ras de los caballos, los bonetes, verdugadas, chapines, tintes y curtidos. Por estos medios era imposible que prosperase el trabajo útil: lo que si progresaba era la industria de los metedores, que asi se llamaban entonces los contrabandistas, y no fué por falta de penas rigorosas; pues este delito ha sido siempre tratado ab irato por nuestros legisladores, formando esta severidad un singular contraste con la indulgencia que en los agentes inferiores ha solido encontrar. Viendo los reyes católicos que «nada se había adelantado para impedir la entrada ó salida de mercaderías prohibidas, con condenar á infamia á los jueces prevaricadores, ni con mandar visitar cada año á los jueces de puertas, porque aun mayor necesidad tenían de visitador los visitadores que los jueces, discurrieron un arbitrio ingenioso, y fué alentar á los denunciadores, de modo que aunque uno hubiese sido cómplice en entrar ó sacar algo vedado en el reino, solo con denunciarlo quedaba libre del delito y llevaba parte del provecho.» El resultado fué, que los contrabandistas, mas pundonorosos y menos inmorales que el gobierno, querían todos ser en quebrantar las leyes, padeciéndoles ganancia mas corriente y mas segura quedar bien quistos. A petición de las cortes de Valladolid en 1523, se mandó y repitió, en 1552 y 1607, que ningún estrangero pudiese tratar con Indias por sí, ni por interpósita persona, ni tener compañía con persona que trate en ellas, so pena de perdimiento de todos sus bienes. A pesar de esto, Moncada asegura que los estrangeros negociaban en España de seis partes las cinco de cuanto se negociaba en ellas, y en las Indias de diez partes las nueve. Por la pragmática de 23 de setiembre de 1628, declaró Felipe IV reos de lesa magestad «á los que introdujesen, ó recibiesen, ó ayudasen á la entrada de moneda de vellón, ó la receptasen, mandando que, como tales, fuesen condenados á muerte de fuego y perdimiento de todos sus bienes desde el dia del delito, y perdimiento también del navio, vaso ó recua en que viniese ó oviese entrado dicha moneda, aunque oviese entrado sin noticia del dueño del navio, vaso ó recua.» La consecuencia de esta singular medida, fué como dice Vadillo, que la plata y el oro fueron los dos únicos vasallos desterrados en España, sirviéndose de ellas los estraños, los cuales dejaban en su lugar cuartos falsos y otras monedas inútiles. ¿Qué estraño debe parecemos, después de tanto desacierto que Felipe III dijese en 1600 á las cortes que «no hallaba cosa con que atender al sustento de su persona y dignidad real, pues solo habia heredado el nombre de rey y los cargos y obligaciones?» ¿Qué estraño que en tiempo de Carlos II se llegase hasta el estremo de faltar en palacio la botica, y hallarse una noche la reina en apuro para cenar?
El sistema de hacienda bajo la dinastía austriaca, fué el modelo del caos. No bastando la conversion de los antiguos servicios en servicio ordinario, se decretó el estraordinario de 150.000,000 de maravedises, que se pagaba cada tres años. En 1590 se hizo la primera concesión llamada de Millones, que consistió en 11.000,000 de ducados. La segunda fué en 1597. La tercera en 1600, y consistió en 16.000,000, repartidos en seis años. La cuarta en 1608, fué de17.000,000, y en el mismo año concedieron las cortes otros 12.000,000 de ducados, que se repartieron entre los pueblos, tomándolos á censo sobre los caudales de los propios. Los servicios de millones se prorogaban de seis en seis años, según apremiaba la penuria del erario, hasta quedar perpetuados como renta del Estado, á la manera que se habia hecho con el servicio ordinario. Alteróse este sistema en 1631, y á los millones se sustituyó un impuesto sobre la sal. En 1639 se recargó un 1 por 100, sobre la alcabala, que, en 1612 habia producido 30.000,000 de reales; en 1642 otro 1 por 100, y otros 2 por 100 en las cortes de 1656 y 1663. Al conceder estos tributos, se les daba el carácter de temporales; pero todos ellos se perpetuaban, de modo que llegó á pegarse un 1 ½ por 100, de toda venta ó permuta, 10 por alcabala y 1 por recargo, á esto se agregaba un 1 ½ por 100 ó 15 al millar, destinado á pagar á los diputados á cortes. En 1612 se estableció el impuesto de fiel medidor, que consistía en cuatro reales por arroba, de todo el vino, vinagre y aceite que se midiese y aforase para el consumo. En 1632 se estancaron el papel, la cera y el chocolate, y ademas se impuso un octavo sobre el precio de aguardientes y licores. En 1650 un nuevo impuesto de dos maravedises por libra de nieve y hielo, exigiendo la quinta parte de todo el valor, como contribución estraordinaria; cuatro maravedises por cada libra de jabón; seis reales por cada quintal de barrilla, y tres por cada una de sosa, fuera de la alcabala que pagaban todos estos géneros. La renta llamada de la abuela cargaba sobre la cal, la teja y el ladrillo. El derecho de internación, que era la alcabala, pagada en alta mar; la renta de yerbas, que era otra alcabala de pastos; el papel sellado, que tuvo su origen en el reinado de Felipe IV; la regalía de aposento, ofrecida por la villa de Madrid para obtener la honra de ser la residencia del monarca, y las inmensas contribuciones que se arrancaban al clero, formaban con los impuestos ya nombrados, una masa confusa de cargas públicas, á que no habría podido resistir la nación mas opulenta, y que recayendo en una exhausta, en su población y capitales, por las guerras y los disturbios domésticos, no podian menos de agotar las fuerzas vitales del reino y sumergirlo en un abismo de males. Todas las rentas estaban arrendadas, y los arrendatarios no eran, como los fermiers gènèraux de Luis XIV, nacionales opulentos, establecidos en el pais, y ansiosos de adquirirse un buen lugar en la corte y una numerosa clientela en la nación, por medio de su generosidad, de sus espléndidos festines y la protección que daban á las artes, á las ciencias y á la literatura, sino aventureros oscuros, genoveses, alemanes y flamencos, que solo pensaban en enriquecerse á costa de los miserables pueblos, y en asegurar fuera del reino el fruto de sus rapiñas y exacciones. En fin, la dinastía austriaca se despidió con el reinado de Carlos II, «compendio y resumen, dice un escritor reciente, de las flaquezas y errores de una dinastía degenerada, destinada á llevar los apuros hasta la miseria, los defectos hasta la degradación y la severidad religiosa de Felipe II hasta los hechizamientos y brujerías.» Es imponderable el abatimiento en que cayó la nación en tiempo de aquel malaventurado monarca. Las mas pingües posesiones rústicas de Castilla y Andalucía quedaban sin cultivo y trasformadas en eriales; los puertos estaban vacíos; en el arzobispado de Toledo, los habitantes de las villas y aldeas abandonaban sus pobres moradas y se refugiaban en grandes poblaciones, á vivir en ellas de la caridad pública. Los ministros no sabían qué partido tomar para llenar las mas urgentes atenciones del Estado.
El sistema de hacienda bajo la dinastía austriaca, fué el modelo del caos. No bastando la conversion de los antiguos servicios en servicio ordinario, se decretó el estraordinario de 150.000,000 de maravedises, que se pagaba cada tres años. En 1590 se hizo la primera concesión llamada de Millones, que consistió en 11.000,000 de ducados. La segunda fué en 1597. La tercera en 1600, y consistió en 16.000,000, repartidos en seis años. La cuarta en 1608, fué de17.000,000, y en el mismo año concedieron las cortes otros 12.000,000 de ducados, que se repartieron entre los pueblos, tomándolos á censo sobre los caudales de los propios. Los servicios de millones se prorogaban de seis en seis años, según apremiaba la penuria del erario, hasta quedar perpetuados como renta del Estado, á la manera que se habia hecho con el servicio ordinario. Alteróse este sistema en 1631, y á los millones se sustituyó un impuesto sobre la sal. En 1639 se recargó un 1 por 100, sobre la alcabala, que, en 1612 habia producido 30.000,000 de reales; en 1642 otro 1 por 100, y otros 2 por 100 en las cortes de 1656 y 1663. Al conceder estos tributos, se les daba el carácter de temporales; pero todos ellos se perpetuaban, de modo que llegó á pegarse un 1 ½ por 100, de toda venta ó permuta, 10 por alcabala y 1 por recargo, á esto se agregaba un 1 ½ por 100 ó 15 al millar, destinado á pagar á los diputados á cortes. En 1612 se estableció el impuesto de fiel medidor, que consistía en cuatro reales por arroba, de todo el vino, vinagre y aceite que se midiese y aforase para el consumo. En 1632 se estancaron el papel, la cera y el chocolate, y ademas se impuso un octavo sobre el precio de aguardientes y licores. En 1650 un nuevo impuesto de dos maravedises por libra de nieve y hielo, exigiendo la quinta parte de todo el valor, como contribución estraordinaria; cuatro maravedises por cada libra de jabón; seis reales por cada quintal de barrilla, y tres por cada una de sosa, fuera de la alcabala que pagaban todos estos géneros. La renta llamada de la abuela cargaba sobre la cal, la teja y el ladrillo. El derecho de internación, que era la alcabala, pagada en alta mar; la renta de yerbas, que era otra alcabala de pastos; el papel sellado, que tuvo su origen en el reinado de Felipe IV; la regalía de aposento, ofrecida por la villa de Madrid para obtener la honra de ser la residencia del monarca, y las inmensas contribuciones que se arrancaban al clero, formaban con los impuestos ya nombrados, una masa confusa de cargas públicas, á que no habría podido resistir la nación mas opulenta, y que recayendo en una exhausta, en su población y capitales, por las guerras y los disturbios domésticos, no podian menos de agotar las fuerzas vitales del reino y sumergirlo en un abismo de males. Todas las rentas estaban arrendadas, y los arrendatarios no eran, como los fermiers gènèraux de Luis XIV, nacionales opulentos, establecidos en el pais, y ansiosos de adquirirse un buen lugar en la corte y una numerosa clientela en la nación, por medio de su generosidad, de sus espléndidos festines y la protección que daban á las artes, á las ciencias y á la literatura, sino aventureros oscuros, genoveses, alemanes y flamencos, que solo pensaban en enriquecerse á costa de los miserables pueblos, y en asegurar fuera del reino el fruto de sus rapiñas y exacciones. En fin, la dinastía austriaca se despidió con el reinado de Carlos II, «compendio y resumen, dice un escritor reciente, de las flaquezas y errores de una dinastía degenerada, destinada á llevar los apuros hasta la miseria, los defectos hasta la degradación y la severidad religiosa de Felipe II hasta los hechizamientos y brujerías.» Es imponderable el abatimiento en que cayó la nación en tiempo de aquel malaventurado monarca. Las mas pingües posesiones rústicas de Castilla y Andalucía quedaban sin cultivo y trasformadas en eriales; los puertos estaban vacíos; en el arzobispado de Toledo, los habitantes de las villas y aldeas abandonaban sus pobres moradas y se refugiaban en grandes poblaciones, á vivir en ellas de la caridad pública. Los ministros no sabían qué partido tomar para llenar las mas urgentes atenciones del Estado.
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