ser conocidas ni aun por el mismo que las posee. A este propósito ha dicho un poeta:
No menos que el altivo soberano,
Es ambicioso el mísero aldeano.
El esclavo en su seno
También abriga orgullo, y si levanta
Deleznable mansion de paja y cieno,
Las maravillas de su genio canta,
Y esclama con enfática alegría: Admirad mi poder:
esa obra es mia.
Es ambicioso el mísero aldeano.
El esclavo en su seno
También abriga orgullo, y si levanta
Deleznable mansion de paja y cieno,
Las maravillas de su genio canta,
Y esclama con enfática alegría: Admirad mi poder:
esa obra es mia.
La consecuencia de toda esta doctrina es que, aunque el conocimiento que tenemos del alma no es mas que relativo, y procede de la serie de modificaciones de que nos da parte la conciencia, tenemos en aquel conocimiento lo suficiente para subir á la idea del Hacedor, bien que esta idea sea muy imperfecta y débil.
Adoptando fielmente este sistema de estudios psicológicos, Brown lo aplica á la clasificación de los fenómenos del alma, y después de haber desechado la generalmente admitida en las escuelas, se decide por una division fundamental que los separa en dos clases, á saber: los que escitan inmediatamente en virtud de la presencia de los objetos esternos, y los que nacen, no menos inmediatamente de ciertas afecciones internas del alma. Los de la primera clase son evidentemente resultados de las leyes de la materia y del espíritu, porque suponen en los objetos estemos el poder de afectar el alma, y en el alma, el poder de ser afectada. Los fenómenos de la segunda clase resultan de las susceptibilidades del alma misma, que ha sido formada por su divino autor, para existir con ciertas modificaciones y para que estas se sucedan unas á otras. Las primeras se suscitan cuando y porque un objeto estenio está presente: las segundas porque ha habido antes en el espíritu alguna mudanza de estado. Para ilustrar esta distinción por medio de un ejemplo, supongamos que vamos andando por una campiña, y que de repente vemos una encina, al fijar nuestra mirada en cierto punto del horizonte. La presencia del árbol, ó mas bien, la luz reflejada por su superficie, ocasiona cierta modificación del alma, que llamamos vision: afección que pertenece exclusivamente al alma, pero que no recaería en ella sin la acción de la luz. Mas no se reduce á esto solo la modificación del alma después de haber recibido la sensación. Suceden á ella otras alteraciones, sin necesidad de una impresión nueva. Comparamos la encina con otro árbol que hemos visto antes, y notamos su superior elevación y hermosura; imaginamos el efecto que produciría bajo su sombra alguna escena que nos es familiar; pensamos en el número de años que ha trascurrido desde queso plantó; quizás moralizamos sobre los sucesos que han agitado nuestra vida, sobre las revoluciones que han desolado la tierra mientras la encina ha ido desarrollando silenciosamente su follage, y progresando hacia la decrepitud, en medio de los huracanes y de las tormentas. De todos los estados del alma que suponen todas estas transiciones del pensamiento, el único, que puede atribuirse al objeto esterno, es la primitiva percepción de la encina. Todo lo demás ha sido resultado, no inmediatamente de algo esterno, sino de estados precedentes del alma. Aquel estado peculiar que constituye la percepción de la encina, ha dado lugar á otro estado diferente que constituye el recuerdo de otro árbol que hemos visto antes; este ha dado lugar á otro estado, que consiste en la comparación de los dos, y asi sucesivamente se han reemplazado entre sí, como modificaciones del alma, los diversos pensamientos que hemos mencionado. No hay duda que el alma no habría podido existir en el estado que constituye la percepción de la encina, sin la presencia de los rayos de la luz reflejados por ella: pero tampoco habría podido un objeto esterno sin la afección mental, producir ninguna de las modificaciones que siguieron á la percepción. Hay, pues, una distinción manifiesta entre los fenómenos mentales, en cuanto á sus causas primitivas, y sean cuales fueren las subdivisiones que después sea conveniente adoptar, tenemos ya á lo menos un límite fijo y sabemos lo que queremos decir, cuando hablamos de las afecciones esternas é internas del alma. Dado este primer paso, el segundo será la reducción de aquellas clases á otras, en virtud de una nueva generalización de los fenómenos de cada una. La primera es en si misma tan simple, que no admite subdivision. La segunda abraza tanta variedad de fenómenos, que sin el auxilio de muchas subdivisiones, nos seria de poca utilidad en nuestra proyectada clasificación. Nos limitaremos por ahora á una sola, que comprende los estados del alma y las emociones, palabras cuyo sentido es claro, y que abraza todo lo que pasa en la inteligencia sin el auxilio de la sensación. No hay un solo fenómeno de la conciencia que no esté comprendido en una ú otra de las tres divisiones mencionadas. Conocer todas nuestras afecciones sensibles, todos nuestros estados intelectuales y todas nuestras emociones, es conocer todas las modificaciones de que es susceptible el principio espiritual que nos anima.
Adoptando fielmente este sistema de estudios psicológicos, Brown lo aplica á la clasificación de los fenómenos del alma, y después de haber desechado la generalmente admitida en las escuelas, se decide por una division fundamental que los separa en dos clases, á saber: los que escitan inmediatamente en virtud de la presencia de los objetos esternos, y los que nacen, no menos inmediatamente de ciertas afecciones internas del alma. Los de la primera clase son evidentemente resultados de las leyes de la materia y del espíritu, porque suponen en los objetos estemos el poder de afectar el alma, y en el alma, el poder de ser afectada. Los fenómenos de la segunda clase resultan de las susceptibilidades del alma misma, que ha sido formada por su divino autor, para existir con ciertas modificaciones y para que estas se sucedan unas á otras. Las primeras se suscitan cuando y porque un objeto estenio está presente: las segundas porque ha habido antes en el espíritu alguna mudanza de estado. Para ilustrar esta distinción por medio de un ejemplo, supongamos que vamos andando por una campiña, y que de repente vemos una encina, al fijar nuestra mirada en cierto punto del horizonte. La presencia del árbol, ó mas bien, la luz reflejada por su superficie, ocasiona cierta modificación del alma, que llamamos vision: afección que pertenece exclusivamente al alma, pero que no recaería en ella sin la acción de la luz. Mas no se reduce á esto solo la modificación del alma después de haber recibido la sensación. Suceden á ella otras alteraciones, sin necesidad de una impresión nueva. Comparamos la encina con otro árbol que hemos visto antes, y notamos su superior elevación y hermosura; imaginamos el efecto que produciría bajo su sombra alguna escena que nos es familiar; pensamos en el número de años que ha trascurrido desde queso plantó; quizás moralizamos sobre los sucesos que han agitado nuestra vida, sobre las revoluciones que han desolado la tierra mientras la encina ha ido desarrollando silenciosamente su follage, y progresando hacia la decrepitud, en medio de los huracanes y de las tormentas. De todos los estados del alma que suponen todas estas transiciones del pensamiento, el único, que puede atribuirse al objeto esterno, es la primitiva percepción de la encina. Todo lo demás ha sido resultado, no inmediatamente de algo esterno, sino de estados precedentes del alma. Aquel estado peculiar que constituye la percepción de la encina, ha dado lugar á otro estado diferente que constituye el recuerdo de otro árbol que hemos visto antes; este ha dado lugar á otro estado, que consiste en la comparación de los dos, y asi sucesivamente se han reemplazado entre sí, como modificaciones del alma, los diversos pensamientos que hemos mencionado. No hay duda que el alma no habría podido existir en el estado que constituye la percepción de la encina, sin la presencia de los rayos de la luz reflejados por ella: pero tampoco habría podido un objeto esterno sin la afección mental, producir ninguna de las modificaciones que siguieron á la percepción. Hay, pues, una distinción manifiesta entre los fenómenos mentales, en cuanto á sus causas primitivas, y sean cuales fueren las subdivisiones que después sea conveniente adoptar, tenemos ya á lo menos un límite fijo y sabemos lo que queremos decir, cuando hablamos de las afecciones esternas é internas del alma. Dado este primer paso, el segundo será la reducción de aquellas clases á otras, en virtud de una nueva generalización de los fenómenos de cada una. La primera es en si misma tan simple, que no admite subdivision. La segunda abraza tanta variedad de fenómenos, que sin el auxilio de muchas subdivisiones, nos seria de poca utilidad en nuestra proyectada clasificación. Nos limitaremos por ahora á una sola, que comprende los estados del alma y las emociones, palabras cuyo sentido es claro, y que abraza todo lo que pasa en la inteligencia sin el auxilio de la sensación. No hay un solo fenómeno de la conciencia que no esté comprendido en una ú otra de las tres divisiones mencionadas. Conocer todas nuestras afecciones sensibles, todos nuestros estados intelectuales y todas nuestras emociones, es conocer todas las modificaciones de que es susceptible el principio espiritual que nos anima.
Unde animus scire incipiat, quibus inchoet orsa
Principiis seriem rerum, tenuemque catenam
Mnemosyne: ratio unde sub pectore tardum
Augeat imperium, et primum mortalibus œgris
Ira dolor, metus el curœ dascentur inanes.
Principiis seriem rerum, tenuemque catenam
Mnemosyne: ratio unde sub pectore tardum
Augeat imperium, et primum mortalibus œgris
Ira dolor, metus el curœ dascentur inanes.
No se crea, sin embargo, que al dividir las afecciones internas del alma en dos órdenes distintos de estados intelectuales y emociones, y al hablar de estas como de modificaciones que necesariamente suceden á otras, se da á entender que los estados intelectuales y las emociones no se combinan nunca instantáneamente, como pueden combinarse las operaciones del espíritu. Al contrario, estas dos clases de fenómenos ocurren frecuentemente al mismo tiempo: pero siempre que esto sucede, es muy fácil distinguirlos por medio del análisis. La emoción que llamamos compasión, puede existir y continuar en el alma, al mismo tiempo que la inteligencia proyecta los medios de socorrer el objeto que la escita: pero aunque la compasión y el raciocinio coexisten, no nos cuesta mucho trabajo dicernir la diferencia que separa una modificación de otra. Lo mismo sucede con todos los deseos vivos, que no solo producen la acción, sino que la acompañan. El sabio que, en el silencio de la noche, fecunda los trabajos mas importantes, no se siente solamente estimulado por la esperanza de conseguir el éxito inmediato de sus tareas. El placer que ha sentido en otros descubrimientos, es una antorcha que lo alumbra y lo calienta, y mientras calcula y medita, quizás hay otros principios de su naturaleza, tan vivamente empleadas como sus cálculos, estudios y meditaciones. ¿Quién sabe cuál es la pasión secreta que
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