lunes, junio 16, 2008

Viage ilustrado (Pág. 249)

ber: la falta completa de método, de la que resalta como consecuencia natural una confusión que fatiga al lector, y cuyo escollo ha sabido evitar hábilmente Mignet. Algunas veces, por su demasiada honradez, Mr. Tissot peca de sobrado indulgente, y tanto, que llega á ser casi escéptico y tiende á la impunidad de los mas culpables desvíos. En último resultado, el libro de Mr. Tissot, á pesar de sus faltas, es uno de los mejores y mas instructivos, que existen.
Mr. de Lamartine, en su Historia de los girondinos, se ha mantenido en el límite que separa la poesía de la historia, haciendo escursiones según su fantasía por los dominios de la una y los de la otra. Ha compuesto un libro magnífico, si no una obra histórica regular.
Eligiendo para objeto de sus estudios una época del todo contemporánea, y por la misma razón mas difícil de tratar, Luis Blanc, en su Historia de los diez años, ha desentrañado profundamente los efectas de la revolución realizada en 1830, y ha desenvuelto las causas de los trastornos futuros.
Por último, ademas de estos nombres se pueden citar Enrique Martin y T. Lavallée. El primero, en efecto, ha sacado un .gran partido de las primeras fuentes originales y trabajos especiales que se han publicado sobre la historia, de Francia, y la obra del segundo ha obtenido un éxito completo y merecido.
Nos detenemos aquí, porque seria largo é impropio de esta obra el enumerar las obras que se han escrito en estos últimos tiempos. Cúmplenos, sin embargo, decir que si en los escritores franceses de otras edades se encuentra confusión de ideas, parcialidad y pasiones, la ciencia, por fortuna, en los últimos tiempos va perdiendo la mayor parte de estos defectos, alejándose de las exageraciones de las escuelas y de los partidos.
Las otras ciencias cuentan asimismo entre sus adeptos notables, escritores. Malte Brun (1775―1826) ha obrado en Francia una acertada revolución en los estudios geográficos. G. Cuvier (1769―1832) ha fundado una nueva ciencia sobre observaciones nuevas también. Es admirable por la claridad de sus consideraciones, por la habilidad con que las ha sabido concentrar en su obra, y por la luz que ha dado á la anatomía comparada, á la paleontología y á la geología. E. Geoffroy Saint-Hilaire (1772―1844) habia precedido á Cuvier en la carrera brillantemente recorrida por él y cuyas puertas le abrió. Han dejado sucesores, y las clases científicas del Instituto poseen sabios escritores, entre los que es necesario nombrar en primer lugar á Arago y Flourens.
La erudición no ha dejado tampoco de ejercitarse sobre las obras antiguas. Antes ya de 1800, Levesque (1736―1812) habia publicado su notable traducción de Tucídides. Larcher (1726―1812) su traducción de Herodoto, y Guéroult (1745―1821) sus trozos extractados de la Historia natural de Plinio. Dureau de la Malle (1742―1807) publicó sus versiones de Tácito y de Salustio. Dugas Montbel (1776―1834) la mejor traducción de Homero que han poseido los franceses. Mas adelante los trabajos de este género han sido mas numerosos y mas perfectos, á medida que la ciencia filológica ha hecho nuevos progresos. Entre los traductores de nuestros tiempos es preciso citar á Burnoy (1776―1844) que ha traducido á Tácito, Vanderbourg a Horacio, Naudel á Plauto, Artaut á Aristófanes, Sófocles y Eurípides, Barthelemy Saint Hilaire á Aristóteles, Coussin á Platón, Littré á Plinio é Hipócrates, C. Louandre á Tácito y otros.
Entre los mas atrevidos que han trabajado por traducir la poesía dé una lengua á otra, se deben nombrar Delille y Saint―Ange (1747―1810) que tradujo á Ovidio, Pongerville á Lucrecio, Barthelemy á Virgilio, Caussin de Perceval á Apolonio de Rodas.
En ninguna cosa tanto como en la poesía se echa de ver la falta de cualidades enérgicas y de actividad que caracteriza la literatura de la época del imperio. Todos los géneros de la poesía padecieron y se resintieron del movimiento inmenso que se realizaba en Europa y que arrastraba en su torrente las inteligencias mas firmes y las mas fuertes. Pero ninguna cosa perdió tanto como la imaginación, la fuerza de invención, cuya ausencia se advierte, y por eso los géneros de poesía, en los cuales semejantes cualidades son necesarias, son los que sufrieron mayor desventaja. Asi, entre los ensayos épicos que se intentaron, las obras que podemos citar no son obras originales, sino simples imitaciones, como Los poemas galos de Baour―Lormian (1772―1841), Los amores épicos de Parseval de Gradmaison (1759―1814), El Aquiles en Sciros de Lucas de Lancival (1766―1810), etc. La poesía lírica, mas feliz, ha tenido al menos un nombre célebre que trasmitir á la posteridad, y Lebrun-Ecoucchard (1729―1807) con un estudio bastante profundo en la lengua poética, con una armonía bien entendida, con estilo poético adquirido y con ese delirio cuidadosamente trabajado, que se llama desorden, no ha dejado de elevarse á cierta altura. Al lado de la oda, la epístola y la elegía daban un lustre general á los nombres célebres en los otros géneros de poesía, suficiente á mantener la celebridad de Parny y á hacer nacer la de Milleroye (1782―1816). Al mismo tiempo Legouvé (1764―1813) publicaba El mérito de las mugeres, Arnault (1766―1834) y Guenguení (1748—1815) componían sus fábulas; Andrieux (1759―1833) versificaba sus cuentos.
La poesía didáctica y descriptiva continuaba marchando con el mismo brillo por la senda que ella misma había abierto en el siglo precedente. Delille añadia á sus primeros poemas La piedad, La imaginación, Los tres reinos: Cartel (1758―1832), de Fontanes (1761―1821), Chenedollé (1769―1833), Campenon (1775―1843), Lalane (1772―1842), Gudin (1738―1812) describian á cual mejor. Y como si nada estuviera al abrigo de esta manía general, Berchoux (1769―1839), la hizo estensiva á los placeres gastronómicos y celebró en verso lo que habia sido magistralmente enseñado por la prosa amena de Brillat―Savarin (1754―1826).
El teatro, principal dominio de la imaginación, era el que marchaba con mas rápidos pasos á su decadencia y á su ruina. Después de José Chenier y de Lemercier, en quien la originalidad, unas veces sublime y otras ridícula, recordaba la fábula de Faetonte, la escuela trágica imperial no daba otras señales de vida que las de algunos imitadores pesados de los grandes maestros de la escena. Arnault, Raynouard (1761―1836), d'Avrigny (1760―1823) Lucio de Lanciral, Legonvé, Delrieu (1761―1836) Souy (1769―1846) no hicieron otra cosa que marchar sobre las huellas de los poetas que los habían precedido, y sus obras son con muy pocas escepciones el símbolo del fastidio y de la vulgaridad, de los cuales el mismo genio no habia podido librar las regularidades clásicas sino con mucho trabajo. .

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