fieren, no tienen á su disposición hechos auténticos en que apoyarlos. Bajo el dominio de los romanos, si hemos de dar crédito á Estrabon, Plinio y Polibio, España era un pais próspero y opulento: sin embargo, es de observar que aquellos autores insisten mas en la fecundidad de su suelo y en la bondad de sus producciones, que en la riqueza verdadera, activa, circulante y bien repartida. Sobre esta cuestión se esplica en los términos siguientes el erudito don Antonio Capmani. «Según la tradición vulgar de los que creen sin reflexion en las prosperidades pasadas, contaba España en tiempo de Julio César 50.000,000 de habitantes, y algunos le dan 75. Pregunto yo ahora, por no dejar sin reparo este desatino, ¿en qué registro ó censo auténtico consta este general empadronamiento de hace diez y nueve siglos? ¿Cómo cabian de pies sobre el suelo de esta península, tantos millones de personas, que apenas pueden subsistir hoy en la mitad de la Europa civilizada? ¿De qué se mantenían sin el auxilio de fábricas, industria y comercio? ¿Qué nuevas causas físicas ó políticas podian haber influido tan poderosamente para este tan enorme é increíble grado de población? Es cierto que no seria el género de vida de sus habitantes, su próvida policía, la sabiduría de sus leyes, ni la humanidad de sus costumbres. El retrato que de ellas hace Estrabon, escepto cuando describe la fecundidad y opulencia de algunas comarcas de la Bética, no hace mucho honor á la agricultura, al orden social, ni por consiguiente á la población que se nos ha querido encarecer. Me abstengo de referir estensa y literalmente los pasages de este autor, que alcanzó los tiempos de César y los de otros escritores griegos y latinos contemporáneos, porque no quisiera, para desengañar á los crédulos é ignorantes, trasladarles con las autoridades, el dolor y el rubor de leerlas.» Por otra parte, si se considera que la conquista de España costó á los romanos doscientos años de una guerra cruel y destructora, una de cuyas campañas dejó aniquiladas ciento cincuenta ciudades; que todas sus provincias fueron sucesivamente saqueadas, que durante la ocupación continuó la guerra unas veces con Cartago, otras con las provincias rebeldes, otras entre los romanos mismos, como fué la de Pompeyo, y por último, que los pocos años en que esta nación gozó de algún reposo, bajo aquel dominio, no fueron suficientes para cerrar tantas heridas ni reparar tantos estragos, ningún hombre de mediano criterio podrá admitir tan ridículas exageraciones.
Pero hubiese ó no en España esa decantada prosperidad, debió desaparecer enteramente con la irrupción de las naciones del Norte, que no podian vivir sino del saqueo y desolación; que odiaban la vida sedentaria y las ocupaciones lucrativas, y que convirtieron en desierto las dos terceras partes del territorio violentamente adquirido, para dar pasto á los numerosos rebaños que constituían su principal y favorita riqueza. ¿Qué mayor prueba de la miseria general á que fué reducida la nación, que el canon del tercer concilio de Toledo, celebrado en 589, contra la atrocidad de los padres, que impulsados por la desesperación y la indigencia, daban muerte á sus hijos para evitarles los tormentos de una existencia amargada por toda clase de infortunios? A los calamitosos reinados de Egica y Witiza sucedieron mas de siete siglos de incesante y sangrienta lucha con los sarracenos. «Mas de cuatro mil batallas, dice Conde, sin contar las escaramuzas casi diarias, ni los frecuentes combates que entre sí solían tener los mismos príncipes cristianos, de que resultaban los estragos horribles de las algaras y lides, á cuya perspectiva cruel admira que no quedase yerma y despoblada la tierra, y el desastroso feudalismo que se fué desplegando á la par de la gloriosa restauración de la monarquía, no pueden dejar duda de cuál seria entonces la menguada suerte de la España cristiana.» En nada contradice esta opinion lo que en la crónica del santo rey don Fernando III, cuenta el arzobispo don Rodrigo, de la gran muchedumbre de maestros, oficiales y aprendices de todas artes que tenia aquel monarca en su campamento; ni el repartimiento que hizo después de ganada Sevilla, de pingües heredamientos, tanto a aquellos artesanos, como á la noble caballería. Todo lo que esto prueba es que habia tierras que repartir y personas en quienes distribuirlas, y que el santo rey, como hombre entendido y prudente, quiso galardonar generosamente á sus buenos servidores, y promover la agricultura y la propiedad territorial como base de toda riqueza pública. Tan escasa de españoles estaba entonces España, que en este repartimiento tomaron parte muchos estrangeros, como se ve en este pasage de los anales de Sevilla, por Ortiz de Zúñiga. «En el repartimiento de Sevilla constan las subdivisiones que se hicieron de las parroquias á que llamaron barrios, como el de los Francos y el de los Ginoveses, que tuvieron propios partidos unos y otros en la parroquia de la santa Iglesia. El barrio de Francos, cuyo nombre dura todavía en su principal calle, llamado asi por sus franquezas, no por ser habitación de franceses, fué muy privilegiado en los fueros que dio San Fernando á Sevilla, dando honra de caballeros á sus vecinos en las funciones de guerra, con cargo de que sustentasen caballos, que comunicó el rey después á los francos de Jerez de la Frontera. Fué asimismo muy privilegiado el barrio de Ginoveses, llamado hoy calle de Genova, porque era grande el comercio con aquella república, y muchos de los hijos de ella que aqui comerciaban de asiento, de cuya patria fueron don Niculoso y Misero Caxizo, mencionados en el repartimiento, y al segundo dio San Fernando en arrendamiento vitalicio los molinos de la acequia del Guadaira. Distribuyeron los reyes por diversos sitios de Sevilla las naciones que en ella quedaron de la guerra, á que vinieron auxiliares, ó entraron después á la fama de su población, no solo estrangeros, pero aun separando los de las provincias de España, de que tomaron distinción los barrios que hoy se llaman calles de Plateros, Castellanos, Gallegos, Catalanes, de Bayona, y otros que se han olvidado y mudado.» Los mismos hechos confirma el citado Capmani, y tan cierto es que los estrangeros se creian entonces necesarios aun para la guerra contra los moros, por la escasez de la población indígena, que cuando las cortes de Toledo de 1406 ponían reparo á las grandes demandas de subsidios que hacia Enrique III para la guerra de Granada, el infante don Fernando, hermano del rey, contestaba á nombre de éste, que no debia contarse con el dinero del tesoro de Segovia, «porque seria menester para los estrangeros que viniesen á servir en esta guerra, y en otras cosas muy del servicio del rey.»
Abundaban documentos históricos que prueban el miserable estado en que estaba sumida la nación en la época del advenimiento de los reyes católicos, y entre otros podemos citar la carta de Hernando del Pul—
Pero hubiese ó no en España esa decantada prosperidad, debió desaparecer enteramente con la irrupción de las naciones del Norte, que no podian vivir sino del saqueo y desolación; que odiaban la vida sedentaria y las ocupaciones lucrativas, y que convirtieron en desierto las dos terceras partes del territorio violentamente adquirido, para dar pasto á los numerosos rebaños que constituían su principal y favorita riqueza. ¿Qué mayor prueba de la miseria general á que fué reducida la nación, que el canon del tercer concilio de Toledo, celebrado en 589, contra la atrocidad de los padres, que impulsados por la desesperación y la indigencia, daban muerte á sus hijos para evitarles los tormentos de una existencia amargada por toda clase de infortunios? A los calamitosos reinados de Egica y Witiza sucedieron mas de siete siglos de incesante y sangrienta lucha con los sarracenos. «Mas de cuatro mil batallas, dice Conde, sin contar las escaramuzas casi diarias, ni los frecuentes combates que entre sí solían tener los mismos príncipes cristianos, de que resultaban los estragos horribles de las algaras y lides, á cuya perspectiva cruel admira que no quedase yerma y despoblada la tierra, y el desastroso feudalismo que se fué desplegando á la par de la gloriosa restauración de la monarquía, no pueden dejar duda de cuál seria entonces la menguada suerte de la España cristiana.» En nada contradice esta opinion lo que en la crónica del santo rey don Fernando III, cuenta el arzobispo don Rodrigo, de la gran muchedumbre de maestros, oficiales y aprendices de todas artes que tenia aquel monarca en su campamento; ni el repartimiento que hizo después de ganada Sevilla, de pingües heredamientos, tanto a aquellos artesanos, como á la noble caballería. Todo lo que esto prueba es que habia tierras que repartir y personas en quienes distribuirlas, y que el santo rey, como hombre entendido y prudente, quiso galardonar generosamente á sus buenos servidores, y promover la agricultura y la propiedad territorial como base de toda riqueza pública. Tan escasa de españoles estaba entonces España, que en este repartimiento tomaron parte muchos estrangeros, como se ve en este pasage de los anales de Sevilla, por Ortiz de Zúñiga. «En el repartimiento de Sevilla constan las subdivisiones que se hicieron de las parroquias á que llamaron barrios, como el de los Francos y el de los Ginoveses, que tuvieron propios partidos unos y otros en la parroquia de la santa Iglesia. El barrio de Francos, cuyo nombre dura todavía en su principal calle, llamado asi por sus franquezas, no por ser habitación de franceses, fué muy privilegiado en los fueros que dio San Fernando á Sevilla, dando honra de caballeros á sus vecinos en las funciones de guerra, con cargo de que sustentasen caballos, que comunicó el rey después á los francos de Jerez de la Frontera. Fué asimismo muy privilegiado el barrio de Ginoveses, llamado hoy calle de Genova, porque era grande el comercio con aquella república, y muchos de los hijos de ella que aqui comerciaban de asiento, de cuya patria fueron don Niculoso y Misero Caxizo, mencionados en el repartimiento, y al segundo dio San Fernando en arrendamiento vitalicio los molinos de la acequia del Guadaira. Distribuyeron los reyes por diversos sitios de Sevilla las naciones que en ella quedaron de la guerra, á que vinieron auxiliares, ó entraron después á la fama de su población, no solo estrangeros, pero aun separando los de las provincias de España, de que tomaron distinción los barrios que hoy se llaman calles de Plateros, Castellanos, Gallegos, Catalanes, de Bayona, y otros que se han olvidado y mudado.» Los mismos hechos confirma el citado Capmani, y tan cierto es que los estrangeros se creian entonces necesarios aun para la guerra contra los moros, por la escasez de la población indígena, que cuando las cortes de Toledo de 1406 ponían reparo á las grandes demandas de subsidios que hacia Enrique III para la guerra de Granada, el infante don Fernando, hermano del rey, contestaba á nombre de éste, que no debia contarse con el dinero del tesoro de Segovia, «porque seria menester para los estrangeros que viniesen á servir en esta guerra, y en otras cosas muy del servicio del rey.»
Abundaban documentos históricos que prueban el miserable estado en que estaba sumida la nación en la época del advenimiento de los reyes católicos, y entre otros podemos citar la carta de Hernando del Pul—
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