martes, noviembre 11, 2008

Viage ilustrado (Päg. 303)

fábricas, las obras de albañilería diseminadas por todas partes, preparan al viagero el sorprendente espectáculo de la gran ciudad que va á presentarse a su derecha sobre aquella orilla defendida por largos rosarios de navios.
Ya vagan los watermane, barcos de vapor atestados de gente, descomunales ómnibus marítimos que en número de cuatrocientos hacen el servicio en el litoral. Se les ve deslizar rozando los costados y mezclados con los cachamarines, los briks, los navios de
tres palos de la compañía de Indias, y los bastimentos de toda clase, entre los cuales bulle y revolotea una nube de botecillos. Las riberas cubiertas de gente y de tallerres, aparecen mudas y tranquilas mientras que el bullicio y la vida se agitan sobre las aguas
que parece arrastran y reúnen en su superficie una ciudad populosa.
Es cerca de la hora del medio día: el sol platea con sus rayos los vapores del carbón que empaña el azul del cielo: los navios ordenados en filas a través de este vasto baluarte líquido, dejan percibir entre los claros de un bosque de mástiles, un mundo de almacenes, tabernas, tiendas de comestibles y manufacturas: y crugias coronadas con elevadas chimeneas de ladrillo atestadas de arboladuras de gigantescas proporciones: allí todo es actividad y trabajo: el agua agitada y batida sin cesar, forma abundante espuma; el cieno sube á la superficie, y las olas rizadas azotan las orillas como impelidas por una continua tempestad.
A medida que se avanza, éste estraño drama camina progresivamente á su peripecia: todos los viageros se maravillan de que el buque siga destilando por tan legítimo canal tan atestado de bastimentos que la vista tropieza por todas partes contra murallas de navios.
Después de haber rebasado á Greenwicch se aumenta la admiración, y parece haber llegado á colmo, pero lejos de eso se triplica cuando se entra en Lóndres: ve desarrollarse ante su vista aquel monstruoso Babel, centro del comercio de ambos mundos, con sus doscientas mil chimeneas, obeliscos que vomitan llamas de humo: sus cimbanillos puntiagudos y cincelados que se encuentran por centenas, y sus grandes casas de ladrillo ennegrecido cubiertas con tejas encarnadas, gradas colosales que sirven de zócalo a la basílica y cúpula de San Pablo, modelo del Panteón de París. .
Lóndres no tiene baluartes: el Támesis baña las casas edificadas en sus orillas, y se abren para dar paso á los cargamentos de toda clase: destinadas para diferentes usos, no guardan simetría en su distribución, pero todas están flanqueadas con empalizadas, pontones y erizadas de grúas y cabrias para levantar los pesados fardos.
Los edificios no están alineados ni hay el menor orden en este cuartel marítimo, en donde hay espacios para pescar, callejuelas inmundas en la alta marea, y poco después terrenos en que de trecho en trecho se elevan algunos árboles raquíticos y desmedrados. La orilla derecha está dedicada esclusivamente á la industria: es un arrabal monstruo poblado de obreros, casucas bajas y sin orden envueltas de continuo en una nube de espeso humo que arrojan sus chimeneas. La primera planta de la orilla izquierda, ofrece con corta diferencia un aspecto análogo, aunque con la ventaja de que entre este arrabal y los lejanos edificios de la gran ciudad se perciben millares de mástiles, cables, jarcias y navios agrupados que hacen sospechar si es ó no otro brazo del Támesis que invade á la capital. Son sus docks conchas pertenecientes á Lóndres y Santa Catalina y á la compañía de Indias: millares de navios surcan estos canales que siguen la dirección de la corriente del rio.
Como la orilla no está limitada con baluartes ó malecones, presenta una irregularidad muy ventajosa para el desembarco, y es tanta la afluencia, tanta la actividad y movimiento que esta facilidad comunica al litoral que hiere vivamente el ánimo de los franceses envanecidos con los suyos; empero el magestuoso y profundo Támesis no los necesita: es tan ancho que puede sostener una escuadra y soportar buques de vapor y vela tan numerosos como coches ruedan por la calle de Alcalá, en Madrid, un dia de toros.
Sorprende ver pasar los navios libremente por entre las casas, y el ánimo se complace al considerar el atractivo que inspira una vida tan laboriosa. Cuando el espedicionario se encuentra en medio de este puerto entre algunos millares de hombres tan activos é industriosos, se cree trasportado á una ciudad oriental piensa vagamente en Tiro, en Cartago, en las orillas del Ganges, en los villorrios holandeses, y en las caprichosas y poco conocidas ciudades de la China. Empero un triste pensamiento asalta y se mezcla con la admiración que inspiran estas escenas. Se ha visto el Támesis solitario en su embocadura irse poblando poco á poco, decorarse sus orillas con edificios y fábricas, nacer la agitación, crecer y aumentar la población hasta el estremo de embarazarse y tropezarse las gentes. No parece sino que desde un desierto se ha llegado en pocas horas al centro del mundo y al emporio del universo. Este espectáculo tan variado é imponente se ve, se toca, se está en la misma escena, nada es mas real y verdadero, y sin embargo, se duda de la realidad: todo cuanto veis os deja melancólico y pensativo, la idea del aislamiento en que os halláis en medio de tanto gentío, os oprime el corazón; entre el sin número de navios que hacen espumear las ondas y que presentan á nuestras miradas sus puentes atestados de hombres, de mugeres elegantes, de obreros, aldeanos y gentes de todas las clases edades y condiciones, se reconoce la actividad, el movimiento, y se concibe este drama como si fuese en sueños, como en la fantástica presentación de una decoración animada.
En fin, se cae en la cuenta, se conoce lo que falla para que todo cuanto se ve sea real y verdadero: es... ¡el ruido, las voces! La vida del Támesis es una pantomima: en ningún semblante asoma la risa, los labios están mudos: ni una sola voz ni una sola palabra, todo individuo permanece aislado; el artesano no canta, los transeúntes que pasan y vuelven á pasar miran sin curiosidad y no despegan los labios.
El inglés se ha creado un idioma apropiado á sus plácidas costumbres y á sus gustos silenciosos, su lenguaje es un murmullo, un rumor interpolado con suaves silbidos, apenas articulada una sílaba se desliza de los labios, y cuando se quiere asociar á la emisión de la palabra, la acción de la garganta ó pecho para alzar la voz, la fisonomía de esta se altera haciéndolas poco ó nada inteligibles, siendo únicamente con la condición de que se pronuncien indistintamente: si se grita, entonces salen broncas, desagradables al oido como el canto con que las ranas hacen resonar el eco de las lagunas. En Londres cada uno habla consigo

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