martes, enero 27, 2009

Viage ilustrado (Pág. 334)

tificacion fantástica y burlesca de Falstaff. Windsor está distante de Londres unas veinte leguas.
Las construcciones mas estrañas aparecen allí las unas sobre las otras, reunidas en este almacén demasiado lleno de curiosidades arquitectónicas.
Uno de los mas singulares y de los menos previstos de estos accesorios de Windsor, que por otra parte constituirían monumentos completos, es un claustro contemporáneo de Eduardo III, y cuyas ojivas situadas entre dos altas paredes yacen en la humedad y en el silencio de las sombras.
Alli dejamos á Windsor para dirigirnos á Ascot−heath, á donde llegamos.
¡Qué movimiento de carruages que rodaban en todas direcciones! Todos marchan hacia Ascot−heath para asistir á las carreras de caballos de Pentecostés. La ocasión era preciosa, única, el dia tibio y risueño; nos metimos en la imperial de un omnibus.
Ascot es un terreno desigual, montuoso, árido, un desierto, que llega á ser pintoresco á fuerza de su desolación. De pronto se oye una campana y sucede un gran movimiento, para que la arena, atestada de gente quede pronto vacía; todos toman su posición respectiva, todos afluyen contra las barreras, porque va á comenzar la carrera. Se redoblan los clamores y los gritos: once caballos van rasando la tierra con su vientre, alargando el cuello y las piernas semejantes á una nube de flechas.
Desde el momento que han desaparecido, la multitud invade nuevamente la arena, preguntan, hablan confusamente; la reserva británica ha desaparecido, el entusiasmo llega á su colmo; y cuando dos minutos después el proclamado vencedor recorre la arena, el caballo se ve rodeado y colmado de parabienes. En este momento no habla la pasión, sino el delirio, la embriaguez, el frenesí; los sombreros vuelan por el aire, y los clamores suben hasta las nubes; en fin, la multitud electrizada se entrega á los trasportes de una alegría loca.
Tal es el único y poderoso elemento, tal es el efecto de las pasiones publicas en este floreciente pais.
Después de una semana de trabajo, de actividad, de placeres y de fatiga, Lóndres sucumbe y queda tranquila en un reposo de veinte y cuatro horas. Desde el sábado por la noche la ciudad toma otro aspecto, cesa el movimiento, y á la mañana siguiente se levanta el sol sin despertar á la ciudad, cuyas calles quedan mudas y silenciosas.
El mal humor inherente á los ingleses exagera la severidad religiosa que preside á este dia de obligatoria recreación. Se cierran los establecimientos públicos el domingo: museos, galerías, teatros, y hasta las iglesias, escepto las horas de ceremonia. No es costumbre hacer visitas en este dia, consagrado á Dios y á la familia. El móvil de esta costumbre es la igualdad.
Los ingleses, entre nosotros, pasan por inhospilatalarios, y verdaderamente no sé porqué. Sin afirmar nada respecto á este particular, me limito á consignar mis propias esperiencias, porque yo no he encontrado mas que maneras agradables, y un humor servicial por todas partes y en todas las clases sin escepcion. Los españoles se creen también objeto de una reprobación completa porque se dejan crecer la barba, y es preciso confesar que esta moda es poco agradable en un pais donde el gusto por el rape se estiende hasta en las praderas.
Se trataba, pues, de descubrir á Wallhamstow; yo me encontraba en la Cité, las tiendas estaban cerradas, y confiaba en la bondad de los citadinos. Estaba escrito que haria sobre este particular esperiencias muy edificantes. He aquí cual fué mi Odisea.
Un vendedor de tabaco me aconsejó que fuese á Bishops−gate street, núm. 50, donde probablemente hallaría carruages. Esta calle estaba lejos y era de un acceso difícil; me fué necesario preguntar muchas veces en el camino, y la última vez que pregunté llegué á un barrio donde habia tres calles que tomaban una misma dirección. Nuevos contratiempos. Me tocaron en el hombro; era la última persona á quien había preguntado, la que preveyendo sin duda, había vuelto para seguirme sin que yo lo reparase por espacio de cerca de un cuarto de hora. Sonrióse por haberlo adivinado, designóme el camino que debia seguir, y se fué sin escuchar mis demostraciones de gratitud.
En Bishops−gate street, sucedió que mi primer guia se habia equivocado acerca del número. La casa indicada no me ofreció mas que una taberna entreabierta, donde habiendo penetrado me hallé en medio de unos cuantos bebedores, gentes del pueblo, de ojos borrachunos y pómulos salientes y encarnados. Se detuvieron los conversantes y yo me callé. En el mostrador habia un muchacho bastante limitado, del cual, me hice entender de mala manera, y á quien yo no comprendí nada absolutamente. Los prácticos intervinieron á porfía, pero todos pretendiendo hacerse escuchar, solo me atraian y tomaban posesión de mi persona. Al fin me fué indicada la oficina ni bien ni mal; fui á buscarla, y no habiendo encontrado nada regresé á la taberna. Nuevas esplicaciones; yo era inepto, y estas gentes, desoladas, se mostraban verdaderamente pacientes y buenas en su cordialidad familiar.
Uno de ellos tomó un gran partido echando una mirada enérgica sobre su vaso lleno, le vació á medias, me miró en seguida, y dejando la taberna con un suspiro murmuró: come here; cogió mi brazo y me llevó á la calle; la distancia era larga, me condujo hasta la puerta misma y me dejó.
La hora de la partida habia pasado, y yo debí renunciar á mi proyecto; pero curioso por conocer á fondo la paciencia de aquellas buenas gentes, volví á entrar por tercera vez en la taberna, donde mi aspecto produjo una especie de consternación. Sin embargo, ofrecieron conducirme otra vez; anuncié que habia encontrado la oficina, y para completar mis señas multipliqué las preguntas y la hora de las salidas, y hablé sobre la distancia y los medios de volver. Su benevolencia fué inagotable, su buen humor no terminó, y su cordialidad perfecta. La mayor parte de ellos estaban borrachos.
Ofrecí un vaso de rom al que habia molestado, y yo bebí á la salud de todos. Me correspondieron con un brindis ala salud de los españoles, di las gracias, de lo cual parece que quedaron encantados; solamente hubo uno que me dijo:
—Señor, viva el gobierno español. Pero al momento le reprendieron esta indiscreción.
Yo iba, pues á Walthamstow á la mañana siguiente á las diez. Llegando a la oficina un poco tarde y en ayunas, pregunté si tendría tiempo para almorzar, y para ello me informé de una taberna. Dejando su cajón bajo la custodia de otro cochero, el conductor del carruage me condujo, pidió mi desayuno y me dio de

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