lunes, febrero 16, 2009

Viage ilustrado (Pág. 357)

pensamientos. Entonces el dean de Peterborough comenzó un discurso piadoso. María le declaro que su religion no le permitia darle oidos, y puesta de rodillas recitó muchas veces una oración en latín. Cuando hubo acabado el dean, la reina alzó la voz, y hablando en inglés encomendó á Dios las aflicciones de la Iglesia; rogó por la prosperidad de su hijo, y deseo á Isabel larga vida y tranquilo reinado. Declaro que ponía toda su esperanza en la muerte de Jesucristo, pronta á derramar su sangre, en presencia de la imagen del Salvador. Alzó el crucifijo, lo besó y pronunció estas palabras: «Asi como tus brazos, ¡oh Jesús! están abiertos en la cruz, recíbeme con los brazos abiertos de tu misericordia, y perdóname mis pecados.» Preparóse en seguida á ponerse en el rollo, quitándose el velo y la ropa esterior. Uno de los verdugos quisó ayudarla con ademan grosero: ella lo contuvo con gesto magestuoso y suave, diciéndole que no estaba acostumbrada á desnudarse en público ni con semejantes ayudas de cámara. Estendió el cuello sobre el rollo con la mas perfecta tranquilidad y la mas admirable intrepidez; y mientras un verdugo le tenia las manos, otro le dividió el cuello de dos golpes. El verdugo cogió la cabeza, y al levantarla para que la viesen los espectadores, el dean dijo: «Asi perezcan todos los enemigos de Isabel.» El conde de Kent fué el único que respondió: amen. Todos los otros testigos de esta horrible escena estaban inundados de lagrimas, no podiendo abrigar en aquel instante otros sentimientos que la piedad y la admiración.
Tal fué la muerte trágica de Maria Estuardo, reina de Escocia á la edad de 44 años y 2 meses después de diez y nueve años de cautiverio, durante los cuales no hubo un solo monarca católico en Europa que tomase con calor su causa, tan identificada con la de la religion y con la de la dignidad del poder monárquico. Los partidos políticos que se formaron en Escocia durante su reinado, han subsistido hasta ahora bajo diferentes nombres. Su primitiva animosidad se ha trasmitido de una á otra generación. En vano se buscará el verdadero carácter de María en los historiadores dominados por aquellas pasiones. Los unos le dan todas las virtudes y todas las cualidades amables; los otros le atribuyen todos los vicios de que es susceptible nuestra naturaleza. María, en realidad, no merecía ni los loores escesivos que algunos le han prodigado, ni la censura indiscreta que otros han hecho de sus costumbres y de su conducta. Unia á todos los atractivos de la hermosura, al esterior mas seductor y agradable, un conjunto de todas las habilidades y perfecciones que arrancan los aplausos de las gentes bien educadas. Era cortes, afable, fogosa hasta la precipitación, arrebatada en sus afectos, viva en sus pasiones, y llena de candor y buena fé. Hablaba y escribia con tanta soltura como dignidad y corrección. Gustaba de la lisonja, y no era insensible al placer que sienten las mugeres cuando perciben el efecto que hace su hermosura. No podia sufrir la contradicion, porque desde niña habia sido tratada como reina. Un gran fuego de imaginación, una viveza de temple, no bastantes neutralizadas por la prudencia ni contenidas en los límites de la moderación, la indugeron á cometer faltas que sus mas parciales amigos no pueden abstenerse de calificar de graves. No es fácil saber hasta qué punto tomó parte en el asesinato de Darnly, y si tuvo alguna, las costumbres de su siglo no justifican pero esplican la poca importancia que daban á crímenes de esta clase los personages mas altamente colocados. Pero lo que desarma el mas severo de los censores en el juicio que forme de esta célebre muger, es la acerbidad y la duración de sus infortunios. En lugar de acusarla, no hay corazón recto y noble que no deplore su suerte. Las desgracias de Maria sobrepujan en mucho las ficciones trágicas que inventa la imaginación para conmover todas las fibras del corazón humano. Cuando recorremos esa larga serie de desventuras de la reina de Escocia, nos hallamos dispuestos á disculpar sus flaquezas, notamos sus faltas con menos indignación, y nos felicitamos de las lágrimas que nos hace derramar, como si se vertiesen por una persona de irreprensible virtud.
No se permitió á las criadas de la reina de Escocia que conservasen su cadáver; Se llevó á la pieza contigua á la de la ejecución, y alli estuvo algunos dias cubierto con un pedazo de paño viejo arrancado á una mesa de billar. El rollo, el cadalso, los delantales de los verdugos, y todo lo que estaba manchado con la sangre de María, fué entregado á las llamas. Algún tiempo después, Isabel mandó que se enterrase con pompa regia en la catedral de Peterborough. Pero este trivial paliativo, esta vana ostentación, le fueron inútiles. Cuando Jacobo subió al trono de la Gran Bretaña, mandó trasferir el cadáver de su madre á la célebre abadía de Westminster, donde está colocado entre los restos de los reyes de Inglaterra. Isabel afectó una gran sorpresa y una vehemente pesadumbre cuando le anunciaron la muerte de María. Para dar á esta ficción el aspecto de la realidad, no escusó lágrimas, sollozos ni desmayos. Todo este aparato y el luto rigoroso que vistió, no podían hechar un velo sobre su conducta, marcada en todas su partes con el sello de la perfidia, del rencor y del artificio. Quiso persuadir á todo el mundo que María habia sido conducida al cadalso contra su voluntad y sin su conocimiento. Su ministro Davison fué el instrumento que eligió para representar aquella escena de refinada falsía, y aquel fiel servidor, que no sospechaba las intenciones de la reina, ni las asechanzas que le apercibía, fué víctima de las arterías de su ama.
Davison no habia hecho mas que cumplir con su deber de secretario de Estado, al presentar á la firma de la reina la orden para la ejecución, y por mandato suyo, la llevó á la oficina del gran sello. Sin embargo, la reina aseguraba que le habia mandado guardar el mayor silencio sobre el negocio, y no desprenderse del papel sin una orden verbal suya; que despreciando este precepto, el ministro, no solamente habia revelado el secreto á sus colegas, sino que de acuerdo con ellos habia reunido el consejo privado, el cual, sin conocimiento de la reina, habia publicado la orden y cometido su ejecución á los dos condes. Davison negaba todos estos hechos, y con circunstancias y pormenores que no dejaban la menor duda sobre su veracidad, referia el suceso en términos de hechar toda la culpabilidad sobre la reina. En efecto, era imposible atribuir una conducta tan imprudente á unos hombres envejecidos en el servicio, poseedores de toda su confianza y que conocian demasiado todo lo crítico de las circunstancias para resolver por sí mismos un negocio de tanta magnitud. Sin embargo, Isabel, penetrada en apariencia de pesadumbre y de furor, exageró el disimulo hasta alejar de su presencia á la mayor parte de los ministros. Davison fué privado de sus empleos y enviado á la torre de Lóndres.

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