domingo, enero 25, 2009

Viage ilustrado (Pág. 333)

Inválidos de Greenwich
de que la primera noche me estraviara al buscar mi domicilio. Un agente de policía, á quien supliqué me enseñara, me hizo señas para que le siguiera. Al fin de la calle me confió á otro agente, á quien no dijo mas que estas dos palabras: Manchester−Buildings. Este me escoltó doscientos pasos y me entregó á otro, que me pasó á otro, y este último á otro, de los cuales conté hasta doce, igualmente silenciosos hasta el momento en que el último me indicó con el dedo una puerta que ya yo conocía.
Saqué una llave que la posadera me habia dado, y abrí sin incomodar á nadie; encendí una bugía, eché los cerrojos y tendí contra la puerta una cadena de hierro, cuyo último anillo se ajustaba perfectamente sobre una especie de escarpia terminada en espiral, á fin de que no pudiera ser fraudulentamente levantada. Durante mi tránsito, yo habia observado á algunos hombres que parecían ocupados en revisar las cerraduras de las casas, y no se apartaban hasta que tenían una completa seguridad de que estaban herméticamente cerradas. Es una ocupación nocturna de los agentes escalonados en todas las calles, y encargados de proteger el domicilio de los ciudadanos, cerrando sus puertas si por casualidad ellos se han descuidado en hacerlo. Esta escelente y paternal institución ha suprimido el robo en esta ciudad, donde tanto y tanto abundan los rateros. Pero las costumbres públicas no contribuyen menos á hacer respetar el domicilio, cuya inviolabilidad es consagrada por el uso y por las leyes. Nada mas noble que esta protección moral, que saca su origen del sentimiento profundo de la libertad. Es llevada algunas veces hasta el esceso, y citaré un ejemplo entre otros muchos.
Durante la estación del invierno, cuando los estanques de los parques y Serpentine−River están helados, no bien está cristalizada la superficie del agua, cuando los ingleses se apresuran á patinar sobre estos frágiles espejos. El primero que traza un surco sobre el hielo flexible y débil todavía, es digno del mayor aplauso; esta imprudencia se convierte en un mérito. Entre nosotros, la autoridad obstaculizaria estos peligrosos placeres; en Lóndres, donde cada cual obra como le conviene, con tal que no se atente á la independencia de otro, la policía respeta el capricho de los patinadores y rinde homenage á su libertad, mirando ahogarse á los patinadores sin conmoverse por eso. ¡Qué crueldad! dirán algunos. ¡Que barbarie! Nada, esta indolencia redunda en provecho de la humanidad, pues las industrias, siendo libres como los individuos, se han establecido sobre los canales espectadores suministradores de aparatos de salvación, que unen á los pies de los patinadores imprudentes, los vigilan de cerca, y comparten con ellos sus peligros con una adhesion que no se determinaría á prescribir la ley, dispuestos á coger las víctimas, á salvarlas, haciéndoles pagar caro tan precioso servicio. De aqui resulta que se llega á ser sabio y juicioso por economía, y que la locura es castigada con una multa, provechosa á los que la pagan como á los que la reciben.
Ser protegido por la sociedad es descender de su rango; esta humillación pertenece solo á los animales: existen sociedades proteccionistas en provecho de los animales; se procede jurídicamente contra aquellos que los maltratan, y hasta se corre menos peligro dando de palos á su muger que dándole un puntapié á un perro.
Ciudadanos a su manera, los cuadrúpedos poseen derechos con garantías, no aparecen sombríos, y circulan por entre la multitud en completa seguridad. Jamás es castigado un caballo inglés; el mas flacucho y de peor estampa se mezcla con el gitano en el tumulto popular: se le toca, se le acaricia, se le habla, y el animal aprueba y escucha con filosofía. En las grandes carreras de Ascot−heath, admira esta cordial costumbre, y no es mas que uno de los menores detalles de este espectáculo, el mas singular de todos cuantos se presentan en Inglaterra.
Un jueves, poco después de Pasqua de Pentecostés, fui con dos amigos á la célebre Bruyere d'Ascot, después de haber hecho una estación en Windsor, de que hablaré antes, aunque someramente, para proceder con orden.
Situado sobre una altura, á veinte millas de Lóndres, el castillo de Windsor pasa con justo motivo por la maravilla de la Inglaterra. Este monumento constituye la mas completa y la mas larga historia que se ha escrito en piedra. Todos los siglos han dejado allí su huella, todos los poderes desvanecidos, su recuerdo. Windsor es una ciudadela, un castillo gótico, una abadía, una ciudad, una prisión, un palacio; reúne en sí los anales de la monarquía británica.
La ciudad entera no parece justificada mas que por un pretesto, edificada por casualidad. En el seno mismo de la vida y del movimiento, Windsor parece á veces un desierto.
El Támesis serpentea allí como una cinta azul, cubierto acá y allá de árboles seculares, mas antiguos que las casas de la ciudad, encorvados bajo el peso de los años y dejando arrastrar hasta la tierra sus ramas contemporáneas de las épocas feudales. Entre, estos olmos venerables, los hay célebres que tienen su leyenda escrita en los versos de Pope, Shakspeare; tal es, en el ángulo del camino, la encina de Hern, Hernes−oak, al pie de la cual el autor de las Gozosas comadres de Windsor, ha colocado el teatro de la mis-

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