Bulwer, infatigable y enérgico escritor que no ha perdonado medio alguno de investigación acerca de la desgraciada ciudad de Pompeya, ha hecho el cuadro mas aterrador y sublime de la gran catástrofe que borró á aquella del catálogo de las ciudades vivientes. Nosotros, que como habrá conocido el lector, no hemos perdonado medio alguno de hacer interesante este artículo, trasladamos á continuación la animada pintura del célebre novelista inglés. Colocando la acción en el día mismo de la funesta erupción del Vesubio, dice de esta manera:
«La nube que cubrió el dia de tan espeso velo, se habia cambiado poco á poco en una masa sólida ó impenetrable; menos se parecía á las tinieblas de la noche que á las de un cuarto pequeño y cerrado; mas á medida queso ennegrecían, aumentaban la vivacidad y el resplandor de los relámpagos que despedia el Vesubio. No se limitaba su horrible hermosura á las tintas comunes que presenta la llama; nunca ofreció arco—iris alguno, colores mas variados y brillantes. Unas veces eran de un azul oscuro, como el mas hermoso cielo del Mediodía, otras de un verde lívido, cual la piel de una serpiente, é imitaban las sinuosas roscas de un enorme reptil; otras, de un rojo naranjado, que apenas podían sufrir los ojos, pero que petrando las columnas de humo alumbraba toda la ciudad, y debilitándose luego por grados, se volvía de una palidez mortal, no dejando ver ya mas que el fantasma de su propia existencia.
»En el intervalo de los chaparrones, se oia el ruido que agitaba las entrañas de la tierra, ó los gemidoras olas de la atormentada mar; ó bien mas bajo todavía el agudo murmullo, perceptible solo, por un vivísimo gemido, de los gases que exalaban las quiebras de la montaña. A veces parecia que se rasgaba la masa sólida de la nube, y á la luz de los relámpagos presentaba formas estravagantes de hombres ó de monstruos persiguiéndose en las tinieblas, empujándose unos á otros, y disipándose todos juntos en el turbulento abismo de la sombra; de suerte, que á los ojos de la imaginación de los consternados transeúntes, aquellos vapores sin sustancia, parecían verdaderos gigantes enemigos, ministros de terror y de muerte. «Ya en muchos parages llegaban las cenizas á la rodilla, y la hirviente lluvia que salía del volcan penetraba en las casas, impregnándolas de una atmósfera que ahogaba. En algunas partes, inmensos pedazos de piedra, lanzados sobre el techo de las casas, llevaban á las calles confusas masas de ruinas, que aumentaban los obstáculos de que se veian sembrados los caminos: conforme adelantaba el dia, y se notaba mas claramente el movimiento de la tierra, parecia huir el suelo debajo de los pies, y ni carro ni litera podian conservar su equilibrio, aun en la tierra mas firme.
»A veces chocando entre sí, al caer las piedras mas enormes, se rompían en mil pedazos, saltando de ellas chispas que incendiaban todos los combustibles que había al paso. Entonces se disipó la oscuridad fuera del pueblo, las llamas se habían apoderado de muchas casas y viñedos, y se alzaban amenazadoras, en medio de las espesas tinieblas. A fin de aumentar esta claridad parcial habían puesto los ciudadanos de Pompeya de trecho en trecho hileras de antorchas en las encrucijadas, en los pórticos de los templos y en las avenidas del foro; pero no solian arder mucho tiempo. La lluvia y el viento las apagaban, y la doble oscuridad que seguia á su luz, era tanto mas terrible, cuanto demostraba la impotencia de los esfuerzos del hombre y le enseñaba á desesperar.
»Muchas veces se encontraban grupos de fugitivos al pasagero resplandor de aquellas antorchas, los unos corriendo hacia la mar, y los otros volviendo del mar hacia el interior, pues el Océano habia cejado de sus riberas, profundas tinieblas cubrían su seno; sobre sus agitadas y mugrientas olas, caian las cenizas y las piedras, sin que se pudiera hallar en él el abrigó que proporcionaban las casas en tierra. Atolondrados, perdidos, espantados, se encontraban aquellos grupos, mas sin tener tiempo de hablar, de consultarse, de discurrir, porque los turbiones que caian con frecuencia, apagaban las antorchas con cuyo auxilio distinguían mutuamente sus descompuestas facciones.
«Por otra parte, era general la prisa de guarecerse en el abrigo mas inmediato. Todos los elementos de la civilización estaban destruidos; se hubiera podido ver al ladrón pasando junto al grave depositario de la ley, cargado con riquezas robadas, y regocijándose con la idea de la imprevista ganancia que acababa de hacer. Si en la oscuridad se separaba la muger de su esposo, el padre de su hijo, inútil era que hubiesen esperado juntarse. "Unos y otros corrían á ciegas y sin orden; de todo el complicado mecanismo de la existencia social, solo quedaba lo que habia tomado de la vida salvage: ¡la ley primitiva de la salvación personal!»
Concluiremos lo relativo á Pompeya, con las siguientes líneas, iguamente emitidas por Bulwer, las cuales, aun que estractadas de su novela ya dicha, en la que están formando uno de sus mejores cuadros, no pueden menos de interesar al lector, porque están hechas con presencia de los descubrimientos hechos en la misma Pompeya, en cuyos alrededores escribía Bulwer su obra.
«Diez y siete siglos habían pasado cuando salió de su silenciosa tumba la ciudad de Pompeya, brillante con los colores que nada habían perdido de su viveza; con sus artesonados, cuyas frescas pinturas parecían de ayer, sin borrarse una tinta de sus pavimentos de mosaico, con las columnas de su foro, inacabadas como las dejó la mano del obrero, con el trípode del sacrificio delante de los árboles de sus jardines, el cofre del tesoro en sus salas, el strigil (estregador) en sus baños, los billetes de entrada en sus teatros, los muebles y lámparas en sus salones, en sus triclinios los restos del último festín, en sus cubículos los perfumes y aceites de sus malhadadas hermosuras; mas por todas partes los huesos ya esqueletos de los que en dicho tiempo hacian mover los resortes de aquella pequeña pero primorosa máquina de lujo y vida.
»En los subterráneos de la casa de Diomedes (1) se descubrieron veinte esqueletos agrupados á una puerta, entre ellos el de un niño de pecho. Estaban cubiertos de un polvo fino, de una ceniza que sin duda habia ido penetrando por las aberturas, hasta que lo llenó todo.
»Alli se encontraron joyas y monedas, candelabros para esparcir una luz inútil y vino cuajado en las ánforas; vanas precauciones para prolongar una lenta agonía. Solidificada la arena por la humedad, habia
(1) El autor aplica á varios esqueletos y casas encontradas los nombres de su novela.
«La nube que cubrió el dia de tan espeso velo, se habia cambiado poco á poco en una masa sólida ó impenetrable; menos se parecía á las tinieblas de la noche que á las de un cuarto pequeño y cerrado; mas á medida queso ennegrecían, aumentaban la vivacidad y el resplandor de los relámpagos que despedia el Vesubio. No se limitaba su horrible hermosura á las tintas comunes que presenta la llama; nunca ofreció arco—iris alguno, colores mas variados y brillantes. Unas veces eran de un azul oscuro, como el mas hermoso cielo del Mediodía, otras de un verde lívido, cual la piel de una serpiente, é imitaban las sinuosas roscas de un enorme reptil; otras, de un rojo naranjado, que apenas podían sufrir los ojos, pero que petrando las columnas de humo alumbraba toda la ciudad, y debilitándose luego por grados, se volvía de una palidez mortal, no dejando ver ya mas que el fantasma de su propia existencia.
»En el intervalo de los chaparrones, se oia el ruido que agitaba las entrañas de la tierra, ó los gemidoras olas de la atormentada mar; ó bien mas bajo todavía el agudo murmullo, perceptible solo, por un vivísimo gemido, de los gases que exalaban las quiebras de la montaña. A veces parecia que se rasgaba la masa sólida de la nube, y á la luz de los relámpagos presentaba formas estravagantes de hombres ó de monstruos persiguiéndose en las tinieblas, empujándose unos á otros, y disipándose todos juntos en el turbulento abismo de la sombra; de suerte, que á los ojos de la imaginación de los consternados transeúntes, aquellos vapores sin sustancia, parecían verdaderos gigantes enemigos, ministros de terror y de muerte. «Ya en muchos parages llegaban las cenizas á la rodilla, y la hirviente lluvia que salía del volcan penetraba en las casas, impregnándolas de una atmósfera que ahogaba. En algunas partes, inmensos pedazos de piedra, lanzados sobre el techo de las casas, llevaban á las calles confusas masas de ruinas, que aumentaban los obstáculos de que se veian sembrados los caminos: conforme adelantaba el dia, y se notaba mas claramente el movimiento de la tierra, parecia huir el suelo debajo de los pies, y ni carro ni litera podian conservar su equilibrio, aun en la tierra mas firme.
»A veces chocando entre sí, al caer las piedras mas enormes, se rompían en mil pedazos, saltando de ellas chispas que incendiaban todos los combustibles que había al paso. Entonces se disipó la oscuridad fuera del pueblo, las llamas se habían apoderado de muchas casas y viñedos, y se alzaban amenazadoras, en medio de las espesas tinieblas. A fin de aumentar esta claridad parcial habían puesto los ciudadanos de Pompeya de trecho en trecho hileras de antorchas en las encrucijadas, en los pórticos de los templos y en las avenidas del foro; pero no solian arder mucho tiempo. La lluvia y el viento las apagaban, y la doble oscuridad que seguia á su luz, era tanto mas terrible, cuanto demostraba la impotencia de los esfuerzos del hombre y le enseñaba á desesperar.
»Muchas veces se encontraban grupos de fugitivos al pasagero resplandor de aquellas antorchas, los unos corriendo hacia la mar, y los otros volviendo del mar hacia el interior, pues el Océano habia cejado de sus riberas, profundas tinieblas cubrían su seno; sobre sus agitadas y mugrientas olas, caian las cenizas y las piedras, sin que se pudiera hallar en él el abrigó que proporcionaban las casas en tierra. Atolondrados, perdidos, espantados, se encontraban aquellos grupos, mas sin tener tiempo de hablar, de consultarse, de discurrir, porque los turbiones que caian con frecuencia, apagaban las antorchas con cuyo auxilio distinguían mutuamente sus descompuestas facciones.
«Por otra parte, era general la prisa de guarecerse en el abrigo mas inmediato. Todos los elementos de la civilización estaban destruidos; se hubiera podido ver al ladrón pasando junto al grave depositario de la ley, cargado con riquezas robadas, y regocijándose con la idea de la imprevista ganancia que acababa de hacer. Si en la oscuridad se separaba la muger de su esposo, el padre de su hijo, inútil era que hubiesen esperado juntarse. "Unos y otros corrían á ciegas y sin orden; de todo el complicado mecanismo de la existencia social, solo quedaba lo que habia tomado de la vida salvage: ¡la ley primitiva de la salvación personal!»
Concluiremos lo relativo á Pompeya, con las siguientes líneas, iguamente emitidas por Bulwer, las cuales, aun que estractadas de su novela ya dicha, en la que están formando uno de sus mejores cuadros, no pueden menos de interesar al lector, porque están hechas con presencia de los descubrimientos hechos en la misma Pompeya, en cuyos alrededores escribía Bulwer su obra.
«Diez y siete siglos habían pasado cuando salió de su silenciosa tumba la ciudad de Pompeya, brillante con los colores que nada habían perdido de su viveza; con sus artesonados, cuyas frescas pinturas parecían de ayer, sin borrarse una tinta de sus pavimentos de mosaico, con las columnas de su foro, inacabadas como las dejó la mano del obrero, con el trípode del sacrificio delante de los árboles de sus jardines, el cofre del tesoro en sus salas, el strigil (estregador) en sus baños, los billetes de entrada en sus teatros, los muebles y lámparas en sus salones, en sus triclinios los restos del último festín, en sus cubículos los perfumes y aceites de sus malhadadas hermosuras; mas por todas partes los huesos ya esqueletos de los que en dicho tiempo hacian mover los resortes de aquella pequeña pero primorosa máquina de lujo y vida.
»En los subterráneos de la casa de Diomedes (1) se descubrieron veinte esqueletos agrupados á una puerta, entre ellos el de un niño de pecho. Estaban cubiertos de un polvo fino, de una ceniza que sin duda habia ido penetrando por las aberturas, hasta que lo llenó todo.
»Alli se encontraron joyas y monedas, candelabros para esparcir una luz inútil y vino cuajado en las ánforas; vanas precauciones para prolongar una lenta agonía. Solidificada la arena por la humedad, habia
(1) El autor aplica á varios esqueletos y casas encontradas los nombres de su novela.
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