domingo, febrero 05, 2012

Viage ilustrado (Pág. 611)

fiere en Caseda como sucedida allí, y de que no debemos privar á nuestros lectores.
Corría el último tercio del siglo XV, y era señor del castillo y villa de Caseda, el muy noble y valiente caballero mosen Fernando de Alvarado. Habíase distinguido por sus proezas en la guerra de Napoles á las órdenes del famoso Alfonso V, rey de Aragón, y Juan II hermano de éste, que reuniendo á aquel reino el de Navarra, recompensó á mosen Fernando con el rico dominio de Caseda. Habia éste traído de Italia un famoso médico, anciano doctor de la universidad de Pádua, llamado Octavio de Orsini, al cual mas bien que como asalariado, miraba al señor de Caseda como particular amigo, pues le debía la vida, que de resultas de sus heridas hubiera perdido, á no haber sido salvado por él. Un día el alcalde, acompañado de dos jurados, presentó al señor feudal un largo pergamino para que se dignara trazar en él su firma, y autorizarlo con su sello. Era una sentencia de muerte pronunciada contra una bellísima joven, que tenia por nombre Engracia, acusada de judaizante, y que pertenecia á una familia de cristianos nuevos. Mosen Fernando de Alvarado firmó y selló sin titubear, y fijó la ejecución de la sentencia, que debía ser en la hoguera, para la tarde del día siguiente. En efecto, llegada la hora fatal, se veia un rico repostero recamado de oro, y en el que estaba bordado el escudo de armas del señor, cubriendo el principal balcón del castillo, y al frente, en la espaciosa esplanada, una pira formada por maderos cruzados unos sobre otros, y de entre los que sobresalía un alto poste ó columna de piedra, rodeado de cadenas de hierro, al que debia sujetarse la victima. Al pie de la pira, que estaba cercada de soldados, se veia un hombre de formas atléticas, de torba miraba y siniestro aspecto, con una tea encendida en la mano, que era el sayón señorial, y á pocos pasos una especie de galería alta, que ocupaban el alcalde y los jurados, qué debían presenciar la ejecución. Dejóse ver mosen Fernando de Alvarado, acompañado de Orsini, en el balcón que antes mencionamos, y á los pocos instantes, un murmullo de la multitud, anunció la llegada de la infeliz Engracia. Marchaba ésta á la muerte con paso tardío, sus negros ojos desencajados derramaban un torrente de lágrimas, y la vida parecia iba á abandonarla antes de llegar al sitio fatal. Al pasar rodeada de su fúnebre comitiva por bajo el balcon. dirigió una mirada de suplica, y que encerraba un tesoro de dolor incomensurable al doctor Octavio. Aquella mirada encendió instantáneamente en el helado corazon del anciano, la llama mas devoradora que existió jamas. Arrojóse á los pies de Alvarado y le gritó:
— ¡Señor, gracia para esa muger!... dádmela, y pedidme en cambio mi vida.
— ¡Doctor, qué decís!
— ¡Oh, no me neguéis su perdón... recordad que á no ser por mí, hubierais muerto en Italia de vuestra última herida!
Habia tanta verdad, tanto fuego en las súplicas de Orsini, que mosen Fernando hubo de acceder á su repentina demanda, y estendió su lienzo blanco gritando: ¡perdón! ¡perdón!
Estas voces de consuelo llegaron al oido de Engracia cuando ya el verdugo rodeaba su delicado talle con la gruesa cadena, y no pudiendo soportar la terrible transición de la muerte á la vida, perdió los sentidos. Octavio Orsini penetró por entre la multitud, cual el impetuoso torrente que se desgaja de la montaña al valle, desató con robusta mano los hierros que aprisionaban á Engracia, la cogió en sus brazos, y corrió rápidamente al castillo donde se encerró en su aposento con su preciosa carga.
Pocos dias habían pasado después de este suceso, cuando Orsini pidió á mosen Fernando licencia para casarse con su vasalla Engracia. Otorgósela aquel asombrado al ver á un decrépito anciano poseido de una pasión amorosa tan ardiente, y quiso ser el padrino. Verificáronse los desposorios con toda la pompa de la época, en la capilla del castillo; hubo saraos á los que concurrió la mayor parte de la nobleza navarra, trocadores provenzales, músicos de Italia, fuegos de artificio y lidia de toros.
Vivia feliz Orsini con su bella esposa, cuando un su doméstico que trajera desde Napoles, y en quien tenia depositada toda su confianza, vino á anunciarle la mas terrible nueva. Mosen Fernando amaba y era correspondido de Engracia, á la que veia todas las tardes en un cenador del parque, cuando aquel figuraba ir á la caza, y en tanto el deshonrado esposo se entregaba con ardor á sus estudiosas tareas. Apenas podia Octavio Orsini dar crédito á tan horrible traición, y resolvió convencerse por sus ojos. Verificóse esto en la tarde siguiente, en que oculto entre el ramage del cenador indicado, oyó el coloquio de los adúlteros, que estaban muy ágenos de sospechar eran espiados. Orsini, sin embargo, tuvo bastante valor para ocutar su rabia, con objeto quizás de preparar mejor la venganza.
Conversaban cierta noche tranquilamente el señor de Caseda, Engracia y Octavio, cuando un mensajero desconocido que se anunció como enviado del rey don Joan el II, puso en sus manos un escrito que solo contenia estas palabras : «El rey á mosen Fernando de Alvarado, señor del castillo y villa de Caseda, salud. Tan luego recibáis estas mis letras, os pondréis en camino secretamente, y acompañado tan solo de un escudero, y vendréis á encontrarnos á esta nuestra buena ciudad de Pamplona, donde os confiaremos una delicada misión muy importante al servicio de Dios y de nuestra corona real.» Escusado es decir que mosen Fernando se dispuso á marchar inmediatamente, y habiéndose ofrecido Orsini á acompañarle, no quiso llevar consigo ningún otro servidor. Al llegar ambos viageros á un espeso bosque se vieron de improviso rodeados por seis bandidos enmascarados, que a pesar de la desesperada resistencia que intensó oponerles Alvarado, se apoderaron de uno y otro, y les condujeron al interior de una caverna que habia en el corazón del bosque. Aqui Orsini depuesto ya todo disimulo, y ebrio con el placer de la venganza, dijo á mosen Fernando que el escrito del rey era fingido para atraerlo solo á aquel lugar retirado; que los seis bandidos no eran sino seis amigos suyos, interesados en el desagravio de su honor, y que iba á morir en aquel instante. No dio tiempo Octavio Orsini á que mosen Fernando articulase una sola palabra, pues al acabar de hablar, le hirió con su puñal en la garganta, y cayó al suelo envuelto en su sangre. Saboreó con placer el implacable viejo hasta el último instante, la dolorosa agonía de su rival, y luego no satisfecha su venganza, abrió el cadáver, sacó el corazón que daba su último latido, y lo guardó cuidadosamente en una bolsa de cuero. Después continuó, sin duda para hacer observaciones quirúrgicas, sajando

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