eran peligro la vida del rey. Dos hermanos nobles, llamados Ruthven, cuyo padre había sido decapitado en la menor edad de Jacobo, lograron atraerlo a una de sus casas de campo, y separándolo de su escolta, bajo el pretesto de revelarle una conspiración, lo llevaron á un cuarto, donde uno de ellos, poniéndole un puñal al pecho, le intimó que se entregase preso. El rey luchó largo tiempo con aquel malvado, á cuyo ruido, los nobles que lo habían acompañado acudieron á su socorro, y dieron muerte al Ruthven que había cometido aquel desacato. Su hermano acudió con gentes armadas y murió también en la refriega. Este suceso produjo una gran sensación en el público, pero su verdadero origen quedó envuelto en la mas profunda oscuridad. Tres criados de los hermanos perdieron la vida en el cadalso, sin haber hecho ninguna revelación importante. Años después se descubrieron algunas ramificaciones, pero los que resultaban cómplices habían dejado de existir.
Gravísimos fueron los sucesos, que sobrevinieron poco después en Inglaterra. La corte se hallaba a la sazón dividida en dos partidos, capitaneado el uno por el conde de Essex, y el otro por Roberto Cecil, hijo del gran tesorero Burleigh. El conde era un caballero cumplido; bravo, generoso, de gallarda presencia, ardiente en sus afectos, y arrojado en sus designios. La reina lo habia distinguido desde su juventud colmándolo de honores y dignidades. Cecil era disimulado, astuto, modesto en apariencia. El conde despreciaba los artificios de su rival: este censuraba como locura la magnificencia de aquel. El conde tenia de su parte á todo el ejército: Cecil tenia mas partido entre los cortesanos. Esta rivalidad iba en aumento á medida que la reina avanzaba en años. Essex se había atraido la amistad del rey de Escocia; correspondia con él, y se declaraba sostenedor de sus derechos. Cecil, consagrado á la reina, ganaba cada dia nuevos honores, por su constancia en hacerle la corte, y por los servicios con que señalaba su celo. El espíritu altanero del conde atrajo reprensiones severas de parte de la reina la cual le profesaba particular afecto, pero era mujer que no podia sufrir la contradicion. Essex la fatigaba continuamente con demandas importunas. Los enemigos del conde lisonjeaban astutamente su desmesurada ambición, y no pensaba mas que en alejarlo de la córte. Con este objeto le proporcionaron el mando del ejército de Irlanda, con el cargo de lord teniente y poderes ilimitados. El conde no salió airoso de aquella expedición, frustró las esperanzas de la reina, y no cumplió nada de lo que habia prometido. Isabel, picada de este contratiempo y aguijoneada por los enemigos del conde, le escribió una carta llena de ágrias reconvenciones. El primer impulso del conde al recibirla fué proyectar un paso temerario, cual seria entrar en Inglaterra con la mitad de sus tropas, dirigirse á Lóndres, arrojar de la córte á sus enemigos y apoderarse por fuerza de su antiguo poderío. Pero despues de haberse calmado su primer enojo, resolvió ir solo y presentarse á la reina, cuya amistad creia fácil reconquistar. Isabel lo recibió muy friamente, pero sin apariencias de querer hostilizarlo. Fácil le habria sido volver á entrar en la gracia de su soberana, confesando francamente sus faltas, é implorando su indulgencia: mas su orgullo no le permitía someterse á tanta humillación. Isabel por su parte estaba resuelta á doblar la altivez de aquel hombre presuntuoso. Después de haberlo obligado, á fuerza de aspereza y malos tratos, á escribirle cartas llenas de sumisión y humildad, mandó formarle causa, tanto por su conducta en Irlanda, como por haber salido de aquel reino sin licencia del gobierno. La sentencia fué la pérdida de todos sus empleos, menos el de general de caballería, y el encarcelamiento, durante el tiempo que S. M. determinase. La reina no quiso que se publicase la sentencia, y lo puso muy pronto en libertad. Durante todo este negocio, Essex vacilaba entre su fidelidad á la reina y el deseo de vengarse: en un momento en que este último sentimiento prevaleció, escribió al rey de Escocia, estimulándolo á asegurar su derecho á la corona de Inglaterra, por la fuerza de las armas, y ofreciéndoles 5,000 hombres del ejército de Irlanda que estaban á su disposición. El rey deshechó este descabellado designio, y Essex observó una conducta mas moderada. Mas esta aparente moderación, hija del despecho, no duró mucho. Pidió que se le renovase una pension de que gozaba antes, y la reina se la rebusó y ni aun quiso admitirlo en su presencia. Este nuevo desaire lo arrebató de furor. Sus amigos lejos de calmarlo, fomentaron el tumulto de sus pasiones, y lo escitaron á obrar á cara descubierta. Escribió á Jacobo que la facción que dominaba entonces en la córte trabajaba en favor de las pretensiones de la infanta de España; que las plazas principales del reino estaban en poder de los enemigos de Escocia, y que si no exigia inmediatamente una declaración esplícita en su favor, firmada por la reina, se esponia á ver frustradas todas sus esperanzas. Jacobo no quiso dar un paso que sabia era tan agradable á Isabel, y Essex, perdiendo enteramente el respeto á las consideraciones mas sagradas, formó el insensato proyecto de conmover con 300 hombres el trono mas bien afianzado de Europa. Sale de su casa con aquella pequeña fuerza, procura sublevar la plebe de Londres, y se encamina á palacio sin que se le agregase un solo individuo, á pesar de la inmensa popularidad de que gozaba. Desanimado por estas señales de indiferencia, y abandonado por una parte de sus amigos, mientras se apresuraban numerosas tropas á rechazarlo, se retiró á su casa y se entregó sin resistencia en manos de sus enemigos. Instruido de estas ocurrencias Jacobo, envió dos embajadores a Lóndres, con el designio aparente de interceder por la vida de Essex, y con la comisión secreta de indagar si aquel partido era bastante numeroso, y si convendría que el mismo rey se pusiese á su cabeza y reclamase por la fuerza de las armas el reconocimiento de su derecho. Pero antes que los embajadores llegasen, el conde habia pagado la pena de su delito. El anuncio de la llegada de los embajadores contribuyó á precipitar el momento de su muerte. Isabel habia vacilado en mil incertidumbres antes de resolver su destino. No podia determinarse á poner en manos del verdugo á un hombre a quien habia prodigado los favores. Su alma agitada entre el resentimiento y un afecto arraigado, era presa de agudos tormentos. Por último, molestada por sus ministros que no cesaban de manifestarle la necesidad de un escarmiento, y persuadida de que el conde, en la última estremidad imploraría su clemencia, dio la orden de la ejecución. No bien habia pronunciado aquel terrible fallo, se arrepintió de su precipitacion y se sintió penetrada del mas agudo dolor. Jacobo consideró siempre al conde como un hombre que se habia sacrificado por su causa, y cuando ciñó la
Gravísimos fueron los sucesos, que sobrevinieron poco después en Inglaterra. La corte se hallaba a la sazón dividida en dos partidos, capitaneado el uno por el conde de Essex, y el otro por Roberto Cecil, hijo del gran tesorero Burleigh. El conde era un caballero cumplido; bravo, generoso, de gallarda presencia, ardiente en sus afectos, y arrojado en sus designios. La reina lo habia distinguido desde su juventud colmándolo de honores y dignidades. Cecil era disimulado, astuto, modesto en apariencia. El conde despreciaba los artificios de su rival: este censuraba como locura la magnificencia de aquel. El conde tenia de su parte á todo el ejército: Cecil tenia mas partido entre los cortesanos. Esta rivalidad iba en aumento á medida que la reina avanzaba en años. Essex se había atraido la amistad del rey de Escocia; correspondia con él, y se declaraba sostenedor de sus derechos. Cecil, consagrado á la reina, ganaba cada dia nuevos honores, por su constancia en hacerle la corte, y por los servicios con que señalaba su celo. El espíritu altanero del conde atrajo reprensiones severas de parte de la reina la cual le profesaba particular afecto, pero era mujer que no podia sufrir la contradicion. Essex la fatigaba continuamente con demandas importunas. Los enemigos del conde lisonjeaban astutamente su desmesurada ambición, y no pensaba mas que en alejarlo de la córte. Con este objeto le proporcionaron el mando del ejército de Irlanda, con el cargo de lord teniente y poderes ilimitados. El conde no salió airoso de aquella expedición, frustró las esperanzas de la reina, y no cumplió nada de lo que habia prometido. Isabel, picada de este contratiempo y aguijoneada por los enemigos del conde, le escribió una carta llena de ágrias reconvenciones. El primer impulso del conde al recibirla fué proyectar un paso temerario, cual seria entrar en Inglaterra con la mitad de sus tropas, dirigirse á Lóndres, arrojar de la córte á sus enemigos y apoderarse por fuerza de su antiguo poderío. Pero despues de haberse calmado su primer enojo, resolvió ir solo y presentarse á la reina, cuya amistad creia fácil reconquistar. Isabel lo recibió muy friamente, pero sin apariencias de querer hostilizarlo. Fácil le habria sido volver á entrar en la gracia de su soberana, confesando francamente sus faltas, é implorando su indulgencia: mas su orgullo no le permitía someterse á tanta humillación. Isabel por su parte estaba resuelta á doblar la altivez de aquel hombre presuntuoso. Después de haberlo obligado, á fuerza de aspereza y malos tratos, á escribirle cartas llenas de sumisión y humildad, mandó formarle causa, tanto por su conducta en Irlanda, como por haber salido de aquel reino sin licencia del gobierno. La sentencia fué la pérdida de todos sus empleos, menos el de general de caballería, y el encarcelamiento, durante el tiempo que S. M. determinase. La reina no quiso que se publicase la sentencia, y lo puso muy pronto en libertad. Durante todo este negocio, Essex vacilaba entre su fidelidad á la reina y el deseo de vengarse: en un momento en que este último sentimiento prevaleció, escribió al rey de Escocia, estimulándolo á asegurar su derecho á la corona de Inglaterra, por la fuerza de las armas, y ofreciéndoles 5,000 hombres del ejército de Irlanda que estaban á su disposición. El rey deshechó este descabellado designio, y Essex observó una conducta mas moderada. Mas esta aparente moderación, hija del despecho, no duró mucho. Pidió que se le renovase una pension de que gozaba antes, y la reina se la rebusó y ni aun quiso admitirlo en su presencia. Este nuevo desaire lo arrebató de furor. Sus amigos lejos de calmarlo, fomentaron el tumulto de sus pasiones, y lo escitaron á obrar á cara descubierta. Escribió á Jacobo que la facción que dominaba entonces en la córte trabajaba en favor de las pretensiones de la infanta de España; que las plazas principales del reino estaban en poder de los enemigos de Escocia, y que si no exigia inmediatamente una declaración esplícita en su favor, firmada por la reina, se esponia á ver frustradas todas sus esperanzas. Jacobo no quiso dar un paso que sabia era tan agradable á Isabel, y Essex, perdiendo enteramente el respeto á las consideraciones mas sagradas, formó el insensato proyecto de conmover con 300 hombres el trono mas bien afianzado de Europa. Sale de su casa con aquella pequeña fuerza, procura sublevar la plebe de Londres, y se encamina á palacio sin que se le agregase un solo individuo, á pesar de la inmensa popularidad de que gozaba. Desanimado por estas señales de indiferencia, y abandonado por una parte de sus amigos, mientras se apresuraban numerosas tropas á rechazarlo, se retiró á su casa y se entregó sin resistencia en manos de sus enemigos. Instruido de estas ocurrencias Jacobo, envió dos embajadores a Lóndres, con el designio aparente de interceder por la vida de Essex, y con la comisión secreta de indagar si aquel partido era bastante numeroso, y si convendría que el mismo rey se pusiese á su cabeza y reclamase por la fuerza de las armas el reconocimiento de su derecho. Pero antes que los embajadores llegasen, el conde habia pagado la pena de su delito. El anuncio de la llegada de los embajadores contribuyó á precipitar el momento de su muerte. Isabel habia vacilado en mil incertidumbres antes de resolver su destino. No podia determinarse á poner en manos del verdugo á un hombre a quien habia prodigado los favores. Su alma agitada entre el resentimiento y un afecto arraigado, era presa de agudos tormentos. Por último, molestada por sus ministros que no cesaban de manifestarle la necesidad de un escarmiento, y persuadida de que el conde, en la última estremidad imploraría su clemencia, dio la orden de la ejecución. No bien habia pronunciado aquel terrible fallo, se arrepintió de su precipitacion y se sintió penetrada del mas agudo dolor. Jacobo consideró siempre al conde como un hombre que se habia sacrificado por su causa, y cuando ciñó la
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