martes, julio 31, 2007

Viage ilustrado (Pág. 28)

no conocian limites; y si bien su calidad de estrange­ro le incapacitaba para usurpar el trono, trataba de contraer alianza con la familia reinante á fin de poder asegurar su dominacion.
Biren sin embargo era incapaz de resistir él solo el peso de los negocios. Munich, valiente general del ejército ruso, el cual sostenia á Biren, y habia presta­do ademas señalados servicios, solicita el titulo de ge­neralisimo de los ejércitos de mar y tierra. La negati­va de Biren despierta los celos de Munich que de amigo se convierte en rival; y buscando un apoyo en los padres del emperador, les propone romper el humillante yugo que les abrumaba con su peso.
Ligados por un mismo interés, pueden tener con­fianza mútuamente, y sin descanso comienzan a obrar encargándose Munich de las últimas disposiciones.
Preparado asi todo solo falta el golpe y se da este con el mayor acierto apoderándose de Biren en el lecho donde reposaba con su muger. Defiéndese como un leon, pero cede al fin al mayor número, y le llevan á un cuerpo de guardia con las manos atadas y una mordaza, y le arrojan por piedad un capote de solda­do para cubrir su desnudez.
Encerrado en un castillo, es procesado y condena­do á muerte; pero la princesa Ana de Brunswick le concede la vida y se le destierra perpétuamente á Siberia.
Munich habia triunfado venciendo á su enemigo; y no satisfecho con esto su venganza, traza en diseño la casa en que habia de ser encerrado Biren, para que no pudiera escaparse. Mas por una de esas lecciones que da la Providencia, esta fortaleza servirá un dia de pri­sion al mismo Munich.
Declarada regente la duquesa de Brunswick, es su marido el generalísimo de las tropas, y queda burlada asi la ambicion del que habia hecho la revolucion por la negativa de este título. Es colocado sin embargo á la cabeza de los negocios públicos, y en este puesto solo aspira al poder absoluto. La arrogancia de sus ma­neras, y esa dureza de quien está mas acostumbrado á gobernar un ejército que una nacion, fueron las pri­meras causas de su ruina; que viéndose desposeido poco á poco de sus mayores poderes, dimite la administracion de la guerra de que estaba solamente en­cargado, y vase á habitar un palacio vecino de la residencia imperial.
La reina estaba condenada á ser de continuo el ju­guete de ambiciosos favoritos: á Munich sucedió Ostermann, que dominaba al duque de Brunswick; y á la duquesa, Galowkin que poseia su ilimitada confianza. Entre ambos favoritos existia una rivalidad implacable; sostenida por la funesta conducta que observaban los duques, distraidos con sus respectivos amantes. De modo que, si la administracion de Biren habia sido odiosa y perjudicial al imperio, la regencia desempeñada por los padres del emperador, no solo carecia de fuerza y autoridad, sino que mirando sin interés los negocios del Estado, hacian perdiese las ventajas que obtuvo en los reinados de Pedro y Catalina.
En 1741 es declarada la guerra á la Suecia; pero los resultados de esta declaracion no merecen ocupar á la historia; asi como las rivalidades que se suscita­ron en la córte, que ocasionaron intrigas miserables, y una conspiracion que hizo ascender al trono á Isa­bel Petrowna, hija del gran Pedro.
Estaba un dia Isabel en su tocador, cuando se pre­sentó Mr. L’Estocq, cirujano francés y colocando sobre una carta una corona y una rueda, lo presenta todo á la futura emperatriz y la dice: «No hay medio, señora: ó la una es para vos, ó la otra para mí.» Entonc­es se decide Isabel; y como contaba con muchos amantes en el regimiento de guardias de Preobajensky, les interesa por su causa, y con 60 hombres se dirige al palacio imperial, sorprende á los duques en el lecho sin darles tiempo para vestirse, se apodera de ellos, y son conducidos á una prision de estado, y luego espatriados de la Rusia. El jóven emperador dormia y se le respetó su sueño.
Asombra indudablemente esta continuada rapidez de conspiraciones, ocasionadas siempre por despreciables favoritos sin poseer otra cualidad que la ambicion y la audacia.
Fácilmente ascendió Isabel al trono; mas no á gobernar, sino á ser gobernada.
Poseyendo un temperamento inflamable, ardiente, lejos de distinguirse por la delicadeza de sus costumbres, se deja arrastrar por sus caprichos amorosos que recaian comunmente en los hombres de la mas baja sociedad. Aborrecia el matrimonio por reservarse el derecho de satisfacer á su gusto sus numerosos caprichos: en esto pensaba al menos con alguna moralidad.
El primer cuidado de su gobierno fué colmar de beneficios á los que la habían elevado. Simples soldados recibieron títulos de nobleza; y el oro y las condecoraciones fueron prodigadas con generosidad. Asi sancionaba el funesto precedente de la insurreccion, y estimulaba á proseguirlas.
Munich, Ostermann y otros son condenados al su­plicio por instigacion de la soldadesca triunfante: en el patíbulo reciben el perdon que aplauden los mismos que les condenaron. Pero son desterrados con una multitud de poderosos estrangeros, y huye con estos la civilizacion que empezó á introducir Pedro. De este modo destruia la hija la obra del padre.
Encerrado el jóven Ivan en una prision de estado, deja Isabel de ocuparse del reino por hacerlo de su vida licenciosa, siendo el verdadero soberano Pedro Schouvaloff, primo del amante de la emperatriz. Ejerce en breve tan prodigiosa influencia, que se le llama Pedro III, como sí en efecto reinara.
Abierto como se ha visto el palenque de las cons­piraciones, tramóse nuevamente una para derribar á Isabel, en la cual tomó una gran parte el embajador de Austria. Pero fué descubierta, y la principal víc­tima en quien se ejerció la mas terrible venganza fué la bellísima Lapoukin, á quien no solamente se con­denó á sufrir los golpes del knout, sino á cortársela la lengua.
Triste el reinado de Isabel, solo dejó el glorioso recuerdo de algunas victorias, mas no debidas á la emperatriz, que deploraba la sangre que se vertió y odiaba la guerra, sino al valiente y entendido canci­ller Betuscheff, que sacó al ejercito ruso de la postracion en que se hallaba. Tenia la conviccion y repetia continuamente que: «El estado natural de la Rusia era la guerra: su gobierno interior, añadía, sus progresos en la cívilizacion, su comercio, todo debia ser subordinado al objeto de reinar á fuera por el terror. No hubiera sido contada en el número de las potencias si no hubiese tenido 100,000 soldados, siempre prontos á invadir la Europa.»
Triste pensamiento, que debe estudiarse en nuestros días.
Enemigo de la guerra era tambien el principe á

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