ciudad de Tournay: Oudenarde y las provincias walonas autorizaban el regreso de los soldados estrageros, con condición de que la defensa de las plazas se confiaría á las milicias del pais, la división volvía á introducirse entre los confederados; por último, el duque de Alenzon, después de procurar inútilmente apoderarse de algunas plazas, se vio obligado á volverse á Francia. Mientras sucedía todo esto, un burguiñon llamado Baltasar Gerard, fanatizado por el espíritu religioso y seducido por el oro prometido al asesino del príncipe de Orange, le mató de un pistoletazo el 9 de julio de 1584. Gante capituló el mismo año, por manera que ya no quedó á los confederados en toda la Flandes mas que l'Ecluse y Ostende. Demasiado débiles para resistir al duque de Parma, que cada día hacía nuevos progresos, enviaron á Francia á pedir auxilios á Enrique III; pero aquel príncipe les contestó que el estado de su reino, desgarrado entonces por las turbulencias de la liga, no le permitía pensar en los negocios agenos. Entonces volvieron su vista á la Inglaterra. Isabel consintió en enviarles auxilio (1585); pero se les dio á muy subido precio, é hizo que la entregasen muchas ciudades en prenda. Entretanto el duque de Parma continuaba sus conquistas: aprovechando la debilidad de sus enemigos, se atrevió á presentarse al frente de Amberes, que entonces era mirada como inespugnable, y se apoderó de ella después de un sitio que duró cerca de un año. Es probable que hubiera reducido á la obediencia de Felipe II los Países Bajos, ó por lo menos toda la Bélgica, si aquel monarca no le hubiese mandado sostener á los coaligados franceses. Murió en Arras el 2 de diciembre de 1592, á la edad de cuarenta y seis años.
Había designado por su sucesor á Pedro Ernesto, conde de Mansfeld; pero Felipe II no ratificó aquella elección mas que en parte: le agregó al conde de Fuentes y don Esteban de Iberna. Desde entonces se apaciguaron las turbulencias en las provincias belgas, que ayudaron francamente á su gobernador contra las provincias holandesas, que Mauricio, hijo segundo del príncipe de Orange, habia atraído á su causa. Sin embargo, obligado Mansfeld á ocuparse de los asuntos de Francia, no pudo, á pesar de su talento, impedir las conquistas de Mauricio, y vio comprometida varias veces su autoridad por las sediciones promovidas en las tropas, con la irregularidad en el pago de su sueldo. Su administración fué de corta duración: en 1594 le sucedió el archiduque, Ernesto de Austria, principe que solo llevó la disolución á donde era necesaria la prudencia de un consumado diplomático, y que al año siguiente murió á consecuencia de sus escesos á la edad de cuarenta y un años. En la misma época, el duque de Arschot se espatrió voluntariamente y se retiró á los estados venecianos para morir alli libre. Por último, Felipe II, con objeto de calmar la agitación de las provincias holandesas, y quizá también con el de atacar á la Francia por la frontera del Norte, confió el gobierno de los Países Bajos al archiduque Alberto de Austria, que habia dado pruebas de talento cuando fué virey de Portugal.
Para conciliarse la opinión pública, el archiduque Alberto llevó consigo á Felipe Guillelmo, conde de Burén, hijo primogénito del príncipe de Orange, que hacia veinte y ocho años estaba prisionero en España. Pero no era ni la sombra del primer defensor de la libertad de los Países Bajos: adicto á la España y convertido al catolicismo, aquel príncipe no podia ejercer ya ninguna influencia: lo comprendió asi, y se resignó á vivir en la oscuridad.
Había designado por su sucesor á Pedro Ernesto, conde de Mansfeld; pero Felipe II no ratificó aquella elección mas que en parte: le agregó al conde de Fuentes y don Esteban de Iberna. Desde entonces se apaciguaron las turbulencias en las provincias belgas, que ayudaron francamente á su gobernador contra las provincias holandesas, que Mauricio, hijo segundo del príncipe de Orange, habia atraído á su causa. Sin embargo, obligado Mansfeld á ocuparse de los asuntos de Francia, no pudo, á pesar de su talento, impedir las conquistas de Mauricio, y vio comprometida varias veces su autoridad por las sediciones promovidas en las tropas, con la irregularidad en el pago de su sueldo. Su administración fué de corta duración: en 1594 le sucedió el archiduque, Ernesto de Austria, principe que solo llevó la disolución á donde era necesaria la prudencia de un consumado diplomático, y que al año siguiente murió á consecuencia de sus escesos á la edad de cuarenta y un años. En la misma época, el duque de Arschot se espatrió voluntariamente y se retiró á los estados venecianos para morir alli libre. Por último, Felipe II, con objeto de calmar la agitación de las provincias holandesas, y quizá también con el de atacar á la Francia por la frontera del Norte, confió el gobierno de los Países Bajos al archiduque Alberto de Austria, que habia dado pruebas de talento cuando fué virey de Portugal.
Para conciliarse la opinión pública, el archiduque Alberto llevó consigo á Felipe Guillelmo, conde de Burén, hijo primogénito del príncipe de Orange, que hacia veinte y ocho años estaba prisionero en España. Pero no era ni la sombra del primer defensor de la libertad de los Países Bajos: adicto á la España y convertido al catolicismo, aquel príncipe no podia ejercer ya ninguna influencia: lo comprendió asi, y se resignó á vivir en la oscuridad.
En fin, después de la paz de Vervins y de la dispersión de la invencible armada, cansado Felipe II de aspirar á un objeto que no podia alcanzar, erigió los Países Bajos en principado independiente de España, que no conservaba ya mas que el dominio directo. La infanta Clara Isabel Eugenia, recibió en dote aquellos paises, y fué prometida al archiduque Alberto. La muerte del rey, acaecida al año siguiente no descompuso su enlace, y después de casados fueron á tomar posesión de sus dominios. Su administración fué dulce y paternal, y ejerció en las costumbres y las leyes una saludable influencia: estableciéronse montes de piedad, revisáronse las costumbres locales, se promulgaron muy buenas leyes, y se mejoró la organización judicial. Pero aquellos resultados fueron lentos, porque Mauricio continuaba siempre una guerra sangrienta y desastrosa. En vano le ofrecían la paz; se negaba á deponer las armas hasta que no fuese reconocida la independencia de la Holanda. Por último, la influencia de la Francia, representada por el presidente Jeannin, y las continuas exigencias del rey de Inglaterra, decidieron á los archiduques á reconocer tanto en su nombre como en el del rey de España, á los Estados generales de las Provincias unidas, como pais, provincias y estados libres, sobre los que nada pretendían, y á concluir con ellos una tregua de doce años por mar y tierra: (tratado de Amberes, 9 de abril de 1609.) Podia creerse que aquella tregua era la precursora y mensagera de una paz sólida y duradera, pero no fué asi, porque habiendo enviado los archiduques á la Haya á su canciller, para invitar á las diez provincias á que se reuniesen á las otras diez en un cuerpo y á las órdenes de un mismo gefe, los Estados generales rechazaron con altanería aquella proposicion, como insultante para su nacionalidad, y para los paises que la habian reconocido, y, volvió á comenzar la guerra, sin que pusiese término á ella la muerte del príncipe Alberto, ocurrida el 13 de julio de 1621. No referiremos, sin embargo, los acontecimientos de aquella guerra, porque su historia es la de la Holanda. Nos contentaremos con decir, que el conde Enrique de Berghes, el duque de Bournonville, y otros señores belgas, cansados de la prolongación de aquellas discordias, formaron el proyecto de establecer en las provincias católicas una república semejante á la de las Provincias unidas. Publicaron un manifiesto, enarbolaron el estandarte de rebelión, pero el duque de Arschot reveló el secreto á la infanta Isabel con la única condición de que perdonase á los conspiradores. Entonces el rey de España, temiendo un levantamiento general en los Paises Bajos, convocó en Bruselas los Estados generales de las provincias católicas, y los autorizó para negociar la paz con las provincias unidas, sin intervención de los españoles.
Al erigir en reino á los Paises Bajos, Felipe II habia estipulado que volverían á incorporarse a la monarquía española, en caso de que los archiduques no dejasen hijos. Asi es que á la muerte de la infanta en 1633, aquellas provincias volvieron á poder de Felipe IV, rey de España, que nombró por gobernador de ellas á su hermano el cardenal—infante.
La historia de Bélgica no ofrece ningún acontecimiento importante en el resto del siglo XVII: sucedíanse los gobernadores en aquel pais, luchando con
Al erigir en reino á los Paises Bajos, Felipe II habia estipulado que volverían á incorporarse a la monarquía española, en caso de que los archiduques no dejasen hijos. Asi es que á la muerte de la infanta en 1633, aquellas provincias volvieron á poder de Felipe IV, rey de España, que nombró por gobernador de ellas á su hermano el cardenal—infante.
La historia de Bélgica no ofrece ningún acontecimiento importante en el resto del siglo XVII: sucedíanse los gobernadores en aquel pais, luchando con
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