada, y ciñe a su frente una corona de laurel. Esto escita el entusiasmo hasta el mas alto punto en los que la acompañaban; al propio tiempo que los que seguían á Pedro, hombres y mugeres, tiemblan de terror. No saben dónde dirigirse; hallan cerradas todas las poblaciones y defendidas con tropas; se ven amenazados por todas partes, y faltándoles tierra donde pisar, son inútiles para ellos las aguas, a pesar de ofrecerse el mismo Munich á ser remero: «Mas venid, principe, le grita este fiel y cé­lebre anciano, yo os precederé, y no llegarán á vos hasta haber pasado por mi cadáver.» Pedro no quiere combatir, y dirige una carta á Catalina, suplicándola le conceda al menos partir con él la autoridad. Sin contestacion esta carta, envia una segunda en que pide una pension y la libertad de ir á vivir á Holstein. Vergonzosa degradacion; pero digna de tan inepto soberano, que rechaza en último recurso la hui­da, por acogerse á la generosidad de su esposa.
Los ultrages que sufrio coronaron su imbecilidad. Elevada á una escalera, fué despojado de sus ropas y degradado de todos sus honores, quedando solo con la camisa y los pies desnudos; sufriendo, para colmo de vergüenza, los insultos de una soldadesca servil.
Este proceder deshonraba tanto á quien lo manda­ba ejecutar como á quien lo sufría; porque amengua­ba la soberana, y demostraba una innoble pequeñez. de alma en hacer esperimentar tales ignomi­nias. Era al fin su esposo.
La siguiente abdicacion de Pedro vino á coronar tan estraños sucesos y á legarnos uno de los mas nota­bles documentos que presenta la historia.
«En el corto tiempo de mi reinado absoluto en el imperio de Rusia, he reconocido que mis fuerzas no son suficientes para tal peso, y que era superior á mí gobernar este imperio, no solo soberanamente, sino de cualquiera manera que fuere... Asi que, conozco la posibilidad de un sacudimiento que habria tenido por consecuencia la ruina total y me hubiera cubierto de una eterna vergüenza. En vista de tal circunstancia y despues de maduras reflexiones, declaro sin ninguna violencia al imperio ruso y al universo, que renuncio por toda mi vida al gobierno de dicho imperio, no de­seando reinar ni soberanamente ni bajo ninguna otra forma; sin esperar á conseguirlo nunca por cualquier medio que se pudiera. En fé de que hago un juramento sincero á la faz de Dios y de todo el universo, escribo y firmo esta renuncia con mí propia mano.»
Mediaron posteriormente entre Catalina y Pedro algunas negociaciones de avenencia, acogidas por él con alegría; y decidiéndose á ir al castillo de Oranienbaum, desciende el ex emperador del carruage; sube a uno de los treinta kibitkas (1) que se habian reunido, y despues de atarle se le hace partir con dos conjura­dos que le impedian gritar. Al mismo tiempo parten los treinta carruages en otras tantas direcciones, á fin de que se ignorara la verdadera ruta de Pedro.
Catalina hace su entrada en San Petersburgo con toda solemnidad, y prestan juramento los grandes que habian formado el cortejo del infortunado Pedro. A ver entre ellos á Munich, «¿Sois vos, general, le dice la emperatriz, el que queria batirme?»
—Si, señora; yo no pedia proceder de otro modo con quien me habia sacado del destierro.
Y entregando á Catalina su espada, añade:
—La fidelidad que he guardado á mi príncipe y á mi bienhechor son una garantía de la que conservare á la emperatriz.
El triunfo de Catalina habia sido, pues, brillante y grande: por el ascendiente de su carácter habia hecho descender del trono á su esposo: ¿le conservaria la vida? Tal era la cuestion que se tenía que resolver.
Pedro no se consideraba desgraciado: ó era inca­paz de comprender su situacion, ó esperaba cambiar­la. Viósele pedir su bufon, un perro al que era muy afecto, romances, la Biblia, etc. Mas adelante entro en negociaciones con algunos descontentos; y á todo esto, que no ignoraba Catalina, vino á añadirse el arrepentimiento que empezaron a demostrar las tropas que contribuyeron á derribar al czar del trono, aumentándose cada dia con las reconvenciones del pueblo que se interesaba por su inepto ex—soberano.
En tan críticas circunstancias resuelve dar Orlof un golpe decisivo: preséntase en la prision del czar seguido de Teplof, y ambos infunden en Pedro la es­peranza de su libertad, ofreciéndole segun el uso es­tablecido en Rusia, beber con ellos un vaso de vino antes de. comer. Acepta el príncipe; se mezcla un ve­neno activo al licor; pero no produce todo el efecto esperado: ha víctima entonces rehusa beber de nuevo, y se arroja en los brazos de su fiel Bressau, que habia obtenido el permiso de no abandonar al emperador, el cual quiere que se le conduzca al lecho. Orlof entonces y su cómplice Teplof ayudados de Bariatinki, ofi­cial que mandaba la guardia, se arrojan sobre el infe­liz Pedro y le ahogan.
Al saber Catalina el horrible fin de su esposo, vierte algunas lágrimas y anuncia á su córte que el czar habla muerto de un eólico hemorraideo. Se espone su cuerpo al publico, vestido con el uniforme de Holstein, ocultando las señales de su muerte violenta, y es ad­mitido el pueblo á besarle la mano.
Catalina, por mas que hayan querido defenderla algunos historiadores, no deja de aparecer, sino como autora, como cómplice del asesinato de su esposo, y tamaña complicidad, fué un crímen igual al del asesi­no, pues por su posicion no podía ser envuelta ni ar­rastrada á un acto que podía evitar con solo quererlo.
En vano tratan de demostrar que fué un secreto la meditacion del asesinato, y que ni Catalina, ni Gregorio Orlof, tenian esa dureza que hace á uno capaz de un gran crimen. En cuanto á que la emperatriz sintió dolorosamente la ejecucion, pasando muchos días en su lecho entregada á la desesperacion lo creemos; pero el mismo historiador lo dice: «no era por lo pér­dida de un esposo que no amaba y que le había pre­parado una larga prision y quizá la muerte sino que la atormentaba este atentado, que al serle atribuido empañaría su gloria.»
Treinta y tres años tenia Catalina cuando se halla­ba de única soberana de la Rusia, cuyo imperio va á entrar en ese período de grandeza del que no ha descendido. Al genio de esta muger es al que deben atribuirse los estraordinarios acontecimientos en que tan gran papel hizo el Norte. Ella es quien todo va á dirigir; política, administracion, diplomacia y cuyo

(1) Kibitkas se llaman en Rusia á unos carromatos de cuatro ruedas.

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