miércoles, febrero 04, 2009

Viage ilustrado (Pág. 338)

que se habia casado en Inglaterra y que habitaba en Rucby, pequeña ciudad situada en aquellas cercanías. A la puerta de Kenilworth, esta pequeña hada nos tendió la mano, nos deseó muchas felicidades y desapareció como una centella. Mi compañero la miró huir cantando:

El solitario,
Lo sabe todo;
Todo lo vé
Y en todas partes está, etc.

Kenilworth está casi arruinado: es el palacio del Tiempo; en todas partes están grabadas sus armas; destructor, poético y caprichoso, ha completado el esplendor de estos lugares llenos del recuerdo de Leicester, de Enrique de Lancastre, de Simon de Monfort, de Mortimer, de Isabel, y de aquella Amy Robsart, que Walter Scott ha colocado alli, y cuyo fantástico recuerdo se venera mas que las tradiciones de las crónicas.
Elevado sobre un montículo, en la estremidad de una aldea situada en una llanura verde regada por un bonito riachuelo azul terminado por un lago, y sembrada de grandes árboles, Kenilworth, rodeado de un foso profundo, deja ver sus vestigios amontonados sobre una alfombra de yerbas espesas. La mas vieja de estas torres, cuyas proporciones son inmensas y los muros de una prodigiosa profundidad, tiene en su recinto un bosque de encinas entre rocas, estatuas mutiladas y cornisas. Esta torre cuadrada, llena de agujeros, con galerías, escaleras colgantes, donde las aves de rapiña hacen sus nidos, con puertas, este torreón, en fin, se llama la torre de César. Es probable que habitase alli este rey sajón de Mercia, aquel Kenelph de las leyendas, que ha legado su nombre al antiguo castillo.
Mas allá se sube ó se baja á través de muchos escombros; se atraviesa por salones, por salas góticas que reciben la luz del cielo, y cuyas ventanas ojivales son alumbradas en lo interior, en ver de trasmitir la luz. En medio de esta ruinosa antigüedad se ven bóvedas, y se encuentran otras salas subterránas, del pavimento de las cuales salen ramages crecidos y verdes; de este modo la naturaleza ha tomado posesión de su dominio.
Los edificios elevados por Roberto Dadley, conde de Leicester, son mas modernos y de una singular elevación. Se sufre alli una espantosa tiniebla, se respira la humedad de las cavernas, y se escurre el viagero observador sobre este terreno mojado, donde el gusano en su marcha silenciosa señala incesantemente sus tristes geroglíficos. Levantad la cabeza: contra estas paredes sombrías, con claraboyas acá y allá, se verán los cuerpos de mampostería destruidos á estas horas; se verán las chimeneas con las armas pintadas ó en relieve; los frisos de los aposentos, los crampones donde se suspendían las armaduras, y hasta vestigios de pinturas, cubiertas por el musgo verde, césped sepulcral de las murallas. Generaciones guerreras han pasado sobre nuestras cabezas, y duermen donde nosotros descenderemos á nuestra vez.
En la cima de una inútil escalera que ya casi no existe, la vista recorre sin obstáculo aquellas llanuras, en otro tiempo sombreadas por el bosque de Arden, donde justaron en 1286, en presencia de Eduardo I y de las damas, los cien caballeros, que discípulos siempre de las novelas de caballería, celebraron en Kenilworth la asamblea de la Tabla Redonda. La guerra, el amor y la muerte reasumen los anales de este edificio venerando, ora prisión, ora ciudadela, que sirvió de teatro á las luchas feudales sostenidas contra Enrique III por Monfort y Hastings. El antiguo barrio del tiempo del feudalismo, pereció con la era antigua y cayó bajo el hierro de los soldados de Cromwell con los últimos vestigios de las épocas caballerescas.
Tales son las fases de la larga vida de estos monumentos: los reyes reunen alli soldados que los conservan a espensas de los reyes. Después penetró alli el pueblo a su vez, abre las puertas á los árboles de los bosques, y los árboles atraen alli ruiseñores y poetas. Kenilworth, descrito, llenaría muchas páginas: su historia está en las crónicas é idealizada por las leyendas de otros tiempos. Hemos espresado aquí lo que hemos visto y sentido, y no traducir lo que hemos leído. El viagero ha cogido una flor en su tránsito, respira su perfume, y nos la presenta disecada.
Después de un desayuno poco suculento, y obtenido con dificultad, volvimos á emprender nuestra marcha hasta Lecmington. Este viage de dos minutos, nos trasladó de Kenilworth á Warwick, cabeza de partido del condado. Este lugar parece que está consagrado á la antigua caballería de Inglaterra. De estos dos castillos, el tiempo ha respetado el mas ilustre y el mas estraño. Warwick parece que está situado en el fondo de un laberinto sobre el cual se cree que esta sostenido, viéndole innaccesible y fantástico, como uno de los castillos encantados de la Armórica.
Preocupado por la áspera melancolía de estos lugares de misterio y de capricho, me detuve solo en la estremidad de una doble y ancha calle de cedros enormes que oscurecerían mas la noche por su aspecto espeso y sombrío. Luego pasé á la galería de cuadros donde reina todo el interés que puede prestar este sitio. Hay sobre doscientas obras maestras dispersas en estos brillantes salones, que contienen veinte retratos de Van−Dyck.
Los últimos dias de mi residencia los empleé en escursiones. Tenia curiosidad de comparar á Lóndres con las provincias, y de observar la fisonomía particular de las ciudades en los condados inmediatos. La legislación y las costumbres religiosas lo han nivelado todo; el inglés es el mismo en todas partes; los antiguos usos van desapareciendo; lo mismo se vive en Birmingham ó en Bristol que en Lóndres, y se vive en el país de York como en el Devonshire. Escepto la Irlanda y la Escocia, donde yo no he estado, el viage á través de las llanuras de la antigua Inglaterra no suministra otro elemento de variedad que los sitios y los monumentos. La ciudad, que tiene la monotonía por apogeo, ha nivelado los condados, como nivelará nuestras antiguas provincias.
En Brighton, donde he estado dos dias, se vive con harto fastidio. Durante el verano, es una ciudad para los baños de mar, y en el invierno una ciudad para baños de agua templada. Abrigado hacia el Norte por una cordillera de montañas, Brighton, el Pontpeller de la Gran Bretaña, es una ciudad nueva parecida á Lóndres, con palacios y suntuosos hoteles. Los enfermos acuden alli á la aproximación de Navidad, y el difunto rey Guillermo IV, se hizo construir alli un palacio á la turquesca, aun cuando este soberano nada tuvo de turco. En la buena estación, se bañan en la mar, delante del muelle, que sirve de paseo á la

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