lunes, octubre 15, 2007

Viage ilustrado (Pág. 90)

espuesto á los insultos y destrozado por los perros salvages. Horroroso espectáculo, que á pesar de las re­clamaciones de los embajadores franceses, se renueva constantemente.
»Baghtche—Kapoussi, puerta por donde se pasa para entrar en la ciudad, está junto al patio de la mezquita de Yeni ó sultana Validé. Bella á la vez que pintoresca, sus fachadas, sus puertas y su patio inte­rior merecen un sério exámen. Menos el santuario, un cristiano puede visitarlo todo libremente. Aquel patio es un bazar donde acampan á la sombra de los mas hermosos plátanos y al lado de saltadoras fuentes los mercaderes de perfumes y de rosarios. Delicioso lugar lleno de encanto y de poesía á donde se va continua­mente a admirar y á buscar reposo. Pero caminemos aprisa; nos dirigimos al gran bazar, y nos falta hoy el tiempo para descubrir aquellas maravillas que apare­cen á nuestra vista como cambios ópticos de una esce­na fantástica.
»Atravesamos la elevada y curiosa galería de tanta variedad de colores, donde se respira un perfume tan fuerte de clavo, de pimienta, de canela y de mil géneros de la India y del Egipto, que se esperimenta alli cierta especie de embriaguez. La calle, cuya pen­diente subimos, está llena de toda clase de tiendas, confiterías, pastelerías, fondas, adornadas de escultu­ras y hermosos cuadros, con sus cobertizos de hierro para mitigar los ardores del sol. Luego aparecen los quincalleros, los judíos, vendedores como en todas partes de mil cosas indescriptibles, torneros que preparan largos tubos de pipas en maderas de cerezo o jazmin. Venden tambien esas boquillas de ámbar tan buscadas por los turcos, cuyos precios varian esencial­mente segun que el color es oscuro y desigual ó ama­rillo alimonado sin traspariencia ninguna. Si una boquilla de ámbar de la primera especie vale cincuen­ta francos, por ejemplo, una de la segunda de igual tamaño podrá apreciarla en quinientos un inteligente. Todos estos artesanos—mercaderes establecidos en sus tiendas abiertas, trabajan con lentitud distraidos por el movimiento de la calle y sentados muy á sus an­chas unos con las piernas cruzadas y otros en blandos cogines. En este pais donde se disfruta un clima tan hermoso, es muy dulce gozar de la sombra mientras que un sol abrasador prodiga por do quiera la animacion y la fuerza; alli cuestan muy poco los ligeros trages que por necesidad se gastan, apenas los destrozan las intemperies de las estaciones; alli bastan para el alimento los frutos que sin gran trabajo produ­ce la tierra; alli no existen las precauciones del fue­go, de una habitacion cómoda, ni de otras mil nece­sidades de los tristes y frios paises del Norte; alli, en fin, algunas horas empleadas con moderacion proporcionan mas de lo necesario. Aquel es un pais en donde las cuestiones sociales se simplifican sobremanera, y por mejor decir no existen, encargándose la Providen­cia de resolverlas, por ser tarea imposible al hombre, á quien no le es dado hacer bonancible un cielo cru­do, pródiga una tierra avara, é impedir fatales desigualdades, origen de tantos malos pensamientos y de tantas acciones culpables. Pero apartemos de nues­tra imaginacion estas tristes ideas del Occidente para volver á nuestros mercaderes de Constantinopla. Sus tiendas están levantadas cerca de dos pies sobre el nivel de la calle, de modo que el transeunte que se detiene para comprar se sienta negligentemente en el escalon. La calle sigue cuesta arriba siempre desigual y llena de perros, que solo se levantan para morder al ginour, y perseguir el trage europeo, al que tienen un horror profundo. Estos perros que nacen y mueren en la calle, son de todos y de nadie, se man­tienen con las basuras que vierten de las tiendas y sirven para, mantener limpias las calles: son los em­presarios de la limpieza de la ciudad. Tan horrible alimento produce en ellos enfermedades de la piel que les pone asquerosos. El estrangero no debe arriesgarse á salir de noche sin ir provisto de un baston grueso, cuya arma es suficiente, porque, aquellos animales son cobardes á pesar de su numero y de su feroz aspecto. Viviendo en tan vasta sociedad han debido formarse leyes que obedecen escrupulosamente. Cada tribu tie­ne su límite en la calle, el cual no traspasa nunca: si un jóven ignorante infringe la ley es acosado sin pie­dad por los demas, y nosotros hemos presenciado mas de una vez estos castigos que obligan al culpable estraviado de su domicilio legal, á arrojarse al agua, sin que se le permita siquiera volver atrás. Obsérvase, pues, que no han llegado aun á ese grado de civiliza­cion que les permitirá mas tarde sin duda vivir en comun y partir como hermanos los beneficios de la calle.
«Un perfume de rosa, de almizcle y de sándalo nos anuncia la inmediacion del bazar, y no se tarda en penetrar bajo sus sombrías y frescas bóvedas: pa­sando desde la luz y el calor se esperimenta un contraste algo brusco contra el cual es preciso prevenirse. El sitio mas interesante de aquel Dédalo, en el que las galerías se cruzan en todas direcciones es sin disputa el besestin, que es por decirlo asi donde tienen su re­sidencia los comisarios que hacen las ventas judiciales; las armas viejas, los muebles antiguos, y las antigüe­dades de todas clases se venden alli á publica subas­ta; y si el estrangero que permanece poco tiempo quie­re formarse una idea de aquel movimiento pintoresco, todo oriental, necesita detenerse y sentarse en la tien­da de uno de aquellos mercaderes, que ante todo se apresuran á ofrecerle la pipa y el café. El pintor ó el escritor emplearán útilmente un par de horas que pasen alli en observacion. Todas las riquezas del Asia, del Africa y de Europa, todo el lujo y gusto tan peculiar de Oriente se hallan amontonados en aquellos bazares inmensos para incitar á los mas indiferentes.
«Parecia increible, segun las ideas generalmente acreditadas en Europa, hasta qué punto llega el sen­timiento de la moralidad en el pueblo turco. Justo, honrado y caritativo es incapaz de un acto de impro­bidad. Si un mercader del bazar, por ejemplo, se au­senta á fin de ir á la mezquita, al baño ó á sus nego­cios, se contenta con poner delante de su tienda en­teramente abierta, una simple cuerda para indicar que ha salido, y á pesar de esta tan grande confianza los robos son en estremo raros.
»Su conviccion profunda en la superioridad de su religion, aquel sentimiento de respeto hácia la antigua tradicion, que parece el carácter dominante de los orientales, les hace en verdad intolerantes con los cristianos, sobre todo en Constantinopla, en donde los sacerdotes viendo decaer su influencia á causa de las innovaciones que los gobernantes estraviados por el contacto europeo, tratan de introducir en su pais, para su mejora, segun unos, y para su ruina, segun otros, innovaciones, la mayor parte por cierto que redundan en perjuicio del estrangero.
»Al ponerse el sol se cierran todas las puertas de los bazares, estando prohibidos despues de aquella

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