Masaniello
Recordaremos solamente, en primer lugar, que cuando los españoles conquistaron á Nápoles, ya el leon de Castilla reposaba sobre dos mundos, y que al poco tiempo, al descubrimiento de Colon, se añadieron las conquistas de Cortés y de Pizarro. Las minas de Caonabo, Atahualpa y Motezuma, se habían abierto en Nueva España, Méjico y el Perú, para derramar rios de oro y plata y piedras preciosas sobre cuanta tierra cubrían nuestras banderas. En segundo lugar, Nápoles no cayó en manos de sus compatricios los de Cumas ni los de Belisario, que la redujeron á polvo entre mares de sangre, sino que vino á caer en poder de los que acababan de plantar la cruz en las almenas de Granada y en las playas del Nuevo Mundo; de los que habían hecho proverbial su hidalguía y su fé religiosa desde el uno al otro polo. En tercer lugar, no quedaron las Sicilias presa de gente cobarde y aventurera, y por lo tanto cruel y despiadada, sino que quedaron hermanadas con los futuros vencedores de Otumba, de Pavía, de San Quintín y de Lepanto. Entonces, ¿qué desventajas pudo reportar Nápoles de una nación como España, noble y caballerosa hasta lo novelesco, rica hasta lo maravilloso, y heroica hasta rayar en prodigios? Un eminente literato español está encargado de vindicarnos con una obra, que si es tan grande como su fama, será todo lo que podemos desear.
Desde la conquista del Gran Capitán empieza en Nápoles el gobierno de los vireyes y lugartenientes, hasta contar cuarenta de los primeros y veinte de los segundos, entre españoles y austriacos. A la época del vireinato pertenece aquella gran sublevación acaudillada por el célebre Massaniello, pescador de Amalfi, por ese hombre del pueblo que en pocos días, con la misma mano que empuñaba los remos de su barquilla, empuñó un cetro lleno de sangre, corriendo con tanta velocidad esa larguísima carrera, que apenas tuvo mas tiempo para gozarse en ella que el absolutamente indispensable para andar el tránsito que hay desde la choza del pescador de Nápoles al patíbulo erigido á poco mas de un tiro de bala. ¡El mismo pueblo que lo elevó hasta el trono, paseó su cabeza por la ciudad clavada en el acero de una pica, y á las cuarenta horas la sacó nuevamente para bendecirla! Todo esto aconteció en el cortísimo período de quince días. ¡Qué instabilidad de las cosas humanas!
Al vireinato siguieron las guerras de sucesión que vinieron á poner la corona de las Dos Sicilias sobre la frente de Carlos III. La vida militar de este gran monarca tiene muy altos relieves en la historia. A este hombre y á los españoles debe Nápoles esa dichosa monarquía, que pasando por cuatro testas coronadas de los Borbones, constituye hoy su mas completa felicidad: por eso nos aman tanto los napolitanos, y por eso también los amamos nosotros sinceramente. Pero la total pacificación del reino no dejó hasta su último hora de costar arroyos de sangre.
Al mismo tiempo que el conde de Clavíjo atacaba con una escuadra española las islas de Ischia y Procida, el infante don Carlos, uniendo sus tropas, también españolas, á las que mandaba el conde de Montemar, penetró en Nápoles lanzando al último virey austriaco Julio Visconti. Los españoles derrotaron en Sant–Angelo y Rocca Canina á los tudescos, bloquearon á Gaeta y se posesionaron de los castillos de Nápoles y del puerto de Baya, siguiéndose á esto la coronación del príncipe. Andaba Visconti reacio en su retirada, puesto que esperaba un refuerzo de 2,000 hombres que al fin obtuvo del conde de Sástago, y otro de 4,000 que desembarcaron en Manfredonia; pero tan pronto como Montemar lo supo, cargó con 12,000 de los suyos á 15,000 austriacos, causándoles una derrota sangrienta, hasta hacer 11,000 prisioneros y poner á los otros 4,000 en desesperada huida. Esta fué la célebre batalla de Bitonto de que tantos prodigios de valor narran las historias. Con esta y con la memorable jornada de Velletri, sucumbieron las águilas del imperio entre las garras del león de Castilla y el extraordinario esfuerzo de los valentísimos militares napolitanos que tan bizarramente se portaron al lado de los españoles en Velletri el día 10 de agosto de 1744, según hemos descrito estensamente en otro lugar de esta misma obra.
A la muerte de Fernando VI de España, sucedióle Cárlos III, el cual tuvo que abandonar á Nápoles en 1759, dejando la corona á su hijo segundo Fernando. Entonces las guerras de Napoleon vinieron á arrebatar el cetro que empuñó José Bonaparte, hasta que cambiándolo éste por el de España, dejó aquel en manos de Joaquin Murat. Después de la trágica muerte de éste, tomó Fernando posesión de su reino el dia 17 de junio de 1815, con el nombre de Fernando I. Desde 1825, que ocurrió su muerte, le sucedió su hijo Francisco I, que tuvo un breve reinado. Por último, la corona de las Dos Sicilias ha venido á parar en su legítimo heredero Fernando II, sabio é inteligente monarca que felizmente reina, á quien el cielo favorece en todos sus actos, por las virtudes de que se halla dotado, y por el esmero con que se consagra á las mejoras de su pais y al adelantamiento de sus súbditos. Este piadoso soberano es el que ha endulzado con su palabra y con sus obras los amarguísimos momentos de la proscripción de Pio IX, y el que hemos traído delante de nuestra vista en su compañía, en el vapor Tancredo desde Gaeta hasta su arribo á Pórtici.
Desde la conquista del Gran Capitán empieza en Nápoles el gobierno de los vireyes y lugartenientes, hasta contar cuarenta de los primeros y veinte de los segundos, entre españoles y austriacos. A la época del vireinato pertenece aquella gran sublevación acaudillada por el célebre Massaniello, pescador de Amalfi, por ese hombre del pueblo que en pocos días, con la misma mano que empuñaba los remos de su barquilla, empuñó un cetro lleno de sangre, corriendo con tanta velocidad esa larguísima carrera, que apenas tuvo mas tiempo para gozarse en ella que el absolutamente indispensable para andar el tránsito que hay desde la choza del pescador de Nápoles al patíbulo erigido á poco mas de un tiro de bala. ¡El mismo pueblo que lo elevó hasta el trono, paseó su cabeza por la ciudad clavada en el acero de una pica, y á las cuarenta horas la sacó nuevamente para bendecirla! Todo esto aconteció en el cortísimo período de quince días. ¡Qué instabilidad de las cosas humanas!
Al vireinato siguieron las guerras de sucesión que vinieron á poner la corona de las Dos Sicilias sobre la frente de Carlos III. La vida militar de este gran monarca tiene muy altos relieves en la historia. A este hombre y á los españoles debe Nápoles esa dichosa monarquía, que pasando por cuatro testas coronadas de los Borbones, constituye hoy su mas completa felicidad: por eso nos aman tanto los napolitanos, y por eso también los amamos nosotros sinceramente. Pero la total pacificación del reino no dejó hasta su último hora de costar arroyos de sangre.
Al mismo tiempo que el conde de Clavíjo atacaba con una escuadra española las islas de Ischia y Procida, el infante don Carlos, uniendo sus tropas, también españolas, á las que mandaba el conde de Montemar, penetró en Nápoles lanzando al último virey austriaco Julio Visconti. Los españoles derrotaron en Sant–Angelo y Rocca Canina á los tudescos, bloquearon á Gaeta y se posesionaron de los castillos de Nápoles y del puerto de Baya, siguiéndose á esto la coronación del príncipe. Andaba Visconti reacio en su retirada, puesto que esperaba un refuerzo de 2,000 hombres que al fin obtuvo del conde de Sástago, y otro de 4,000 que desembarcaron en Manfredonia; pero tan pronto como Montemar lo supo, cargó con 12,000 de los suyos á 15,000 austriacos, causándoles una derrota sangrienta, hasta hacer 11,000 prisioneros y poner á los otros 4,000 en desesperada huida. Esta fué la célebre batalla de Bitonto de que tantos prodigios de valor narran las historias. Con esta y con la memorable jornada de Velletri, sucumbieron las águilas del imperio entre las garras del león de Castilla y el extraordinario esfuerzo de los valentísimos militares napolitanos que tan bizarramente se portaron al lado de los españoles en Velletri el día 10 de agosto de 1744, según hemos descrito estensamente en otro lugar de esta misma obra.
A la muerte de Fernando VI de España, sucedióle Cárlos III, el cual tuvo que abandonar á Nápoles en 1759, dejando la corona á su hijo segundo Fernando. Entonces las guerras de Napoleon vinieron á arrebatar el cetro que empuñó José Bonaparte, hasta que cambiándolo éste por el de España, dejó aquel en manos de Joaquin Murat. Después de la trágica muerte de éste, tomó Fernando posesión de su reino el dia 17 de junio de 1815, con el nombre de Fernando I. Desde 1825, que ocurrió su muerte, le sucedió su hijo Francisco I, que tuvo un breve reinado. Por último, la corona de las Dos Sicilias ha venido á parar en su legítimo heredero Fernando II, sabio é inteligente monarca que felizmente reina, á quien el cielo favorece en todos sus actos, por las virtudes de que se halla dotado, y por el esmero con que se consagra á las mejoras de su pais y al adelantamiento de sus súbditos. Este piadoso soberano es el que ha endulzado con su palabra y con sus obras los amarguísimos momentos de la proscripción de Pio IX, y el que hemos traído delante de nuestra vista en su compañía, en el vapor Tancredo desde Gaeta hasta su arribo á Pórtici.
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