da deja marcado en la superficie; un ropage encarnado se parece á una frambuesa despachurrada; su pasión inmoderada por los colores claros, aquel afán por suprimir las medias tintas y á debilitar las sombras, son causa de que sus obras carezcan del claro oscuro debido y no produzcan el efecto necesario. No obstante, esta regla general tiene algunas escepciones. Hay algunos que, cual arbolitos bravíos, llevan en el tronco ingerta una rama de genio que hará que florezca á su debido tiempo, asi como el escaramujo de fragantes rosas.
Fué preciso volver varias veces á la Galería Nacional, porque la primera visita fué muy de priesa; los viageros de la espedicíon no podían permanecer mucho tiempo en parte alguna.
—No hemos venido á Lóndres para ver cuadros, gritaba un golilla borgoñon, los tenemos en el Louvre.
—Cierto, añadió un español, siempre es un mismo género.
—Y ademas las salas todavía no están entarimadas.
Y volviéndose atrás tumultuosamente se decian:
—Estos ingleses no conocen las artes ¡qué lástima! ¡y qué diferencia tan grande entre Inglaterra, España y Francia! ¡No hay aqui un lienzo que valga ocho cuartos!
Ahora bien, la Galería Nacional de Londres es un diamante engastado en cobre.
Si esta colección es limitada, si este pais rico y floreciente no posee un museo sino de doce años á esta parte, es necesario atribuirlo enteramente á la fría austeridad de las costumbres de la nación. La revolución de 1648 cortó las alas á la musa inglesa que principiaba á remontar el vuelo impulsada por Cárlos I, amigo apasionado y ardiente de las artes. Enrique VIII é Isabel habian obrado en el mismo sentido, y la creencia religiosa no habia invadido todavía las costumbres de estos soberanos, educados entre el fausto y pompa del renacimiento. Cárlos I, gran compilador, habia enriquecido su palacio con una galería la mas preciosa de Europa. Cromwel la desbarató; hizo venderlo todo á un precio ínfimo, y los cuadros volvieron al continente en provecho del Louvre y de la galería de Orleans, que la revolución francesa hizo que volviesen otra vez á Lóndres para adornar las galerías de los particulares. Impulsado por la santa antipatía que le inspiraba todo cuanto podia recordar el fausto y pompas profanas de la iglesia romana, el sombrío Cromwel se esforzó en destruir todo lo que no pudo ser vendido; la Inglaterra vitupera amargamente aquel piadoso fanatismo. Mas de una vez me ha parecido la opinión pública apasionada hasta la injusticia, tocante a aquel poderoso genio que tan eficazmente contribuyó á la prosperidad material del pais. Las costumbres inglesas rígidas, frias, y dominadas por un racionalismo árido, son obra suya; esta beatería que tan vecina está de la hipocresía, esta austeridad esterior, esta íntima pasión por las formalidades y ceremonias, son propias del carácter inglés y se admira en sus usos; pero no tiene conmiseración con su modelo y su innovador: no perdona á Cromwel el haberlo hecho tal cual es. Esta tirria, este rencor es el último grito de la naturaleza, y el vago arrepentimiento de una libertad imaginaria de la que no ha conocido las delicias ni las aspiraciones.
Es interesante juzgar por comparación de la suerte que esperan después de dos siglos de posteridad los grandes innovadores revolucionarios. A fuerza de paciencia y perseverancia he logrado insinuarme atraerme la confianza de varios ingleses de distintas clases para indagar qué es lo que pensaban en cuanto á Cromwel; su prestigio ha desaparecido; este pueblo, mas libre que el francés y tan prendado de su indipendencia, no ve en el protector mas que al déspota sin pedestal. Cromwel, tal como lo pintó Bossuet, un retrato sorprendente que hiere la vista de los desprestigiados ingleses.
Por lo demás, esta nación dedicada toda á los intereses del momento, se ocupa muy poco de los recuerdos de los tiempos pasados. Allá bajo diez años trascurridos representan un siglo; tuvimos ocasión de adquirir la prueba. En la parte baja de Trafalgar―square, Eduardo I habia en otro tiempo mandado erigir una cruz de piedra á la memoria de la reina Leonor, la que dio el nombre de Charing―Cross á la calle y encrucijada. Después, sustituyendo á un Dios mártir un rey destinado al martirio, se colocó en aquel sitio la estatua ecuestre de Carlos I, la primera que se habiá visto en Inglaterra y había venido de Francia. Durante la guerra civil, el parlamento la vendió á un calderero con la obligación de que habia de fundirla. Este, como buen auverniano, la tuvo oculta previendo una mudanza de gobierno, y verificada esta, se la presentó á Carlos II. Al pie de este monumento restaurado y á vistas de White―Hall, es donde los heraldos proclaman el advenimiento de los reyes de Inglaterra. La elección del sitio para este acto encierra una lección muy amarga.
Desde allí comienza la calle del Parlamento, que conduce á Westminster, sepulcro de los monarcas que yendo á recibir la corona en la basílica misma en que han de ser sepultados, á la mitad del camino huellan la tierra que fué empapada con la sangre de su predecesor. Del antiguo palacio de White―Hall, devorado por el fuego de 1695, únicamente resta la sala de los festines, edificada por Jorge I, y cuyo cielo raso está decorado con una inmensa pintura de Rubens que representa la apoteosis de este príncipe. De una de las ventanas de este salón, trasformado en capilla protestante, es de donde se sujetó la armadura del cadalso de Carlos I. Éste edificio de perfecta simetría tiene siete ventanas que caen á la calle y otras siete que miran al jardín, y las dos fachadas son iguales. Uno de nuestros guias nos mostró la ventana histórica cuando atravesamos la calle; su compañero queria que fuese la del costado opuesto, y otro tercero señalaba la de la esquina, hipótesis evidentemente improbable. La ventana en cuestion es la segunda de la derecha, decia el uno; no, replicaba el otro, es la de la izquierda. Asi es que el pueblo inglés ignora el sitio en que terminó aquel trágico suceso. Estos recuerdos que tanto conmueven los ánimos romancescos y pensadores le son indiferentes. Yo he rodeado con mucha frecuencia este edificio buscando algún indicio ó razón convincente. Este es cuadrado, y el piso bajo, elevado á la altura de 10 ó 12 pies del suelo, esta superado por otro cuarto coronado con una cornisa que sostiene una galería construida de piedra; las ventanas del primero están decoradas con un cornisamento, y las del piso bajo con pequeños frontis de medio punto, alternados con otros triangulares. Las tres del centro están separadas por cuatro columnas dóricas voleadas, y las dos ventanas de cada estremo únicamente con pilastras del mismo orden. Los pisos están separados por un entablamento
Fué preciso volver varias veces á la Galería Nacional, porque la primera visita fué muy de priesa; los viageros de la espedicíon no podían permanecer mucho tiempo en parte alguna.
—No hemos venido á Lóndres para ver cuadros, gritaba un golilla borgoñon, los tenemos en el Louvre.
—Cierto, añadió un español, siempre es un mismo género.
—Y ademas las salas todavía no están entarimadas.
Y volviéndose atrás tumultuosamente se decian:
—Estos ingleses no conocen las artes ¡qué lástima! ¡y qué diferencia tan grande entre Inglaterra, España y Francia! ¡No hay aqui un lienzo que valga ocho cuartos!
Ahora bien, la Galería Nacional de Londres es un diamante engastado en cobre.
Si esta colección es limitada, si este pais rico y floreciente no posee un museo sino de doce años á esta parte, es necesario atribuirlo enteramente á la fría austeridad de las costumbres de la nación. La revolución de 1648 cortó las alas á la musa inglesa que principiaba á remontar el vuelo impulsada por Cárlos I, amigo apasionado y ardiente de las artes. Enrique VIII é Isabel habian obrado en el mismo sentido, y la creencia religiosa no habia invadido todavía las costumbres de estos soberanos, educados entre el fausto y pompa del renacimiento. Cárlos I, gran compilador, habia enriquecido su palacio con una galería la mas preciosa de Europa. Cromwel la desbarató; hizo venderlo todo á un precio ínfimo, y los cuadros volvieron al continente en provecho del Louvre y de la galería de Orleans, que la revolución francesa hizo que volviesen otra vez á Lóndres para adornar las galerías de los particulares. Impulsado por la santa antipatía que le inspiraba todo cuanto podia recordar el fausto y pompas profanas de la iglesia romana, el sombrío Cromwel se esforzó en destruir todo lo que no pudo ser vendido; la Inglaterra vitupera amargamente aquel piadoso fanatismo. Mas de una vez me ha parecido la opinión pública apasionada hasta la injusticia, tocante a aquel poderoso genio que tan eficazmente contribuyó á la prosperidad material del pais. Las costumbres inglesas rígidas, frias, y dominadas por un racionalismo árido, son obra suya; esta beatería que tan vecina está de la hipocresía, esta austeridad esterior, esta íntima pasión por las formalidades y ceremonias, son propias del carácter inglés y se admira en sus usos; pero no tiene conmiseración con su modelo y su innovador: no perdona á Cromwel el haberlo hecho tal cual es. Esta tirria, este rencor es el último grito de la naturaleza, y el vago arrepentimiento de una libertad imaginaria de la que no ha conocido las delicias ni las aspiraciones.
Es interesante juzgar por comparación de la suerte que esperan después de dos siglos de posteridad los grandes innovadores revolucionarios. A fuerza de paciencia y perseverancia he logrado insinuarme atraerme la confianza de varios ingleses de distintas clases para indagar qué es lo que pensaban en cuanto á Cromwel; su prestigio ha desaparecido; este pueblo, mas libre que el francés y tan prendado de su indipendencia, no ve en el protector mas que al déspota sin pedestal. Cromwel, tal como lo pintó Bossuet, un retrato sorprendente que hiere la vista de los desprestigiados ingleses.
Por lo demás, esta nación dedicada toda á los intereses del momento, se ocupa muy poco de los recuerdos de los tiempos pasados. Allá bajo diez años trascurridos representan un siglo; tuvimos ocasión de adquirir la prueba. En la parte baja de Trafalgar―square, Eduardo I habia en otro tiempo mandado erigir una cruz de piedra á la memoria de la reina Leonor, la que dio el nombre de Charing―Cross á la calle y encrucijada. Después, sustituyendo á un Dios mártir un rey destinado al martirio, se colocó en aquel sitio la estatua ecuestre de Carlos I, la primera que se habiá visto en Inglaterra y había venido de Francia. Durante la guerra civil, el parlamento la vendió á un calderero con la obligación de que habia de fundirla. Este, como buen auverniano, la tuvo oculta previendo una mudanza de gobierno, y verificada esta, se la presentó á Carlos II. Al pie de este monumento restaurado y á vistas de White―Hall, es donde los heraldos proclaman el advenimiento de los reyes de Inglaterra. La elección del sitio para este acto encierra una lección muy amarga.
Desde allí comienza la calle del Parlamento, que conduce á Westminster, sepulcro de los monarcas que yendo á recibir la corona en la basílica misma en que han de ser sepultados, á la mitad del camino huellan la tierra que fué empapada con la sangre de su predecesor. Del antiguo palacio de White―Hall, devorado por el fuego de 1695, únicamente resta la sala de los festines, edificada por Jorge I, y cuyo cielo raso está decorado con una inmensa pintura de Rubens que representa la apoteosis de este príncipe. De una de las ventanas de este salón, trasformado en capilla protestante, es de donde se sujetó la armadura del cadalso de Carlos I. Éste edificio de perfecta simetría tiene siete ventanas que caen á la calle y otras siete que miran al jardín, y las dos fachadas son iguales. Uno de nuestros guias nos mostró la ventana histórica cuando atravesamos la calle; su compañero queria que fuese la del costado opuesto, y otro tercero señalaba la de la esquina, hipótesis evidentemente improbable. La ventana en cuestion es la segunda de la derecha, decia el uno; no, replicaba el otro, es la de la izquierda. Asi es que el pueblo inglés ignora el sitio en que terminó aquel trágico suceso. Estos recuerdos que tanto conmueven los ánimos romancescos y pensadores le son indiferentes. Yo he rodeado con mucha frecuencia este edificio buscando algún indicio ó razón convincente. Este es cuadrado, y el piso bajo, elevado á la altura de 10 ó 12 pies del suelo, esta superado por otro cuarto coronado con una cornisa que sostiene una galería construida de piedra; las ventanas del primero están decoradas con un cornisamento, y las del piso bajo con pequeños frontis de medio punto, alternados con otros triangulares. Las tres del centro están separadas por cuatro columnas dóricas voleadas, y las dos ventanas de cada estremo únicamente con pilastras del mismo orden. Los pisos están separados por un entablamento
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