No hemos comprendido en esta lista al hombre que fué el primero que trató de hacer conocer en Francia las atravidas concepciones del teatro inglés. Y es porque Ducis (1733―1816) no debe ser acusado de haber contribuido á la debilidad literaria de su época, sino que, por el contrario, fué arrastrado y subyugado por ella. Ducis había desarrollado con el estudio de su modelo predilecto la energía vigorosa, el atrevimiento salvage que sentia en sí mismo, y si la libertad que vive y respira en sus obras no hubiese sido encadenada por el gusto del tiempo, él hubiera sido un gran poeta. Le queda la gloria de haber dado el primer paso en la senda que el teatro debia recorrer y de haberlo dado en la senda mejor. Después de él, Pedro Lebrón, autor de María Estuardo, se dedicó, aunque con timidez y con precaución, al teatro alemán. Estas tentativas poco á poco dieron sus frutos, y la escuela romántica salió victoriosa, sino con un triunfo duradero, al menos por algún tiempo.
No comenzó, sin embargo, la reacción por el teatro, sino por la poesía lírica que tomó de repente un vuelo desconocido. Las elegías de Lamartine, las odas de Víctor Hugo, las fantasías de A. de Musset, las enérgicas sátiras de Barthelemy y Mesy desarrollaron en los poetas nuevas facultades y despertaron en los lectores nueva admiración y nueva simpatía. Apenas se obtuvieron estos resultados, la reacción se aventuró al teatro, los principios espuestos en el prefacio de Cromwel fueron puestos en accion, y el drama reemplazó á la tragedia.
Esta, no obstante, defendía el terreno. Casimiro Delavigne (1794―1844), se colocó en el límite de los dos terrenos, y trató de conciliar á los dos partidos. Alejandro Soumet (1788―1845), procuró obtener un resultado semejante admitiendo ciertas reformas y desechando las otras. Mas tarde, Ponsard, Latour de Saint Ibars, etc., han protestado con sus obras contra las invasiones del drama.
Este no se ha detenido en su marcha, al menos desde hace unos veinte años. Es verdad que despues de haber recibido una fuerte impulsión, gracias á Pinto de Lemercier, se conservó largo tiempo estacionario, no produciendo otra cosa que obras sin enredo y sin originalidad, tales como el Abate de l'Epée, de Bouilly (1763―1840), y piezas de un género falso y bastardo llamadas melodramas, cuyos autores tenian á su cabeza á Víctor Ducange (1783―1833), Guibert de Pixerecourt, etc. Pero esta era la calma que precedía á la tempestad. Por último, Víctor Hugo inauguró el drama en verso sobre las formas de la tragedia, y Alejandro Dumas dio al drama en prosa nuevas proporciones. El melodrama desapareció, y la tragedia no pudo hacerse tolerable en las raras veces que se presentó, sino á fuerza de concesiones á las nuevas exigencias del teatro.
La comedia, menos sujeta á cambios, continuaba su marcha sin agitación aparente, y descendía á su decadencia por una pendiente menos rápida. El talento de Collin de Harleville, la jocosidad de Picard (1769―1828), y el ingenio de Andrieux la habían sostenido á cierta altura, reanimando un resto de calor en el público helado por las frías elucubraciones de Etienne (1778―1845) y de Empis, Duval, Viennet d'Epagny.
De esta triste escuela salió, no obstante, Casimiro Delavigne, que comenzó una nueva era con la Escuela de los viejos, y en los Comediantes, abriendo al mismo tiempo camino á la comedia de intriga y á la comedia de costumbres, dos géneros distintos en los cuales se habían de producir obras notables, gracias á los esfuerzos de Dumas y de Scribe.
Este último nombre nos lleva naturalmente á hablar del vaudeville, en el que ha conquistado una superioridad indisputable. Con Desaugiers (1772―1827), Piis (1755―1832), Bassé (1750―1832), Monnier, Radel Desfontaines (1733―1825), el vaudeville no era otra cosa que una serie de cuadros de costumbres, mas ó menos verdaderos, pero siempre picarescos y burlones. Pero mas tarde, cuando la canción, que tiene con él tantos puntos de contacto, se elevó, gracias á Beranger, á las proporciones líricas, el vaudeville, bajo la pluma de Mr. Scribe, entró en el dominio de la comedia y adquirió cualidades delicadas y graciosas que han procurado conservar los numerosos imitadores de este fecundo modelo.
De la misma manera ocupa Seríbe el primer lugar entre los autores de óperas y de óperas cómicas, y es tal la fecundidad de su rica vena, que lo ha invadido todo, llegando en este género hasta el monopolio. Ha hecho progresar notablemente á la ópera cómica, esplotada sin talento desde Sédaine y Favart, por una porción de autores, entre los cuales son los mas notables Marsollier, Etienne y Mr. E. Dupaty. El público se ha hecho mas exigente y quiere que el libreto presente, al menos, en la parte en prosa, una pieza regular é interesante. Pero está bien lejos de ser de la misma opinión con respecto á las óperas, en las cuales el poema se halla completamente subordinado á la música y al aparato escénico, y se considera como suficientemente bueno si se ofrece al músico y al decorador, circuntancias favorables para ponerla en escena. El aparato escénico ha sido poco después todo lo que se ha exigido al melodrama y á la comedia de magia, género de composiciones destinadas únicamente á divertir la vista, y cuya invención se remonta á una época poco lejana.
En medio de la decadencia de que se acusa sin razón y sin justicia á la literatura del siglo XIX, hay un género, sin embargo, al que es imposible negar la superioridad sobre los que le han precedido. Queremos hablar de la novela. Desde el principio del siglo, esta tendencia á la narración se hizo notar en las obras francesas, sino por la forma y por la naturaleza de ellas, al menos por el número y por el lugar que ocuparon en la literatura. Las mujeres fueron las primeras que recurrieron al desarrollo analítico que permite el ancho campo de la novela, Mad. de Genlis, Mad. de Flahaut―Souza y Mad. de Stael, ocuparon casi sin rivales el terreno novelesco. Esta última escribió también obras de crítica, de historia y de ideologia.
Chateaubriand, con su imaginación brillante y su talento ingenioso y poético, sobresalió en la descripción de las maravillas que ofrece el Nuevo Mundo. Célebre ya por la influencia moral que habia ejercido en el público el Genio del Cristianismo, pudo hacer aceptar el estraño colorido que dio á sus novelas Átala y René. Estos primeros pasos en el romanticismo naciente, tuvieron que sufrir amargas críticas, pero al cabo triunfó la elocuente poesía y la interesante descripción de las pasiones que desplegaba Chateaubriand en sus escritos. Aparecieron después los Natchez y luego los Mártires, demostración dramática de la tesis sostenida en el Genio del Cristianismo.
No comenzó, sin embargo, la reacción por el teatro, sino por la poesía lírica que tomó de repente un vuelo desconocido. Las elegías de Lamartine, las odas de Víctor Hugo, las fantasías de A. de Musset, las enérgicas sátiras de Barthelemy y Mesy desarrollaron en los poetas nuevas facultades y despertaron en los lectores nueva admiración y nueva simpatía. Apenas se obtuvieron estos resultados, la reacción se aventuró al teatro, los principios espuestos en el prefacio de Cromwel fueron puestos en accion, y el drama reemplazó á la tragedia.
Esta, no obstante, defendía el terreno. Casimiro Delavigne (1794―1844), se colocó en el límite de los dos terrenos, y trató de conciliar á los dos partidos. Alejandro Soumet (1788―1845), procuró obtener un resultado semejante admitiendo ciertas reformas y desechando las otras. Mas tarde, Ponsard, Latour de Saint Ibars, etc., han protestado con sus obras contra las invasiones del drama.
Este no se ha detenido en su marcha, al menos desde hace unos veinte años. Es verdad que despues de haber recibido una fuerte impulsión, gracias á Pinto de Lemercier, se conservó largo tiempo estacionario, no produciendo otra cosa que obras sin enredo y sin originalidad, tales como el Abate de l'Epée, de Bouilly (1763―1840), y piezas de un género falso y bastardo llamadas melodramas, cuyos autores tenian á su cabeza á Víctor Ducange (1783―1833), Guibert de Pixerecourt, etc. Pero esta era la calma que precedía á la tempestad. Por último, Víctor Hugo inauguró el drama en verso sobre las formas de la tragedia, y Alejandro Dumas dio al drama en prosa nuevas proporciones. El melodrama desapareció, y la tragedia no pudo hacerse tolerable en las raras veces que se presentó, sino á fuerza de concesiones á las nuevas exigencias del teatro.
La comedia, menos sujeta á cambios, continuaba su marcha sin agitación aparente, y descendía á su decadencia por una pendiente menos rápida. El talento de Collin de Harleville, la jocosidad de Picard (1769―1828), y el ingenio de Andrieux la habían sostenido á cierta altura, reanimando un resto de calor en el público helado por las frías elucubraciones de Etienne (1778―1845) y de Empis, Duval, Viennet d'Epagny.
De esta triste escuela salió, no obstante, Casimiro Delavigne, que comenzó una nueva era con la Escuela de los viejos, y en los Comediantes, abriendo al mismo tiempo camino á la comedia de intriga y á la comedia de costumbres, dos géneros distintos en los cuales se habían de producir obras notables, gracias á los esfuerzos de Dumas y de Scribe.
Este último nombre nos lleva naturalmente á hablar del vaudeville, en el que ha conquistado una superioridad indisputable. Con Desaugiers (1772―1827), Piis (1755―1832), Bassé (1750―1832), Monnier, Radel Desfontaines (1733―1825), el vaudeville no era otra cosa que una serie de cuadros de costumbres, mas ó menos verdaderos, pero siempre picarescos y burlones. Pero mas tarde, cuando la canción, que tiene con él tantos puntos de contacto, se elevó, gracias á Beranger, á las proporciones líricas, el vaudeville, bajo la pluma de Mr. Scribe, entró en el dominio de la comedia y adquirió cualidades delicadas y graciosas que han procurado conservar los numerosos imitadores de este fecundo modelo.
De la misma manera ocupa Seríbe el primer lugar entre los autores de óperas y de óperas cómicas, y es tal la fecundidad de su rica vena, que lo ha invadido todo, llegando en este género hasta el monopolio. Ha hecho progresar notablemente á la ópera cómica, esplotada sin talento desde Sédaine y Favart, por una porción de autores, entre los cuales son los mas notables Marsollier, Etienne y Mr. E. Dupaty. El público se ha hecho mas exigente y quiere que el libreto presente, al menos, en la parte en prosa, una pieza regular é interesante. Pero está bien lejos de ser de la misma opinión con respecto á las óperas, en las cuales el poema se halla completamente subordinado á la música y al aparato escénico, y se considera como suficientemente bueno si se ofrece al músico y al decorador, circuntancias favorables para ponerla en escena. El aparato escénico ha sido poco después todo lo que se ha exigido al melodrama y á la comedia de magia, género de composiciones destinadas únicamente á divertir la vista, y cuya invención se remonta á una época poco lejana.
En medio de la decadencia de que se acusa sin razón y sin justicia á la literatura del siglo XIX, hay un género, sin embargo, al que es imposible negar la superioridad sobre los que le han precedido. Queremos hablar de la novela. Desde el principio del siglo, esta tendencia á la narración se hizo notar en las obras francesas, sino por la forma y por la naturaleza de ellas, al menos por el número y por el lugar que ocuparon en la literatura. Las mujeres fueron las primeras que recurrieron al desarrollo analítico que permite el ancho campo de la novela, Mad. de Genlis, Mad. de Flahaut―Souza y Mad. de Stael, ocuparon casi sin rivales el terreno novelesco. Esta última escribió también obras de crítica, de historia y de ideologia.
Chateaubriand, con su imaginación brillante y su talento ingenioso y poético, sobresalió en la descripción de las maravillas que ofrece el Nuevo Mundo. Célebre ya por la influencia moral que habia ejercido en el público el Genio del Cristianismo, pudo hacer aceptar el estraño colorido que dio á sus novelas Átala y René. Estos primeros pasos en el romanticismo naciente, tuvieron que sufrir amargas críticas, pero al cabo triunfó la elocuente poesía y la interesante descripción de las pasiones que desplegaba Chateaubriand en sus escritos. Aparecieron después los Natchez y luego los Mártires, demostración dramática de la tesis sostenida en el Genio del Cristianismo.
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