comer sin inquietud, prometiendo venir á buscarme en el momento de la partida. Tuvo la atención hasta de reservarme un buen puesto al lado de un caballero que hablaba español. Pedid cumplimientos de este género á los empleados de diligencias españoles: llenos de importancia, se consideran autoridades con relacion al público...
Como habia sol, las inglesas habían llevado sus paraguas, y para garantirse del polvo, habían atado á sus sombreros pedazos de gasa verde, que les daba un falso aire de amazonas. Nosotros desdeñamos tales cuidados. Tuve una conversación muy tirada con el compañero que me tocó al lado, hasta que últimamente me dijo:
—Adiós, amigo, ánimo! Héte aqui que hemos llegado al ángulo del camino de Walthamstow.
El tiempo habia pasado muy pronto, merced á la estravagante fecundidad de mi compañero de casualidad. Su conversación contenia hechos singulares: yo los escribí abreviándolos, pero sin añadir nada.
El coche me habia depositado en un camino solitario rodeado de grandes olmos sacudidos por el viento; el terreno era arenoso, el pais semejante á la llanura del campo de Guardias de Madrid, sin mas sombras, y separado de Lóndres por la parte del Mediodía.
Aqui y alli se sucedían algunos establecimientos científicos, y yo ignoraba la situación de la posesión de Mad. F… que iba buscando. Tomé el partido de llamar á todas las verjas. Desde la primera reconocí mi error, viendo recorrer desde la entrada el personal de un pensionado de niñas. Mas lejos, otro boarding−scool; un cartero me sacó de mi incertidumbre, designándome la residencia porque yo preguntaba. Llamo y entro ¡nuevo pensionado!
Se sabe que las familias inglesas son muy numerosas, pues se contaban alli los chicos á docenas. Ahora bien, cuando un estrangero aparece, los niños vergonzosos y tímidos corren á esconderse, al paso que las niñas, provistas ya de la seguridad propia de su sexo en este pais, acuden curiosas á mirar al visitador. En una de estas pretendidas pensiones, tuve el tiempo de apercibir por una ventana baja, cuatro niñas alineadas de frente y dispuestas á marchar, con los codos unidos al cuerpo y la vista fija en un sargento instructor de infantería de la reina. Desde entonces me espliqué por qué los soldados me habían parecido marchar como las damas inglesas.
Me fué muy lisongero encontrar, en el colegio de Walthamstow, á una amable persona, que unia á la gravedad de las costumbres inglesas las gracias de la agudeza española. Casi acto continuo, vino el hijo de mi huéspeda á besarme como á un antiguo camarada. Esto me admiro bastante, pues habia visto lo contrario en otros puntos de Inglaterra. Es que en otras partes educan á los niños de otra manera. Las ayas o instructoras alejan á los niños de la influencia de sus padres: ella vive con ellos de dia y de noche. La madre asiste silenciosa á ciertas lecciones en el scol−room, y sube sola á su aposento. En las casas inglesas donde las costumbres acaban de amoldarse, la cueva pertenece á las cocinas y á la domesticidad. Impropiamente aqui designada, esta cueva, semejante á un cripto, está separada de la calle por un foso protegido por uña verja: por eso en las calles nuevas, entre las fachadas de las casas y la baldosa hay un espacio vacío de dos ó tres metros de longitud. La verja está interrumpida delante de la puerta de la habitación que sirve de entrada á los amos, y el servicio tiene su escalera particular.
Sobre la fachada posterior del edificio, se edifica generalmente un patio á la altura de las cocinas, y el piso bajo del lado de la calle llega á ser un primer piso, pues los amos entran, salen y reciben enteramente al abrigo de la curiosidad de los criados. El piso bajo contiene el comedor y los aposentos destinados á la infancia; el salon y la cámara de los amos ocupan el piso superior.
Pero este austero uso sonreia menos á Mad. F..., que adora á su hijo y posee bastante tacto para mimarle juiciosamente. Por eso contrasta de una manera ventajosa con la salvage cuadrilla de su cuñada. Los niños comen á parte y á otras horas que sus parientes.
Después de lo referido nada encontré que mereciera llamarme la atención, y de regreso á Lóndres, observé en el ángulo de Fleet−street la redacción del Sunday−Times, periódico del domingo y dedicado al pueblo, cuya redacción, cerrada la víspera, me habia escandalizado. El sábado sir Roberto Peel había sostenido contra lord Palmerston, á propósito de los asintos de Grecia, su última lucha. Temible, elocuente como siempre, habia recibido, sin embargo, una interpelación, y el Sunday−Times cubrió de oprobio este nombre respetable. No podemos formarnos una idea de esta grosera licencia. Bajo las rúbricas de TRIMPH, de SHOCKING ACCIDENT AT S. ROBERTO PEEL, este noble campeón de las ideas progresivas era tratado de renegado, de criminal, de cobarde, de traidor, de atroz y de insolente.
Ahora bien, á la hora misma en que yo descifraba estas indignidades, Roberto Peel, volviendo del palacio de Buckingam, y atravesando Saint−James−Park, era lanzado sobre la arena de Constitution−Hill, por su caballo, que cayendo sobre él, aplastaba el cuerpo del célebre orador. El Sunday−Times se apresuró al dia siguiente á llenarle de elogios; la multitud leía con ansia el boletín sanitario del enfermo; la consternación habia llegado á su colmo. Lóndres pasó tres días en una contínua y profunda agitación, y vi á muchas personas que iban cinco veces al dia á saber el estado del enfermo á la puerta de Roberto Peel. Propagóse la noticia de que el tribuno habia empeorado. Al volver á mi casa tristemente impresionado por este público dolor, tan honroso para el representante y para sus mandantarios, pasé por debajo de los balcones de la residencia de Peel. La noche era muy oscura, los grupos mudos y vueltos hacia la verja, separada por un pequeño jardín, veían brillar una luz débil.
Al cabo de algunos minutos, un agente se asomó por la verja, y todos se aproximaron á él sin ruido. Este dijo en inglés y con una voz muy calmosa:
—Ha muerto...
Saqué mi reloj que señalaba la diez y cinco minutos.
Una hora después, todo Lóndres sabia el fatal suceso.
A la mañana siguiente desperté á mi amigo.
—¿Dónde vamos, me preguntó frotándose los ojos?
—Partimos á Oxford.
El tren directo atravesó tan rápidamente las sesenta y tres millas que separan á Londres, de la ciudad de los escolares, que al cabo de hora y medía llegamos á Oxford.
Como habia sol, las inglesas habían llevado sus paraguas, y para garantirse del polvo, habían atado á sus sombreros pedazos de gasa verde, que les daba un falso aire de amazonas. Nosotros desdeñamos tales cuidados. Tuve una conversación muy tirada con el compañero que me tocó al lado, hasta que últimamente me dijo:
—Adiós, amigo, ánimo! Héte aqui que hemos llegado al ángulo del camino de Walthamstow.
El tiempo habia pasado muy pronto, merced á la estravagante fecundidad de mi compañero de casualidad. Su conversación contenia hechos singulares: yo los escribí abreviándolos, pero sin añadir nada.
El coche me habia depositado en un camino solitario rodeado de grandes olmos sacudidos por el viento; el terreno era arenoso, el pais semejante á la llanura del campo de Guardias de Madrid, sin mas sombras, y separado de Lóndres por la parte del Mediodía.
Aqui y alli se sucedían algunos establecimientos científicos, y yo ignoraba la situación de la posesión de Mad. F… que iba buscando. Tomé el partido de llamar á todas las verjas. Desde la primera reconocí mi error, viendo recorrer desde la entrada el personal de un pensionado de niñas. Mas lejos, otro boarding−scool; un cartero me sacó de mi incertidumbre, designándome la residencia porque yo preguntaba. Llamo y entro ¡nuevo pensionado!
Se sabe que las familias inglesas son muy numerosas, pues se contaban alli los chicos á docenas. Ahora bien, cuando un estrangero aparece, los niños vergonzosos y tímidos corren á esconderse, al paso que las niñas, provistas ya de la seguridad propia de su sexo en este pais, acuden curiosas á mirar al visitador. En una de estas pretendidas pensiones, tuve el tiempo de apercibir por una ventana baja, cuatro niñas alineadas de frente y dispuestas á marchar, con los codos unidos al cuerpo y la vista fija en un sargento instructor de infantería de la reina. Desde entonces me espliqué por qué los soldados me habían parecido marchar como las damas inglesas.
Me fué muy lisongero encontrar, en el colegio de Walthamstow, á una amable persona, que unia á la gravedad de las costumbres inglesas las gracias de la agudeza española. Casi acto continuo, vino el hijo de mi huéspeda á besarme como á un antiguo camarada. Esto me admiro bastante, pues habia visto lo contrario en otros puntos de Inglaterra. Es que en otras partes educan á los niños de otra manera. Las ayas o instructoras alejan á los niños de la influencia de sus padres: ella vive con ellos de dia y de noche. La madre asiste silenciosa á ciertas lecciones en el scol−room, y sube sola á su aposento. En las casas inglesas donde las costumbres acaban de amoldarse, la cueva pertenece á las cocinas y á la domesticidad. Impropiamente aqui designada, esta cueva, semejante á un cripto, está separada de la calle por un foso protegido por uña verja: por eso en las calles nuevas, entre las fachadas de las casas y la baldosa hay un espacio vacío de dos ó tres metros de longitud. La verja está interrumpida delante de la puerta de la habitación que sirve de entrada á los amos, y el servicio tiene su escalera particular.
Sobre la fachada posterior del edificio, se edifica generalmente un patio á la altura de las cocinas, y el piso bajo del lado de la calle llega á ser un primer piso, pues los amos entran, salen y reciben enteramente al abrigo de la curiosidad de los criados. El piso bajo contiene el comedor y los aposentos destinados á la infancia; el salon y la cámara de los amos ocupan el piso superior.
Pero este austero uso sonreia menos á Mad. F..., que adora á su hijo y posee bastante tacto para mimarle juiciosamente. Por eso contrasta de una manera ventajosa con la salvage cuadrilla de su cuñada. Los niños comen á parte y á otras horas que sus parientes.
Después de lo referido nada encontré que mereciera llamarme la atención, y de regreso á Lóndres, observé en el ángulo de Fleet−street la redacción del Sunday−Times, periódico del domingo y dedicado al pueblo, cuya redacción, cerrada la víspera, me habia escandalizado. El sábado sir Roberto Peel había sostenido contra lord Palmerston, á propósito de los asintos de Grecia, su última lucha. Temible, elocuente como siempre, habia recibido, sin embargo, una interpelación, y el Sunday−Times cubrió de oprobio este nombre respetable. No podemos formarnos una idea de esta grosera licencia. Bajo las rúbricas de TRIMPH, de SHOCKING ACCIDENT AT S. ROBERTO PEEL, este noble campeón de las ideas progresivas era tratado de renegado, de criminal, de cobarde, de traidor, de atroz y de insolente.
Ahora bien, á la hora misma en que yo descifraba estas indignidades, Roberto Peel, volviendo del palacio de Buckingam, y atravesando Saint−James−Park, era lanzado sobre la arena de Constitution−Hill, por su caballo, que cayendo sobre él, aplastaba el cuerpo del célebre orador. El Sunday−Times se apresuró al dia siguiente á llenarle de elogios; la multitud leía con ansia el boletín sanitario del enfermo; la consternación habia llegado á su colmo. Lóndres pasó tres días en una contínua y profunda agitación, y vi á muchas personas que iban cinco veces al dia á saber el estado del enfermo á la puerta de Roberto Peel. Propagóse la noticia de que el tribuno habia empeorado. Al volver á mi casa tristemente impresionado por este público dolor, tan honroso para el representante y para sus mandantarios, pasé por debajo de los balcones de la residencia de Peel. La noche era muy oscura, los grupos mudos y vueltos hacia la verja, separada por un pequeño jardín, veían brillar una luz débil.
Al cabo de algunos minutos, un agente se asomó por la verja, y todos se aproximaron á él sin ruido. Este dijo en inglés y con una voz muy calmosa:
—Ha muerto...
Saqué mi reloj que señalaba la diez y cinco minutos.
Una hora después, todo Lóndres sabia el fatal suceso.
A la mañana siguiente desperté á mi amigo.
—¿Dónde vamos, me preguntó frotándose los ojos?
—Partimos á Oxford.
El tren directo atravesó tan rápidamente las sesenta y tres millas que separan á Londres, de la ciudad de los escolares, que al cabo de hora y medía llegamos á Oxford.
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