de libros, de objetos curiosos de cualquiera clase? Pues no os mováis del sofá; dad una campanillazo, decid dos palabras al criado, y antes de diez minutos tendréis tantos comerciantes como habéis necesitado, que abren sus cajas, y os estenderán sobre la cama, la consola, las sillas y el suelo, veinte ejemplares de cada cosa, os lo darán todo por poco dinero, pero os harán comprar mucho, que para eso os han ofrecido instantáneamente el pintoresco panorama de feria. ¿Queréis un frac? Pues lo tendréis concluido en un santiamén, y tan bien hecho y elegante como el que lleva el príncipe de Salerno. ¿Un cicerone? pues al instante vendrá uno que ofrecerá tantas noticias como los manuscritos mas raros de la biblioteca Brancaccia; pero provisionalmente podéis serviros de cualquiera, porque en Nápoles todos saben quien fué Virgilio, que hay de notable en Pompeya, y en que día y hora nació Torcuato Tasso.
El suave trato de los napolitanos, la cariñosa atención de sus hermosas mugeres, y hasta el respeto con que los hijos del pueblo saludan al estrangero, dándole el tratamiento de escelencia, hacen mas apreciable su compañía. No se crea que con este saludo se humilla al pobre; al contrario, sus finos modales le hacen mas estimado del viagero. La esperiencia nos ha enseñado una cosa que debe halagar á los hijos de nuestro pais. En Nápoles, al bretón, al franco, al tudesco, se les habla en francés; al español se le dirige la palabra en italiano: á aquellos se les recibe como á estrangeros que van á admirar las bellezas de Italia, y á dar por consiguiente movimiento á su industria y á su comercio; pero á éste se le acoge como si fuera de casa: á los primeros se les estima como á amigos; al español se le ama como á un hermano. ¡Cuántas veces hemos oido decir: noi siamo fratelli! Esto es general en aquel hermoso continente. Al cerrar un trato, al ofrecer una garantía del cumplimiento de una promesa, y hasta al hacer un amante una protesta de cariño á su amada, no es estraño que oigamos decir: parola spagnola. ¡En tanta estimación está tenida la palabra española! Creemos no equivocarnos al asegurar, que nuestra tradición en toda Italia nos coloca en la categoría de los hombres mas queridos é influyentes en aquel pais. Si de aqui pueden sacarse grandes consecuencias, lo dejemos á la discrecion de nuestros lectores.
La vida del viagero en Nápoles, reúne á los encantos de su suelo, la circunstancia de poderse sobrellevar con no despreciable economía; pero para ello es menester, como suele decirse, conocer el terreno. Cada hombre que abre á nuestra curiosidad las puertas de un monumento, que nos proporciona una noticia, ó que nos señala una belleza, nos exigirá una recompensa; pero tampoco hay nada mas justo que esto. Sin embargo, la exigencia se modifica mucho hasta llegar á ser insignificante el premio, tan pronto como el viagero comprende que quizá con el décimo de lo exigido quedan satisfechos los deseos del pobre napolitano. Por otra parte, la casa, la mesa y el equipo se hallarán tan pronto como se soliciten, con comodidad, elegancia, buen gusto y á poca costa.
En la magnífica y bulliciosa calle de Toledo, se encontrarán objetos para satisfacer cumplidamente casi todas las comodidades y caprichos de la vida; hasta se presentará á nuestros ojos un espectáculo sorprendente. En Madrid no hay ninguna que reúna tan agradables contrastes, que ofrezca tan deliciosa perspectiva: la calle de Alcalá es mas ancha, tiene mas ciclo; pero la de Toledo de Nápoles está preñada, por decirlo asi, de sedas, de tules y de encages, de oro, de plata y de piedras preciosas; de cuantos objetos ha inventado el lujo. Cada puerta nos ofrece un cuadro de los mas finos colores y delicados cambiantes, recordándonos las riquezas del Oriente, ó nos brindan con el pórtico de un palacio lleno de luz y de frescura, y revestido de preciosos mármoles. Esta calle tiene cerca de media legua de longitud, y constantemente está llena de transeúntes, divididos por la doble fila de carruages que, especialmente por la tarde, aumentan los contrastes del panorama con sus elegantes trenes y sus hermosas damas. Apenas el sol tiende sus últimos rayos sobre las orientales azoteas que suelen descansar sobre el quinto piso, el alumbrado público ostenta sus numerosas luminarias, dando una tinta misteriosa á las calles, llenas aun de los postreros resplandores del sol.
Entonces parten los carruages al galope hacia la ribera de Chioja, ancho y alegre paseo que separa del mar la Villa reale, y que por la Mergellina se estiende hasta la falda del Posílipo.
Si desde aqui pasamos á Santa Luccia y al muelle, la decoración es muy distinta; pero el cuadro no deja de tener sus atractivos. El piso del cuartel de Santa Luccia es muy bajo. Fernando I intentó levantarlo, pero halló una enérgica oposición. En este sitio hay algunos objetos de escultura, dignos de notarse: en la calle del Gigante se ve una preciosa fuente de Cosino; al otro lado se descubre otra de Cárlos Fansaga; sobre el manantial de aguas sulfurosas se halla otra en cuyos bajos relieves están representados Neptuno y Anfitrite, con dos hermosos tritones, y una disputa de dioses marinos con motivo del rapto de una ninfa, obra de Domingo Auria. El puesto de. aguador, á manera de un altar, sobre el que se alzan los enormes cántaros llenos del fresquísimo líquido, entre guirnaldas y pintorescas pirámides de naranjos y limones, en la forma y estilo que se encuentran en Andalucía, es lo primero que aqui nos convida con su frescura y con un durísimo asiento; pero á su sombra puede contemplarse un pueblo inmenso, alegre, bullicioso, que ora en lenguaje figurado pondera la escelencia de sus frutas esquisitas, ora en corro familiar, cual si lo velaran las cortinas de una alcoba, desnuda y viste á sus hijos, ora trae agua de la mas vecina fuente para que se lave la anciana, ó para que sirva del mas limpio y saludable baño al cabello de la fresca y púdica doncella, tanto mas honrada, cuanto menos conoce el peligro de enseñar su mórbido cuello, sus pechos blancos como dos armiños, ó su hermosa pierna modelada por el escultor divino.
El muelle es una especie de puerto, principiado por Carlos de Anjou, continuado por Alonso de Aragón y el duque de Alba, y concluido por Cárlos III. Ese pueblo que vive medio dia dentro del mar, y el otro medio tendido al sol ó á la sombra, según la estación, posando la cabeza sobre un canasto estrellado de las escamas de los peces, es el que se presenta á nuestra vista. Ahi viven esos hombres acuático–terrestres, conocidos con el nombre de lazzaroni. Casi siempre están tendidos; una hora pasan á la sombra de su vela latina, y otra al sol junto al castillo del Cármine, saboreando el aroma de su pipa: su uniforme es sencillísimo, un calzón, una camisa azul, y un gorro colorado; en invierno se envuelven en un gran
El suave trato de los napolitanos, la cariñosa atención de sus hermosas mugeres, y hasta el respeto con que los hijos del pueblo saludan al estrangero, dándole el tratamiento de escelencia, hacen mas apreciable su compañía. No se crea que con este saludo se humilla al pobre; al contrario, sus finos modales le hacen mas estimado del viagero. La esperiencia nos ha enseñado una cosa que debe halagar á los hijos de nuestro pais. En Nápoles, al bretón, al franco, al tudesco, se les habla en francés; al español se le dirige la palabra en italiano: á aquellos se les recibe como á estrangeros que van á admirar las bellezas de Italia, y á dar por consiguiente movimiento á su industria y á su comercio; pero á éste se le acoge como si fuera de casa: á los primeros se les estima como á amigos; al español se le ama como á un hermano. ¡Cuántas veces hemos oido decir: noi siamo fratelli! Esto es general en aquel hermoso continente. Al cerrar un trato, al ofrecer una garantía del cumplimiento de una promesa, y hasta al hacer un amante una protesta de cariño á su amada, no es estraño que oigamos decir: parola spagnola. ¡En tanta estimación está tenida la palabra española! Creemos no equivocarnos al asegurar, que nuestra tradición en toda Italia nos coloca en la categoría de los hombres mas queridos é influyentes en aquel pais. Si de aqui pueden sacarse grandes consecuencias, lo dejemos á la discrecion de nuestros lectores.
La vida del viagero en Nápoles, reúne á los encantos de su suelo, la circunstancia de poderse sobrellevar con no despreciable economía; pero para ello es menester, como suele decirse, conocer el terreno. Cada hombre que abre á nuestra curiosidad las puertas de un monumento, que nos proporciona una noticia, ó que nos señala una belleza, nos exigirá una recompensa; pero tampoco hay nada mas justo que esto. Sin embargo, la exigencia se modifica mucho hasta llegar á ser insignificante el premio, tan pronto como el viagero comprende que quizá con el décimo de lo exigido quedan satisfechos los deseos del pobre napolitano. Por otra parte, la casa, la mesa y el equipo se hallarán tan pronto como se soliciten, con comodidad, elegancia, buen gusto y á poca costa.
En la magnífica y bulliciosa calle de Toledo, se encontrarán objetos para satisfacer cumplidamente casi todas las comodidades y caprichos de la vida; hasta se presentará á nuestros ojos un espectáculo sorprendente. En Madrid no hay ninguna que reúna tan agradables contrastes, que ofrezca tan deliciosa perspectiva: la calle de Alcalá es mas ancha, tiene mas ciclo; pero la de Toledo de Nápoles está preñada, por decirlo asi, de sedas, de tules y de encages, de oro, de plata y de piedras preciosas; de cuantos objetos ha inventado el lujo. Cada puerta nos ofrece un cuadro de los mas finos colores y delicados cambiantes, recordándonos las riquezas del Oriente, ó nos brindan con el pórtico de un palacio lleno de luz y de frescura, y revestido de preciosos mármoles. Esta calle tiene cerca de media legua de longitud, y constantemente está llena de transeúntes, divididos por la doble fila de carruages que, especialmente por la tarde, aumentan los contrastes del panorama con sus elegantes trenes y sus hermosas damas. Apenas el sol tiende sus últimos rayos sobre las orientales azoteas que suelen descansar sobre el quinto piso, el alumbrado público ostenta sus numerosas luminarias, dando una tinta misteriosa á las calles, llenas aun de los postreros resplandores del sol.
Entonces parten los carruages al galope hacia la ribera de Chioja, ancho y alegre paseo que separa del mar la Villa reale, y que por la Mergellina se estiende hasta la falda del Posílipo.
Si desde aqui pasamos á Santa Luccia y al muelle, la decoración es muy distinta; pero el cuadro no deja de tener sus atractivos. El piso del cuartel de Santa Luccia es muy bajo. Fernando I intentó levantarlo, pero halló una enérgica oposición. En este sitio hay algunos objetos de escultura, dignos de notarse: en la calle del Gigante se ve una preciosa fuente de Cosino; al otro lado se descubre otra de Cárlos Fansaga; sobre el manantial de aguas sulfurosas se halla otra en cuyos bajos relieves están representados Neptuno y Anfitrite, con dos hermosos tritones, y una disputa de dioses marinos con motivo del rapto de una ninfa, obra de Domingo Auria. El puesto de. aguador, á manera de un altar, sobre el que se alzan los enormes cántaros llenos del fresquísimo líquido, entre guirnaldas y pintorescas pirámides de naranjos y limones, en la forma y estilo que se encuentran en Andalucía, es lo primero que aqui nos convida con su frescura y con un durísimo asiento; pero á su sombra puede contemplarse un pueblo inmenso, alegre, bullicioso, que ora en lenguaje figurado pondera la escelencia de sus frutas esquisitas, ora en corro familiar, cual si lo velaran las cortinas de una alcoba, desnuda y viste á sus hijos, ora trae agua de la mas vecina fuente para que se lave la anciana, ó para que sirva del mas limpio y saludable baño al cabello de la fresca y púdica doncella, tanto mas honrada, cuanto menos conoce el peligro de enseñar su mórbido cuello, sus pechos blancos como dos armiños, ó su hermosa pierna modelada por el escultor divino.
El muelle es una especie de puerto, principiado por Carlos de Anjou, continuado por Alonso de Aragón y el duque de Alba, y concluido por Cárlos III. Ese pueblo que vive medio dia dentro del mar, y el otro medio tendido al sol ó á la sombra, según la estación, posando la cabeza sobre un canasto estrellado de las escamas de los peces, es el que se presenta á nuestra vista. Ahi viven esos hombres acuático–terrestres, conocidos con el nombre de lazzaroni. Casi siempre están tendidos; una hora pasan á la sombra de su vela latina, y otra al sol junto al castillo del Cármine, saboreando el aroma de su pipa: su uniforme es sencillísimo, un calzón, una camisa azul, y un gorro colorado; en invierno se envuelven en un gran
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