Vista del palacio de Hampton-Court
establecimiento sin desplegar los labios, lo que le pareció sin duda la cosa mas natural del mundo.
En otra tienda hice que me enseñasen basta veinte bastones, y conforme los iba viendo me dio el deseo de comprar agujas: en su consecuencia di las gracias al mercader con una inclinacion de cabeza: él me saludó con la mayor política, de lo que quedé pasmado.
Un cuchillero estaba muy cerca de aquella tienda: me presentó las agujas que le pedí, y entonces me apeteció comprar un cuchillo; él fabricante me enseñó uno, uno solo: yo queria muchos; él puso una carrera de ellos sobre el mostrador, me dijo el precio de cada uno y me dejó. Examinados á placer me senté, y mirando al techo con aire distraído principié á tararear lo primero que me ocurrió; el artesano volvió á tomar la lima y continuó trabajando. Al cabo de algunos minutos me dijo:
—Hace mucho calor.
Y yo respondí muy á propósito:
—Yes.
Enredando y jugueteando con los cuchillos escogí uno; el fabricante lo examinó y me dijo:
—Este no es bueno.
Lo dejó sobre la mesa y volvió á su obra.
Presumiendo que seria oportuno reparar mi ignorancia, puse mayor cuidado en mi elección; le presenté otro, y entonces el cuchillero á su vez pronunció:
—Yes.
Necesitaba también un cortaplumas, y le pedí uno que fuese escelente. El vendedor abrió un armario, fué buscando, y al fin escogió uno solo; me lo presentó, y diciéndole que sacase mas, me dijo:
—Este es very-good, very-good.
Sin negarse a lo que le pedia se estaba plantado sin moverse, atormentándome con su eterno very-good. Al fin se lo compré: el mango estaba trabajado con mucho esmero, el acero supongo qué es muy fino y bien templado; pero... no corta bien.
Al salir del taller se acercó á mí una ramilletera andrajosa, que por dos pences me daba un manojo de rosas sin olor, pero de una frescura admirable. En primavera está Lóndres, cubierto de esta clase de rosas; las muchachas pobres las llevan á brazadas. Dos artículos son baratísimos en aquel pais: las flores y los gorros de algodón.
Pude hacer esta observación un dia comprando guantes en un almacén en donde solo os enseñan uno ó dos dedos á la vez. Aunque estaba surtido con infinita cantidad de artículos de gusto y de capricho, es inútil decir que los encargados de su despacho se guardaron muy bien de elogiar su bondad y baratura. En las tiendas de mayor consideración el dueño recibe el dinero como lo haria un demandante de la caridad, y os entrega el género que habéis comprado con una sonrisa grave y cortés como si os lo regalase.
Sucede muchas veces que los mercaderes ingleses, se manifiestan tan poco solícitos en poner de muestra y presentar á la vista las baratijas, que por prudencia se abstiene el comprador de pedirlas temiendo privar dé ellas al vendedor.
Esto es cabalmente lo que me sucedió con un lonjista de mercería cuyo almacén estaba abundantemente surtido de agujas, carteritas, cajas de carton y de marfil, estuches, etc., aunque él lo disimulaba lo mejor que podia. Tenia este buen hombre una hija encantadora, precioso auxiliar en otros países cuando se trata de atraer parroquianos. Luego que entré, la jovencita hizo ademan de retirarse, pero yo la detuve dirigiendo directamente á ella la palabra.
Después de haber elegido algunos artículos y como unos cuarenta paquetes de agujas, los enseñó al padre, que calándose las gafas leyó atentamente la contraseña pegada en cada paquete: puso algunos aparte, y me hizo observar que aunque todos eran á un mis–
En otra tienda hice que me enseñasen basta veinte bastones, y conforme los iba viendo me dio el deseo de comprar agujas: en su consecuencia di las gracias al mercader con una inclinacion de cabeza: él me saludó con la mayor política, de lo que quedé pasmado.
Un cuchillero estaba muy cerca de aquella tienda: me presentó las agujas que le pedí, y entonces me apeteció comprar un cuchillo; él fabricante me enseñó uno, uno solo: yo queria muchos; él puso una carrera de ellos sobre el mostrador, me dijo el precio de cada uno y me dejó. Examinados á placer me senté, y mirando al techo con aire distraído principié á tararear lo primero que me ocurrió; el artesano volvió á tomar la lima y continuó trabajando. Al cabo de algunos minutos me dijo:
—Hace mucho calor.
Y yo respondí muy á propósito:
—Yes.
Enredando y jugueteando con los cuchillos escogí uno; el fabricante lo examinó y me dijo:
—Este no es bueno.
Lo dejó sobre la mesa y volvió á su obra.
Presumiendo que seria oportuno reparar mi ignorancia, puse mayor cuidado en mi elección; le presenté otro, y entonces el cuchillero á su vez pronunció:
—Yes.
Necesitaba también un cortaplumas, y le pedí uno que fuese escelente. El vendedor abrió un armario, fué buscando, y al fin escogió uno solo; me lo presentó, y diciéndole que sacase mas, me dijo:
—Este es very-good, very-good.
Sin negarse a lo que le pedia se estaba plantado sin moverse, atormentándome con su eterno very-good. Al fin se lo compré: el mango estaba trabajado con mucho esmero, el acero supongo qué es muy fino y bien templado; pero... no corta bien.
Al salir del taller se acercó á mí una ramilletera andrajosa, que por dos pences me daba un manojo de rosas sin olor, pero de una frescura admirable. En primavera está Lóndres, cubierto de esta clase de rosas; las muchachas pobres las llevan á brazadas. Dos artículos son baratísimos en aquel pais: las flores y los gorros de algodón.
Pude hacer esta observación un dia comprando guantes en un almacén en donde solo os enseñan uno ó dos dedos á la vez. Aunque estaba surtido con infinita cantidad de artículos de gusto y de capricho, es inútil decir que los encargados de su despacho se guardaron muy bien de elogiar su bondad y baratura. En las tiendas de mayor consideración el dueño recibe el dinero como lo haria un demandante de la caridad, y os entrega el género que habéis comprado con una sonrisa grave y cortés como si os lo regalase.
Sucede muchas veces que los mercaderes ingleses, se manifiestan tan poco solícitos en poner de muestra y presentar á la vista las baratijas, que por prudencia se abstiene el comprador de pedirlas temiendo privar dé ellas al vendedor.
Esto es cabalmente lo que me sucedió con un lonjista de mercería cuyo almacén estaba abundantemente surtido de agujas, carteritas, cajas de carton y de marfil, estuches, etc., aunque él lo disimulaba lo mejor que podia. Tenia este buen hombre una hija encantadora, precioso auxiliar en otros países cuando se trata de atraer parroquianos. Luego que entré, la jovencita hizo ademan de retirarse, pero yo la detuve dirigiendo directamente á ella la palabra.
Después de haber elegido algunos artículos y como unos cuarenta paquetes de agujas, los enseñó al padre, que calándose las gafas leyó atentamente la contraseña pegada en cada paquete: puso algunos aparte, y me hizo observar que aunque todos eran á un mis–
1 comentario:
que guapo :)
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