Cada dia se formaban nuevas juntas; se multiplicaban las consultas á los consejos; se proponían proyectos á cual mas descabellados, y era tal la desconfianza de los pueblos, que, como dice el escritor últimamente citado, «se llegó á proponer formalmente al infortunado monarca que se encargase temporalmente al clero la recaudación, y á las iglesias de Toledo, Málaga y Sevilla la administracion de varios ramos de hacienda, marina y guerra.»
En tal situación se entregó la España á la dinastía de los Borbones, y aunque es cierto que las circunstancias del advenimiento al trono de Felipe V, después de una guerra de sucesión, no eran las mas favorables para realizar grandes mejoras, ni entablar la reparación general de males tan inveterados, no hay duda que ya desde entonces empezó á sentirse una gran mudanza en el estado social del pais, y un principio de desarrollo en todos los ramos productivos. A pesar de la Inquisición y del espíritu de recelo y desconfianza que habia inoculado en la nación el tétrico reinado de Felipe II, las luces que habian brotado en Francia en tiempo de Luis XIV, fueron penetrando en nuestro pais, abriendo al genio de sus habitantes el campo del examen y de la especulación, y ampliando sus ideas sobre todo lo que hermosea a vida del hombre. Las frecuentes comunicaciones con la patria del nuevo rey dieron á conocer un estado social mas culto y mas próspero que el nuestro, y ya á fines del siglo XVIII no puede negarse que habíamos adelantado considerablemente en el ramo fundamental de la ventura pública, que es la población, pues la nuestra tomaba notables ensanches, como lo prueban los censos de 1769, 1787 y 1797. Los envíos de plata y oro de nuestras colonias del Nuevo Mundo llegaron á ser mas frecuentes y mas copiosos que en los reinados anteriores, porque aquellas posesiones, lejos de resentirse de las calamidades de la metrópoli, habian crecido en riqueza y en industria, merced á la sabiduría de nuestra legislación colonial, á la suavidad del régimen administrativo y á la prudencia y sensatez de la mayor parte de los vireyes. Asi es que se habian estendido considerablemente el trabajo de las minas y el cultivo del cacao, azúcar, añil, cochinilla y vainilla, que las naciones europeas, cada dia mas necesitadas de su consumo, solo podían recibir de nuestras manos. Esos tesoros no se invertían ya, como habían hecho Carlos I y Felipe II en guerras estrangeras, en someter pueblos lejanos, en combatir partidos políticos en naciones vecinas, sino que fundaban nuestro comercio y nuestra agricultura. Los Borbones, ademas, llamaron á sus consejos y confiaron la dirección de los negocios públicos á hombres de un mérito eminente, de acreditado patriotismo y deseosos de sacar á la nación del letargo en que había yacido. Tales fueron Macanaz, Patino, Ensenada, Aranda, Campomanes, Galvez, Jovellanos y otros que ellos formaron, y que conservaron sus doctrinas y sus tradiciones. El reglamento de comercio de 1778 fué un golpe mortal dado al monopolio, y vivificó de un modo admirable el tráfico con las colonias. La reacción se sintió en toda la península. Cádiz llegó á ser uno de los emporios mas concurridos y mas opulentos de Europa. A los pocos años tomaron gran incremento las fábricas, especialmente las de lana y seda. Los paños de Brihuega, Segovia, San Fernando y Guadalajara, se repartían en Cádiz á prorata de los pedidos, porque no bastaban sus telares á satisfacer las demandas de los mercados. Con respecto á los tejidos de seda de Granada, Valencia y Málaga, era tal la esportacion y tal el consumo que de ellos se hacia en nuestras colonias de las Antillas y Tierra Firme, que había en Cádiz negociantes muy fuertes, cuyas funciones se reducían á ser meros comisionistas para el recibo y venta de aquellas mercancías. Por último, estaba dado el impulso, y cuando se interrumpían sus efectos por algún gran suceso, como la guerra contra la invasion francesa, terminada la crisis, volvia la nación á recobrar su energía y se entregaba con mayor ardor á nuevas empresas. Es cierto que todos estos adelantos son relativos al atraso anterior, y que no admite comparación lo que era la nación española con lo que podía haber sido, especialmente en los reinados de Carlos III y Carlos IV. Para esto basta poner en paralelo su riqueza pública y el estado en todas sus industrias en aquellas épocas, con la situación floreciente en que se habian colocado otras naciones á que llevábamos tantas ventajas en punto á territorio, población y recursos naturales, como Genova, Holanda, Escocia y Piamonte. Por desgracia, luchábamos con dos inconvenientes que todavía no hemos acabado de sobrepujar, á saber: el espíritu de rutina que ha predominado siempre en la organización y manejo de la hacienda pública, y las ideas erradas que han abrigado constantemente nuestros economistas en punto á libertad de comercio. En el primer ramo, se ha creido en España, particularmente desde el reinado de Felipe V, que los intereses del tesoro requieren una innumerable muchedumbre de oficinas y empleados; se ha creido que con multiplicar espedientes, informes y otras ritualidades, se consigue mayor exactitud y honradez en el servicio público; se ha creído que las contribuciones deben recaer sobre la riqueza, donde quiera que se encuentre y cualquiera que sea su índole y su composición; se ha creido, finalmente, que no hay mas regla para la recta imposición de las contribuciones que las necesidades del tesoro, prescindiendo de las capacidades de los contribuyentes. Y en cuanto á la legislación comercial, no han sido menos erróneos los principios que siempre han servido de norma á nuestros aranceles, reglamentos y prácticas aduaneras. En ninguna nación de Europa ha echado mas profundas raices que en la nuestra el sistema prohibitivo. Fundados en la funesta idea de que la verdadera riqueza es el dinero, y en la mezquina preocupación de que los estrangeros no vienen á comerciar con España sino para despojarla de su circulación metálica, nuestros legisladores no se han propuesto otro fin que el de alejar de nuestras playas y fronteras todo tráfico con las naciones, que mucho mas que nuestro dinero, aprecian las producciones naturales de nuestro fértil territorio, y que en cambio de ellas nos traen las mercancías de que carecemos, y á cuya elaboración no podemos dedicarnos sin distraer los capitales de los puntos á que las condiciones originales del pais los convidan, y sin abrir la puerta al fraude y á la importación clandestina. Por fortuna la ciencia económica ha puesto tan en claro los beneficios de la libertad del tráfico, y con tan irresistibles argumentos han demostrado sus ventajas Smith, Mac Culoch, Say, Cobden, Bossi, Blanchi, Faucher, Bastiat, Chevalier, Febrer, Florez Estrada, Marliani,y, en una palabra, todos los mas distinguidos economistas de nuestra época, que nuestras preocupaciones no han podido resistir al peso de tan convincentes raciocinios
En tal situación se entregó la España á la dinastía de los Borbones, y aunque es cierto que las circunstancias del advenimiento al trono de Felipe V, después de una guerra de sucesión, no eran las mas favorables para realizar grandes mejoras, ni entablar la reparación general de males tan inveterados, no hay duda que ya desde entonces empezó á sentirse una gran mudanza en el estado social del pais, y un principio de desarrollo en todos los ramos productivos. A pesar de la Inquisición y del espíritu de recelo y desconfianza que habia inoculado en la nación el tétrico reinado de Felipe II, las luces que habian brotado en Francia en tiempo de Luis XIV, fueron penetrando en nuestro pais, abriendo al genio de sus habitantes el campo del examen y de la especulación, y ampliando sus ideas sobre todo lo que hermosea a vida del hombre. Las frecuentes comunicaciones con la patria del nuevo rey dieron á conocer un estado social mas culto y mas próspero que el nuestro, y ya á fines del siglo XVIII no puede negarse que habíamos adelantado considerablemente en el ramo fundamental de la ventura pública, que es la población, pues la nuestra tomaba notables ensanches, como lo prueban los censos de 1769, 1787 y 1797. Los envíos de plata y oro de nuestras colonias del Nuevo Mundo llegaron á ser mas frecuentes y mas copiosos que en los reinados anteriores, porque aquellas posesiones, lejos de resentirse de las calamidades de la metrópoli, habian crecido en riqueza y en industria, merced á la sabiduría de nuestra legislación colonial, á la suavidad del régimen administrativo y á la prudencia y sensatez de la mayor parte de los vireyes. Asi es que se habian estendido considerablemente el trabajo de las minas y el cultivo del cacao, azúcar, añil, cochinilla y vainilla, que las naciones europeas, cada dia mas necesitadas de su consumo, solo podían recibir de nuestras manos. Esos tesoros no se invertían ya, como habían hecho Carlos I y Felipe II en guerras estrangeras, en someter pueblos lejanos, en combatir partidos políticos en naciones vecinas, sino que fundaban nuestro comercio y nuestra agricultura. Los Borbones, ademas, llamaron á sus consejos y confiaron la dirección de los negocios públicos á hombres de un mérito eminente, de acreditado patriotismo y deseosos de sacar á la nación del letargo en que había yacido. Tales fueron Macanaz, Patino, Ensenada, Aranda, Campomanes, Galvez, Jovellanos y otros que ellos formaron, y que conservaron sus doctrinas y sus tradiciones. El reglamento de comercio de 1778 fué un golpe mortal dado al monopolio, y vivificó de un modo admirable el tráfico con las colonias. La reacción se sintió en toda la península. Cádiz llegó á ser uno de los emporios mas concurridos y mas opulentos de Europa. A los pocos años tomaron gran incremento las fábricas, especialmente las de lana y seda. Los paños de Brihuega, Segovia, San Fernando y Guadalajara, se repartían en Cádiz á prorata de los pedidos, porque no bastaban sus telares á satisfacer las demandas de los mercados. Con respecto á los tejidos de seda de Granada, Valencia y Málaga, era tal la esportacion y tal el consumo que de ellos se hacia en nuestras colonias de las Antillas y Tierra Firme, que había en Cádiz negociantes muy fuertes, cuyas funciones se reducían á ser meros comisionistas para el recibo y venta de aquellas mercancías. Por último, estaba dado el impulso, y cuando se interrumpían sus efectos por algún gran suceso, como la guerra contra la invasion francesa, terminada la crisis, volvia la nación á recobrar su energía y se entregaba con mayor ardor á nuevas empresas. Es cierto que todos estos adelantos son relativos al atraso anterior, y que no admite comparación lo que era la nación española con lo que podía haber sido, especialmente en los reinados de Carlos III y Carlos IV. Para esto basta poner en paralelo su riqueza pública y el estado en todas sus industrias en aquellas épocas, con la situación floreciente en que se habian colocado otras naciones á que llevábamos tantas ventajas en punto á territorio, población y recursos naturales, como Genova, Holanda, Escocia y Piamonte. Por desgracia, luchábamos con dos inconvenientes que todavía no hemos acabado de sobrepujar, á saber: el espíritu de rutina que ha predominado siempre en la organización y manejo de la hacienda pública, y las ideas erradas que han abrigado constantemente nuestros economistas en punto á libertad de comercio. En el primer ramo, se ha creido en España, particularmente desde el reinado de Felipe V, que los intereses del tesoro requieren una innumerable muchedumbre de oficinas y empleados; se ha creido que con multiplicar espedientes, informes y otras ritualidades, se consigue mayor exactitud y honradez en el servicio público; se ha creído que las contribuciones deben recaer sobre la riqueza, donde quiera que se encuentre y cualquiera que sea su índole y su composición; se ha creido, finalmente, que no hay mas regla para la recta imposición de las contribuciones que las necesidades del tesoro, prescindiendo de las capacidades de los contribuyentes. Y en cuanto á la legislación comercial, no han sido menos erróneos los principios que siempre han servido de norma á nuestros aranceles, reglamentos y prácticas aduaneras. En ninguna nación de Europa ha echado mas profundas raices que en la nuestra el sistema prohibitivo. Fundados en la funesta idea de que la verdadera riqueza es el dinero, y en la mezquina preocupación de que los estrangeros no vienen á comerciar con España sino para despojarla de su circulación metálica, nuestros legisladores no se han propuesto otro fin que el de alejar de nuestras playas y fronteras todo tráfico con las naciones, que mucho mas que nuestro dinero, aprecian las producciones naturales de nuestro fértil territorio, y que en cambio de ellas nos traen las mercancías de que carecemos, y á cuya elaboración no podemos dedicarnos sin distraer los capitales de los puntos á que las condiciones originales del pais los convidan, y sin abrir la puerta al fraude y á la importación clandestina. Por fortuna la ciencia económica ha puesto tan en claro los beneficios de la libertad del tráfico, y con tan irresistibles argumentos han demostrado sus ventajas Smith, Mac Culoch, Say, Cobden, Bossi, Blanchi, Faucher, Bastiat, Chevalier, Febrer, Florez Estrada, Marliani,y, en una palabra, todos los mas distinguidos economistas de nuestra época, que nuestras preocupaciones no han podido resistir al peso de tan convincentes raciocinios
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