nion de amigos, se suscitó en ella una cuestión de poca importancia, sin que pudiesen ponerse de acuerdo ni llegar á una resolución después de muchas horas de disputa. Reflexionando después sobre este incidente, sospechó que los hombres se servían de nociones sin conocer su naturaleza, su alcance ni sus límites: y generalizando esta observacion, dedujo que puesto que estas nociones residen en la inteligencia, era necesario antes de todo conocer esta facultad. De este trabajo resultó el célebre Ensayo sobre el espíritu humano, en que Locke determina su naturaleza y su poder, la ostensión de sus operaciones y todos los fenómenos que presenta, y de que puede darse cuenta á sí mismo. Este propósito es grandioso y sencillo: su desempeño es en muchas partes admirable, pero en en algunas de ellas el autor se estravia insensiblemente en senderos estrechos, y fija á la acción intelectual barreras sobradamente esclusivas. Según él, dos son los manantiales de todos nuestros conocimientos, la sensación y la reflexion aplicada a las operaciones del entendimiento. Estas son la comparación, el raciocinio, la abstracción, la composición y la asociación, facultades que separan ó combinan los elementos que la sensación suministra, pero que no les añaden nada, que nada tienen que añadirles, que no pueden dar al entendimiento nada que les sea propio. Dado este principio, fácil es preveer sus consecuencias. En vano Locke acude á su prudencia para detenerse en tan resbaloso camino: todas sus opiniones, por muchos esfuerzos que haga para modificarlas, lo conducen al sensualismo de Hobbes. Este asemeja el alma al cuerpo: Locke no ha ido tan lejos, pero con algunos escolásticos, llega á pensar que es muy difícil probar sin los auxilios de la revelacion, que la sustancia que piensa es espíritu y no materia, y que Dios en su omnipotencia habría podido dar á esta la facultad de pensar. Locke era cristiano sincero, pero se inclinaba al sociniamísmo, y Leibnitz ha dicho que esta secta es muy pobre de ideas cuando se trata de Dios y del alma. Sin embargo, es preciso hacerle la justicia de confesar que estaba animado por las mas puras y generosas intenciones, que consideraba el libre ejercicio de la razón como uno de los mas preciosos intereses de la humanidad, y que todos sus esfuerzos se dirigían á asegurar el libre ejercicio de aquel derecho, como único medio de romper el velo de las preocupaciones, que por tan largos siglos habían oscurecido á los ojos de los hombres la verdad filosófica.
La esperiencia y la razón estaban de acuerdo en calificar las tendencias inevitables de esta interpretación dada á la mas misteriosa de las agencias creadas.
La razón buscaba en toda la naturaleza una causa, un principio, un elemento mas purificado que la materia corruptible y perecedera en que poder fijar la residencia y el laboratorio de esas sublimes concepciones que dan al hombre tan inmensa superioridad sobre la naturaleza bruta. La esperiencia había demostrado que era imposible abrazar semejante doctrina sin exagerarla, y la exageración era un abismo en que debian sepultarse las mas altas aspiraciones del hombre, todas sus creencias y todas sus esperanzas. Condillac se apoderó de la doctrina de Locke, y la sacó de los límites en que éste se había comprimido. Cabanis fue todavia mas lejos, y convirtió el pensamiento en una secreción del cerebro, mientras que en Inglaterra el agudo Lawrence aplicó un vasto caudal de conocimientos científicos á la triste tarea de probar qué no hay necesidad de acudir á una sustancia simple para esplicar todos los fenómenos de la inteligencia y de la voluntad. En Francia había bastante provision de sentido comun y de ideas religiosas para censurar semejantes estravios, pero los enciclopedistas habían preparado el espíritu público á recibir con indiferencia toda clase de paradojas, y mas tarde la revolución, poniendo en práctica las mas destructoras y las mas audaces, no solo toleró, sino que dio estímulo á cuantías invenciones pudiesen aflojar los vínculos de la autoridad y debilitar la fuerza de las tradiciones. Era muy diferente la situación moral de la Gran Bretaña, donde el rigorismo puritano oponía una barrera al espíritu sofístico del siglo, y donde el ejemplo de la nación vecina daba un saludable escarmiento á los que intentasen nivelar el principio en que reside la idea de la inmortalidad con el principio antagonista, que lleva en todas sus vicisitudes el sello de la corrupción. Pero ¿había de abandonarse por esto el estudio de la filosofía? ¿Habia de dejarse por esto tan importante vacío en la educación científica? En este conflicto, un profesor de la universidad de Aberdeen en Escocia, creyó descubrir en qué consistía el error fundamental, que desde las escuelas de Atenas se había propagado en todo el mundo, penetrando hasta en los asilos de la piedad y de la verdadera fé, y sobreviviendo á la gran revolución que puso término al predominio del escolasticismo. Creyó que todo el mal provenia de la doctrina de las imágenes ó fantasmas, en que todas las escuelas habían fijado el origen de las ideas, y se empeñó en probar que la ciencia humana podía sin gran dificultad esplicar el hecho de la percepción; pero que el descubrimiento de los medios por los cuales este hecho se realizaba, no está al alcance de la inteligencia, como lo está la causa de la atracción, de la electricidad y de otros grandes fenómenos, que sin embargo, se estudian con fruto y llegan á ser objetos legítimos de la ciencia. Tal fué la tarea que se propuso desempeñar el ilustre doctor Tomás Reid, fundador de la escuela de Edimburgo, ó de la filosofía escocesa, la mas modesta, la mas racional, la mas ortodosa de cuantas han nacido de la investigación científica y del estudio del hombre.
La circunstancia que mas inmediatamente influyó en la resolución del doctor Reid, fué la consecuencia que habian sacado del sistema de las imágenes los dos filósofos Hume y Berkeley. Esta consecuencia no era nada menos que el mas absoluto escepticismo: la negación completa del mundo esterior. Si todo lo que conocemos se reduce á las imágenes ó representaciones de los cuerpos que ellos mismo emiten, claro es que no conocemos los cuerpos mismos, y «si es verdad, dice el autor en la dedicatoria de su obra á lord Deskfoord, que yo no percibo mas que impresiones, imágenes ó representaciones de las cosas, no puedo estar seguro sino de la existencia de estas representaciones, sin poder inferir la de ninguna otra cosa, puesto que no percibo mas que mis propias afecciones y mis propias ideas, y estos seres (si tal nombre puede dárseles) son tan frágiles y pasageros, que dejan de existir desde el momento en que dejo de percibirlos. En virtud de esta hipótesis, el universo entero que me rodea, los cuerpos, los espíritus, el sol, la luna, las estrellas, la tierra, los amigos, la familia, todo lo que yo miro como existente y real, todo se desvanece como los sueños de un febricitante, como un vapor ligero, sin dejar el menor rastro de haber existido.
La esperiencia y la razón estaban de acuerdo en calificar las tendencias inevitables de esta interpretación dada á la mas misteriosa de las agencias creadas.
La razón buscaba en toda la naturaleza una causa, un principio, un elemento mas purificado que la materia corruptible y perecedera en que poder fijar la residencia y el laboratorio de esas sublimes concepciones que dan al hombre tan inmensa superioridad sobre la naturaleza bruta. La esperiencia había demostrado que era imposible abrazar semejante doctrina sin exagerarla, y la exageración era un abismo en que debian sepultarse las mas altas aspiraciones del hombre, todas sus creencias y todas sus esperanzas. Condillac se apoderó de la doctrina de Locke, y la sacó de los límites en que éste se había comprimido. Cabanis fue todavia mas lejos, y convirtió el pensamiento en una secreción del cerebro, mientras que en Inglaterra el agudo Lawrence aplicó un vasto caudal de conocimientos científicos á la triste tarea de probar qué no hay necesidad de acudir á una sustancia simple para esplicar todos los fenómenos de la inteligencia y de la voluntad. En Francia había bastante provision de sentido comun y de ideas religiosas para censurar semejantes estravios, pero los enciclopedistas habían preparado el espíritu público á recibir con indiferencia toda clase de paradojas, y mas tarde la revolución, poniendo en práctica las mas destructoras y las mas audaces, no solo toleró, sino que dio estímulo á cuantías invenciones pudiesen aflojar los vínculos de la autoridad y debilitar la fuerza de las tradiciones. Era muy diferente la situación moral de la Gran Bretaña, donde el rigorismo puritano oponía una barrera al espíritu sofístico del siglo, y donde el ejemplo de la nación vecina daba un saludable escarmiento á los que intentasen nivelar el principio en que reside la idea de la inmortalidad con el principio antagonista, que lleva en todas sus vicisitudes el sello de la corrupción. Pero ¿había de abandonarse por esto el estudio de la filosofía? ¿Habia de dejarse por esto tan importante vacío en la educación científica? En este conflicto, un profesor de la universidad de Aberdeen en Escocia, creyó descubrir en qué consistía el error fundamental, que desde las escuelas de Atenas se había propagado en todo el mundo, penetrando hasta en los asilos de la piedad y de la verdadera fé, y sobreviviendo á la gran revolución que puso término al predominio del escolasticismo. Creyó que todo el mal provenia de la doctrina de las imágenes ó fantasmas, en que todas las escuelas habían fijado el origen de las ideas, y se empeñó en probar que la ciencia humana podía sin gran dificultad esplicar el hecho de la percepción; pero que el descubrimiento de los medios por los cuales este hecho se realizaba, no está al alcance de la inteligencia, como lo está la causa de la atracción, de la electricidad y de otros grandes fenómenos, que sin embargo, se estudian con fruto y llegan á ser objetos legítimos de la ciencia. Tal fué la tarea que se propuso desempeñar el ilustre doctor Tomás Reid, fundador de la escuela de Edimburgo, ó de la filosofía escocesa, la mas modesta, la mas racional, la mas ortodosa de cuantas han nacido de la investigación científica y del estudio del hombre.
La circunstancia que mas inmediatamente influyó en la resolución del doctor Reid, fué la consecuencia que habian sacado del sistema de las imágenes los dos filósofos Hume y Berkeley. Esta consecuencia no era nada menos que el mas absoluto escepticismo: la negación completa del mundo esterior. Si todo lo que conocemos se reduce á las imágenes ó representaciones de los cuerpos que ellos mismo emiten, claro es que no conocemos los cuerpos mismos, y «si es verdad, dice el autor en la dedicatoria de su obra á lord Deskfoord, que yo no percibo mas que impresiones, imágenes ó representaciones de las cosas, no puedo estar seguro sino de la existencia de estas representaciones, sin poder inferir la de ninguna otra cosa, puesto que no percibo mas que mis propias afecciones y mis propias ideas, y estos seres (si tal nombre puede dárseles) son tan frágiles y pasageros, que dejan de existir desde el momento en que dejo de percibirlos. En virtud de esta hipótesis, el universo entero que me rodea, los cuerpos, los espíritus, el sol, la luna, las estrellas, la tierra, los amigos, la familia, todo lo que yo miro como existente y real, todo se desvanece como los sueños de un febricitante, como un vapor ligero, sin dejar el menor rastro de haber existido.
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