cuando por fin se ven las olas que se estrellan en la opuesta margen baja, sombría y desigual como los dientes de una sierra.
Empero de pronto reina por todas partes el movimiento y vida; el sol se eleva magestuosamente para despertar al Támesis, que yace dormido; sus dorados rayos desvanecen la bruma, apareciendo una bandada de blancas velas, que marcan la dirección y se alejan sobre las aguas, cual alciones que vuelan por, el espacio.
Entonces todo es animación en el buque; el puente se puebla de semblantes pálidos; los pasageros espedicionarios, recobrando su energía, se dividen en dos bandos; el uno que no cesa de hacer pregunta sobre pregunta; el otro que solo piensa en almorzar; el primero, que se compone de jóvenes turbulentos y nerviosos, no desmienten su temperamento en todo el curso del viage; los del segundo, apáticos y sensuales, solo cuidan de su persona y en pasarlo bien.
Mientras dura el susurro tumultuoso de estas gentes, sigamos atentamente el curso de este rio, de este vasto puerto de Inglaterra y del mundo comercial; mas aun han de trascurrir cinco ó seis horas antes de llegar á Londres.
Penetrar en esta inmensa metrópoli remontando la corriente, es gozar del espectáculo mas imponente y magnífico de que no puede formarse idea.
En efecto, el Támesis es el camino real mas estenso, mas frecuentado y concurrido que existe en el universo; es una carretera líquida indefinible, y sobre todo poco definida. El Támesis no es un rio, ni en ningún punto de su curso se asemeja á los otros; desde su nacimiento hasta llegar á Londres es un riachuelo que serpentea y juguetea por los prados, derramando á través de los sombríos parques el frescor y las delicias; en Lóndres es un malecón, que sirve de escala y depósito de géneros, porque las casas de la orilla se han edificado sobre el mismo légamo, y se comunican directamente con los navios. Entre estos malecones de fango y agua hay una ancha y estensa calle atestada de gente y ómnibus, que son unos barcos ó góndolas de vapor, pues la calle es el mismo rio.
Desde Lóndres á Gravesend, ciudad situada seis leguas mas abajo de la capital, el Támesis es ya un puerto en donde se ven, alineados en fila, centenares de buques de todas las naciones del mundo; desde aquel punto es ya un brazo de mar. Otro tanto puede decirse desde la Mancha á la metrópoli, en donde la marea señala todavía de 10 á 12 pies; las crecidas del rio no alteran en manera alguna el nivel de este profundo golfo.
Frente á Gravesend es donde se empieza á esperimentar la indefinible y estraña impresión que causa en el ánimo la perspectiva de la Inglaterra; á la derecha el literal del condado de Essex, bajo, árido y oscuro; allí el Támesis se tiñe de color de plomo: á la izquierda, la ciudad de Gravesend aparece descolorida y lúgubre, aunque con cierta coquetería. Alli fué donde observé la primera muestra de la caprichosa y ridicula arquitectura del pais; los baños de Clifron son rigorosamente góticos, y cada ojiva está coronada con un minarete á lo turco. Al paso que la tierra está desierta y solitaria, en el canal todo es animación, circulación y trabajo: empero la uniforme calma con que se cruzan las embarcaciones, la reunión inesplicable de tantas gentes estrañas, que no se conocen ni aun se miran, unidas por casualidad, aisladas por interés; su continuo trabajo, aunque pausado, todos estos detalles halagan y hielan á la vez los sentidos; al ver tanto movimiento y tanto silencio, se cree penetrar en medio del dia en la región de las sombras; aun el sol mismo, velado con un blanco sudario, no proyecta sobre estos fantásticos seres mas que el pálido espectro de sus rayos. En los campos se observa poca cultura, y en todas partes crecen altos árboles de un verde oscuro, encajonados en verdes balingrines alfombrados de menuda yerba.
Cuanto mas se avanza mas se multiplican las embarcaciones, y la fluida campiña no tarda en verse invadida por navios de todos portes, porque el Támesis da mil vueltas corriendo ya á la derecha ya á la izquierda, y á la parte de allá de sus llanas márgenes que ocultan sus sinuosidades, se ven circular las chimeneas de los Steam―boats, y las tendidas velas de los bricks de tres palos que juguetean con el viento, mezcladas con los robles, los tilos y las encinas; la tierra y el agua vuelven á unir la madera de los bosques.
Entretenido de esta manera, llega el espedicionario á Woolwich, ciudad enteramente militar y marina, con su arsenal, una fábrica de fundición de cañones, un cuartel ó caserna, un parque de artillería, escuela militar y vastas atarazanas. Saint―Cyr, Metz y Tolón, reunidos, podrán dar una incompleta idea de lo que es Woolwidh, que sostiene seiscientos presidarios (galeotes), en pontones harto conocidos de los antiguos marinos franceses.
Al pasar por delante de esta población consagrada á los trabajos de guerra, se concibe sin dificultad que la Gran Bretaña no tiene ni la aptitud ni las inclinaciones militares; atestada de soldados de todas armas, tiene todo el aspecto de una gran ferrería; por todas partes se ven operarios y obreros trabajando dentro del fango sobre el agua, y se equivocaría Woolwich con una ciudad manufacturera como Saint―Ettiene ó Birminghan, á no ser porque sé vislumbraban de vez en cuando dos ó tres centinelas con su casaca encarnada y sus largos fusiles, que jamás han de emplear. Alli todo se sacrifica á la utilidad y al trabajo, y todo el mundo se ocupa en alguna cosa. Frente á esta racional colmena y sobre la otra ribera llana y solitaria, se elevan diez ó doce casitas á medio construir, de estilo gótico, con sus fachadas que rematan en punta y sus ojivas. Puede asegurarse que antes que termine el año habrá ya cuatrocientas. Se forman muchas compañías con la idea de proporcionar alojamiento á los obreros, idea mas política que caritativa, porque la propiedad de cada uno de estos edificios representa un impuesto de 20 libras, é improvisando por este medio cuatrocientos propietarios artesanos, dan á un partido un número igual de electores; asi es que se funda una ciudad en obsequio de un candidato para la cámara de los Comunes.
Dejando á Woolwich se descubre en lontananza un poco sobre la izquierda las cúpulas gemelas de Greenwich, y es preciso dar un rodeo de dos leguas alrededor de ellas antes de llegar á Londres. Las nueve millas que quedan por andar antes de llegar á Gustam―Nouse se superan con rapidez.
El espectáculo que se presenta tiene tantos atractivos y la imaginación recibe tan fuertes impresiones, que las horas pasan sin sentir: el movimiento y la vida se apoderan por fin de la margen izquierda del Támesis hasta entonces desierta, las barrancas, las
Empero de pronto reina por todas partes el movimiento y vida; el sol se eleva magestuosamente para despertar al Támesis, que yace dormido; sus dorados rayos desvanecen la bruma, apareciendo una bandada de blancas velas, que marcan la dirección y se alejan sobre las aguas, cual alciones que vuelan por, el espacio.
Entonces todo es animación en el buque; el puente se puebla de semblantes pálidos; los pasageros espedicionarios, recobrando su energía, se dividen en dos bandos; el uno que no cesa de hacer pregunta sobre pregunta; el otro que solo piensa en almorzar; el primero, que se compone de jóvenes turbulentos y nerviosos, no desmienten su temperamento en todo el curso del viage; los del segundo, apáticos y sensuales, solo cuidan de su persona y en pasarlo bien.
Mientras dura el susurro tumultuoso de estas gentes, sigamos atentamente el curso de este rio, de este vasto puerto de Inglaterra y del mundo comercial; mas aun han de trascurrir cinco ó seis horas antes de llegar á Londres.
Penetrar en esta inmensa metrópoli remontando la corriente, es gozar del espectáculo mas imponente y magnífico de que no puede formarse idea.
En efecto, el Támesis es el camino real mas estenso, mas frecuentado y concurrido que existe en el universo; es una carretera líquida indefinible, y sobre todo poco definida. El Támesis no es un rio, ni en ningún punto de su curso se asemeja á los otros; desde su nacimiento hasta llegar á Londres es un riachuelo que serpentea y juguetea por los prados, derramando á través de los sombríos parques el frescor y las delicias; en Lóndres es un malecón, que sirve de escala y depósito de géneros, porque las casas de la orilla se han edificado sobre el mismo légamo, y se comunican directamente con los navios. Entre estos malecones de fango y agua hay una ancha y estensa calle atestada de gente y ómnibus, que son unos barcos ó góndolas de vapor, pues la calle es el mismo rio.
Desde Lóndres á Gravesend, ciudad situada seis leguas mas abajo de la capital, el Támesis es ya un puerto en donde se ven, alineados en fila, centenares de buques de todas las naciones del mundo; desde aquel punto es ya un brazo de mar. Otro tanto puede decirse desde la Mancha á la metrópoli, en donde la marea señala todavía de 10 á 12 pies; las crecidas del rio no alteran en manera alguna el nivel de este profundo golfo.
Frente á Gravesend es donde se empieza á esperimentar la indefinible y estraña impresión que causa en el ánimo la perspectiva de la Inglaterra; á la derecha el literal del condado de Essex, bajo, árido y oscuro; allí el Támesis se tiñe de color de plomo: á la izquierda, la ciudad de Gravesend aparece descolorida y lúgubre, aunque con cierta coquetería. Alli fué donde observé la primera muestra de la caprichosa y ridicula arquitectura del pais; los baños de Clifron son rigorosamente góticos, y cada ojiva está coronada con un minarete á lo turco. Al paso que la tierra está desierta y solitaria, en el canal todo es animación, circulación y trabajo: empero la uniforme calma con que se cruzan las embarcaciones, la reunión inesplicable de tantas gentes estrañas, que no se conocen ni aun se miran, unidas por casualidad, aisladas por interés; su continuo trabajo, aunque pausado, todos estos detalles halagan y hielan á la vez los sentidos; al ver tanto movimiento y tanto silencio, se cree penetrar en medio del dia en la región de las sombras; aun el sol mismo, velado con un blanco sudario, no proyecta sobre estos fantásticos seres mas que el pálido espectro de sus rayos. En los campos se observa poca cultura, y en todas partes crecen altos árboles de un verde oscuro, encajonados en verdes balingrines alfombrados de menuda yerba.
Cuanto mas se avanza mas se multiplican las embarcaciones, y la fluida campiña no tarda en verse invadida por navios de todos portes, porque el Támesis da mil vueltas corriendo ya á la derecha ya á la izquierda, y á la parte de allá de sus llanas márgenes que ocultan sus sinuosidades, se ven circular las chimeneas de los Steam―boats, y las tendidas velas de los bricks de tres palos que juguetean con el viento, mezcladas con los robles, los tilos y las encinas; la tierra y el agua vuelven á unir la madera de los bosques.
Entretenido de esta manera, llega el espedicionario á Woolwich, ciudad enteramente militar y marina, con su arsenal, una fábrica de fundición de cañones, un cuartel ó caserna, un parque de artillería, escuela militar y vastas atarazanas. Saint―Cyr, Metz y Tolón, reunidos, podrán dar una incompleta idea de lo que es Woolwidh, que sostiene seiscientos presidarios (galeotes), en pontones harto conocidos de los antiguos marinos franceses.
Al pasar por delante de esta población consagrada á los trabajos de guerra, se concibe sin dificultad que la Gran Bretaña no tiene ni la aptitud ni las inclinaciones militares; atestada de soldados de todas armas, tiene todo el aspecto de una gran ferrería; por todas partes se ven operarios y obreros trabajando dentro del fango sobre el agua, y se equivocaría Woolwich con una ciudad manufacturera como Saint―Ettiene ó Birminghan, á no ser porque sé vislumbraban de vez en cuando dos ó tres centinelas con su casaca encarnada y sus largos fusiles, que jamás han de emplear. Alli todo se sacrifica á la utilidad y al trabajo, y todo el mundo se ocupa en alguna cosa. Frente á esta racional colmena y sobre la otra ribera llana y solitaria, se elevan diez ó doce casitas á medio construir, de estilo gótico, con sus fachadas que rematan en punta y sus ojivas. Puede asegurarse que antes que termine el año habrá ya cuatrocientas. Se forman muchas compañías con la idea de proporcionar alojamiento á los obreros, idea mas política que caritativa, porque la propiedad de cada uno de estos edificios representa un impuesto de 20 libras, é improvisando por este medio cuatrocientos propietarios artesanos, dan á un partido un número igual de electores; asi es que se funda una ciudad en obsequio de un candidato para la cámara de los Comunes.
Dejando á Woolwich se descubre en lontananza un poco sobre la izquierda las cúpulas gemelas de Greenwich, y es preciso dar un rodeo de dos leguas alrededor de ellas antes de llegar á Londres. Las nueve millas que quedan por andar antes de llegar á Gustam―Nouse se superan con rapidez.
El espectáculo que se presenta tiene tantos atractivos y la imaginación recibe tan fuertes impresiones, que las horas pasan sin sentir: el movimiento y la vida se apoderan por fin de la margen izquierda del Támesis hasta entonces desierta, las barrancas, las
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