te, de manera que el cochero tenia todo el aire de un gentleman que llevaba á paseo á un artesano con el vestido de trabajar.
—¿Quién es ese hombre? prégunté á mi vecino.
—Es, me contestó, el mas rico carnicero de Lóndres: vuelve del matadero y se dirige á su causa en su carruaje. Sus abuelos ejercieron el mismo oficio, su padre lo ha dejado habiendo reunido un capital de mas de dos millones, y él por modestia continúa con la profesión de su padre, costumbre antigua muy honrosa, porque este caballero carnicero posee en el día cuatro millones.
Admiré la modestia de este hombre que por piedad filial se ha resignado á ganar humildemente 2.000,000 y que se presenta con tanta ostentación y orgullo plebeyo.
—Estas costumbres patriarcales, observó mi adlátere, son desconocidas en España; los padres no quieren que sus hijos ejerzan su oficio ó profesión, desean sacarles de su esfera y condición...
—No es general, me apresuré á contestarle; precisamente hay infinitas familias en que de padres á hijos se trasmite el arte que profesaron sus abuelos desde la cuarta generación.
—Y es el único modo de adelantar, me contestó muy satisfecho.
Habíamos llegado á Chancery–lane, y mi hombre echó pie á tierra: sea distracción, ó bien que ignoraba el sitio en que se, hallaba, lo cierto es que no sabia por donde habia de dirigirse; yo se lo indiqué, y quedó sorprendido; me estrechó la mano y no se separo de mí sin encargarme mucho que tuviese cuidado de mis faltriqueras y que desconfiase de los infinitos rateros diestros en el oficio que tanto abunda en Londres: todo inglés os aconseja lo mismo con un celo verdaderamente hospitalario. Todavía le vi parado en la esquina de la calle como dudando si realmente se encontraba en el parage á dónde iba.
No es estraño: me acuerdo que en cierta ocasión tenia que andar mucho y tome un cab. Diciendo á donde quería ir, el cochero me rogó con la mayor sencillez le indicase el camino, y hube de servir de cicerone. Nada mas natural que tener que preguntar cuando se atreviesa por las calles de esta ciudad, cuatro veces mas grandes que París: indicar las señas es la principal ocupación de los policemen, siempre atentos y solícitos en servir al público: las mas de las veces el constable interrogado consulta con sus compañeros antes de dar las señas que se le piden.
Cualquiera sabe dirigirse al parage que desea, mas hay pocos que sepan distinguir las calles unas de otras, y nadie conoce bien á Londres, encontrándose en él aun los naturales como si fuesen estrangeros.
En todos los cuarteles hay calles que tienen un mismo nombre: veinte se encuentra por lo menos que llevan el de Prince–street, de Quem–street, de Yorh–street, etc. Ademas de estas calles, unas se llaman lane, otra road, place, terrace, hill, gate, etc. Asi tenéis á Portland–estreet, Portland–place, Portland–road, Portland–square, y otro tanto sucede con las voces Grosvenor, Hanover, Saint–James, Waterloo, Warwich, Westminster, Surrey y otras ciento. Estas calles de un mismo nombre están repartidas en todos los cuarteles de la ciudad. ¿Cómo, pues, es posible adivinar dónde está la que se necesita? Se ve obligado el estrangero á designar el nombre de la calle, el cuartel ó bien nombrar otra muy conocida inmediata á la que se busca. A veces también en un mismo cuartel hay dos calles del mismo nombre, tocándose una á otra. Frecuentemente sucede que las calles no tienen azulejos que indiquen su nombre, y si otras inscripciones qué solo sirven para embrollar y confundir al viagero. Asi sucedió á un amigo mío, que se equivocó, y su desgracia divirtió mucho á los ingleses. Es necesario tener presente que en uno de los ángulos del azulejo en que está escrito el nombre de la calle ó square, la autoridad manda poner estas palabras: Commit no nuisance, no cometáis delito alguno, esto es, no hagáis cosa que ofenda á la decencia ó perjudique á la salubridad.
El recien venido, que deseaba recorrer la ciudad y encontrar después su posada sin dificultad, saca su cartera y anota lo que está escrito én el ángulo de la lápida de Leicester–square. Vedlo ya muy tranquilo:
corretea todo el dia, se pierde, se estravía... no hay que temer; llega la noche y se lanza dentro de un cab. Hecho esto, con la satisfacción y la misma seguridad que si conociese las calles como las de su pueblo, dice al cochero:
—Commit no nuisance.
El auriga echó á reír.
—¡Maldita pronunciación! esclamó incomodado el estrangero, no me ha entendido.
Y muy satisfecho y alegre saca de la faltriquera la cartera y le muestra las señas; vistas por el cochero prorumpe en tan estrepitosas carcajadas que casi lo sofocan. El viagero se encoleriza: llama para testigos de la demasía á los pasageros; pero estos, graves y mesurados en un principio, luego que ven la causa de la queja imitan al conductor riéndose hasta reventar.
La cólera de mi amigo llega á su colmo, maldice, patea, á cuyos estremos se agrupan las gentes; todos van decididos á ponerse de parte de éste, pero enterados del negocio, cada úneme á cual mas. Llegan agentes de policía, mas ¡ah! desaparece todo vislumbre de esperanza: sus risotadas reaniman las del gentío. En fin, se presenta un grave gentleman: ¡oh! es un sugeto muy puesto en razon: habla en español á la víctima, se entera de todo, y… da al traste con su gravedad y circunspección. Por último, entran las esplicaciones aunque no sin trabajo, y entonces mi amigo suelta la carcajada, que es la señal para que principie de nuevo el coro general.
A veces se le pone al hombre en la cabeza alguna niñería que luego se convierte en asunto grave. En Lóndres todos van armados con su bastón, y vedme ya determinado á comprar uno, pero no podia encontrarlo á mi gusto. Hice parar mi carruage en Fleet–street, en la Cité, y fui pasando revista por todos los fajos de bastones puestos á la puerta de las tiendas; entré en una y mandé me enseñasen un bambú que me pareció muy bonito; pero visto de cerca no me agradó. Articulé el monosílabo no, y esperé que me sacasen otro.
Pero con grande sorpresa mia vi que el mercader volvió a ocuparse en otra cosa: di varias vueltas por el almacén sin que llamase su atención, y me salí sin que él hiciese la menor gestión, para detenerme. En Lóndres nada se articula. Quise asegurarme todavía mas: entré en otra tienda, y por espacio de diez minutos anduve registrándolo todo, tocando cuanto veía sin pedir nada. Ni una palabra, ninguna pregunta, ningún ofrecimiento por parte del dueño. Me salí del
—¿Quién es ese hombre? prégunté á mi vecino.
—Es, me contestó, el mas rico carnicero de Lóndres: vuelve del matadero y se dirige á su causa en su carruaje. Sus abuelos ejercieron el mismo oficio, su padre lo ha dejado habiendo reunido un capital de mas de dos millones, y él por modestia continúa con la profesión de su padre, costumbre antigua muy honrosa, porque este caballero carnicero posee en el día cuatro millones.
Admiré la modestia de este hombre que por piedad filial se ha resignado á ganar humildemente 2.000,000 y que se presenta con tanta ostentación y orgullo plebeyo.
—Estas costumbres patriarcales, observó mi adlátere, son desconocidas en España; los padres no quieren que sus hijos ejerzan su oficio ó profesión, desean sacarles de su esfera y condición...
—No es general, me apresuré á contestarle; precisamente hay infinitas familias en que de padres á hijos se trasmite el arte que profesaron sus abuelos desde la cuarta generación.
—Y es el único modo de adelantar, me contestó muy satisfecho.
Habíamos llegado á Chancery–lane, y mi hombre echó pie á tierra: sea distracción, ó bien que ignoraba el sitio en que se, hallaba, lo cierto es que no sabia por donde habia de dirigirse; yo se lo indiqué, y quedó sorprendido; me estrechó la mano y no se separo de mí sin encargarme mucho que tuviese cuidado de mis faltriqueras y que desconfiase de los infinitos rateros diestros en el oficio que tanto abunda en Londres: todo inglés os aconseja lo mismo con un celo verdaderamente hospitalario. Todavía le vi parado en la esquina de la calle como dudando si realmente se encontraba en el parage á dónde iba.
No es estraño: me acuerdo que en cierta ocasión tenia que andar mucho y tome un cab. Diciendo á donde quería ir, el cochero me rogó con la mayor sencillez le indicase el camino, y hube de servir de cicerone. Nada mas natural que tener que preguntar cuando se atreviesa por las calles de esta ciudad, cuatro veces mas grandes que París: indicar las señas es la principal ocupación de los policemen, siempre atentos y solícitos en servir al público: las mas de las veces el constable interrogado consulta con sus compañeros antes de dar las señas que se le piden.
Cualquiera sabe dirigirse al parage que desea, mas hay pocos que sepan distinguir las calles unas de otras, y nadie conoce bien á Londres, encontrándose en él aun los naturales como si fuesen estrangeros.
En todos los cuarteles hay calles que tienen un mismo nombre: veinte se encuentra por lo menos que llevan el de Prince–street, de Quem–street, de Yorh–street, etc. Ademas de estas calles, unas se llaman lane, otra road, place, terrace, hill, gate, etc. Asi tenéis á Portland–estreet, Portland–place, Portland–road, Portland–square, y otro tanto sucede con las voces Grosvenor, Hanover, Saint–James, Waterloo, Warwich, Westminster, Surrey y otras ciento. Estas calles de un mismo nombre están repartidas en todos los cuarteles de la ciudad. ¿Cómo, pues, es posible adivinar dónde está la que se necesita? Se ve obligado el estrangero á designar el nombre de la calle, el cuartel ó bien nombrar otra muy conocida inmediata á la que se busca. A veces también en un mismo cuartel hay dos calles del mismo nombre, tocándose una á otra. Frecuentemente sucede que las calles no tienen azulejos que indiquen su nombre, y si otras inscripciones qué solo sirven para embrollar y confundir al viagero. Asi sucedió á un amigo mío, que se equivocó, y su desgracia divirtió mucho á los ingleses. Es necesario tener presente que en uno de los ángulos del azulejo en que está escrito el nombre de la calle ó square, la autoridad manda poner estas palabras: Commit no nuisance, no cometáis delito alguno, esto es, no hagáis cosa que ofenda á la decencia ó perjudique á la salubridad.
El recien venido, que deseaba recorrer la ciudad y encontrar después su posada sin dificultad, saca su cartera y anota lo que está escrito én el ángulo de la lápida de Leicester–square. Vedlo ya muy tranquilo:
corretea todo el dia, se pierde, se estravía... no hay que temer; llega la noche y se lanza dentro de un cab. Hecho esto, con la satisfacción y la misma seguridad que si conociese las calles como las de su pueblo, dice al cochero:
—Commit no nuisance.
El auriga echó á reír.
—¡Maldita pronunciación! esclamó incomodado el estrangero, no me ha entendido.
Y muy satisfecho y alegre saca de la faltriquera la cartera y le muestra las señas; vistas por el cochero prorumpe en tan estrepitosas carcajadas que casi lo sofocan. El viagero se encoleriza: llama para testigos de la demasía á los pasageros; pero estos, graves y mesurados en un principio, luego que ven la causa de la queja imitan al conductor riéndose hasta reventar.
La cólera de mi amigo llega á su colmo, maldice, patea, á cuyos estremos se agrupan las gentes; todos van decididos á ponerse de parte de éste, pero enterados del negocio, cada úneme á cual mas. Llegan agentes de policía, mas ¡ah! desaparece todo vislumbre de esperanza: sus risotadas reaniman las del gentío. En fin, se presenta un grave gentleman: ¡oh! es un sugeto muy puesto en razon: habla en español á la víctima, se entera de todo, y… da al traste con su gravedad y circunspección. Por último, entran las esplicaciones aunque no sin trabajo, y entonces mi amigo suelta la carcajada, que es la señal para que principie de nuevo el coro general.
A veces se le pone al hombre en la cabeza alguna niñería que luego se convierte en asunto grave. En Lóndres todos van armados con su bastón, y vedme ya determinado á comprar uno, pero no podia encontrarlo á mi gusto. Hice parar mi carruage en Fleet–street, en la Cité, y fui pasando revista por todos los fajos de bastones puestos á la puerta de las tiendas; entré en una y mandé me enseñasen un bambú que me pareció muy bonito; pero visto de cerca no me agradó. Articulé el monosílabo no, y esperé que me sacasen otro.
Pero con grande sorpresa mia vi que el mercader volvió a ocuparse en otra cosa: di varias vueltas por el almacén sin que llamase su atención, y me salí sin que él hiciese la menor gestión, para detenerme. En Lóndres nada se articula. Quise asegurarme todavía mas: entré en otra tienda, y por espacio de diez minutos anduve registrándolo todo, tocando cuanto veía sin pedir nada. Ni una palabra, ninguna pregunta, ningún ofrecimiento por parte del dueño. Me salí del
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