miércoles, mayo 27, 2009

Viage ilustrado (Pág. 395)

las rocas que los alimentan y hacerlas rodar con estruendo sobre el camino, á poco la negra montaña despareciendo bajo una capa de blanca y eterna nieve, se asemejaba á un cadáver medio envuelto en su sudario y pronto á dar la mano y servir de guia al osado viagero, que se atrevía á turbar el reposo de aquel lugar de muerte y destrucción; ya por el opuesto lado un precipicio sin fondo estrechaba el camino hasta dejarlo con media vara escasa de anchura. Nada turbaba el silencio aterrador de estas comarcas sino el estruendo mas aterrador aun de una y otra cascada que despeñándose formaba riachuelos, que era preciso vadear con el agua á las rodillas. Atravesamos sin detenernos por San Pedro, último pueblo de Suiza, compuesto de veinte ó treinta casas de madera sin mas abertura, que la puerta colocada muy alta para que las nieves no la obstruyan y en donde se halla una piedra miliaria al parecer del tiempo de Constantino, como para servir de límite entre el mundo y el reino de la muerte. En efecto, aquí ya desaparece la vida, se pierde la vegetación, uno que otro manchase de negro y miserable musgo, uno que otro árbol de un verde oscuro y de ramas caídas hacia la tierra, son los únicos vivientes que se descubren; ni aun el cuervo funerario cruza aquellos aires helados. Eran las once cuando llegamos á la cantina, choza miserable que sostiene el gobierno para auxiliar á los viageros, que llegan á ella yertos de frío, y almorzamos un pedazo de pan de maíz, duro como las rocas que nos sustentaban, y un vaso de aguardiente. A las once y cuarto, precedidos de cuatro guias y cuatro mulos portadores de nuestro bagage, y armados de largos bastones de fuerte y acarada punta, envueltos en nuestros albornoces, con botas hasta la rodilla, forradas de pieles y con forradas suelas, sufriendo una nevada espesísima que se cristalizaba en cuanto llegaba al suelo, cayendo en una parte, atravesando en otra charcos y arroyos mas helados aun, cuyos cristales rotos á nuestro peso nos hacían caer en el agua, que helaba nuestros huesos, mirándonos de vez en cuando y aunque silenciosos y aterrados, descubrimos el hospicio á cosa de la una y media; diez minutos después el guia en gefe heria la puerta con un bastón de viage. Dos canónigos jóvenes, envueltos en levitas de piel y con bonetes cónicos, salieron á recibirnos y nos condugeron á un comedor donde después de secar nuestra ropa y reanimar nuestros ateridos miembros junto al fuego, se nos sirvió la comida. Reunidos nos hallábamos en el comedor del convento unas treinta personas, entre las que se contaban los siete canónigos agustinos que forman la altamente benéfica comunidad. Todos siete son jóvenes, el abad cuenta solos cuarenta años y hace muchos que está en el convento. Vestían largas sotanas con cola y sobre ellas levitas de piel, usaban en el convento bonetes cónicos; pero para salir los reemplazan por sombreros de anchas alas y cubren la cara con un antifaz de doble piel. Pronto la conversación se hizo general, y escuchamos de su boca cuales eran sus deberes y cual su método de vida; una vez decididos á entrar en la orden, se trasladan al hospicio, de donde solo salen cuando las reumas contraídas por las humedades y las nieves los obligan á pasar al Monte–Ccnis ó á los curatos de Martegni, Lideo ó San Pedro; durante su permanencia en el convento, tienen la obligación de cruzar el monte dos veces al dia para recoger y dirigir á los estraviados peregrinos; pero á estas escursiones salen siempre dos canónigos por lo menos, cuatro criados y un perro; raro es el año que no perecen algunos victimas de su caridad evangélica; en el convento se recibe á todo viagero sea cualquiera la hora en que llegue, jamás se le demanda su nombre, ni su patria, ni su religion, se le mantiene tres dias según su clase, y al tercero, si no está enfermo, se le despide. La comida terminada, nos dieron el registro por si queríamos inscribirnos en él: muchos años han pasado, muchos nombres hay inscritos alli sin que se lea el de un solo español; al pie de algún trozo de Herrera ó de Rioja, pusimos nuestras firmas, y acompañados del abad, salimos á recorrer la cúspide del gran San Bernardo, y á ver el convento: eran las tres de la tarde, el termómetro marcaba cuatro grados bajo cero.
«Forma el monte en su cúspide un pequeño valle, y alli está edificado el hospicio; es cuadrado, de tres cuerpos y se sube á la puerta por dos escaleras laterales, de unos diez escalones; pasada esta, se halla uno en un pequeño recinto, que alumbra una ventana, debajo de la cual, sobre mármol negro y con letras de oro, se halla una inscripción dedicada por los valesanos á Napoleon; frente á ella, una puerta comunica con un oscuro corredor que conduce á las habitaciones de los criados y á las destinadas para los viageros del pueblo; á la izquierda de la ventana se halla la puerta del comedor; este es cuadrado, le ocupa una larga mesa, y un piano, donación de una señora inglesa; al lado del comedor se encuentra el museo de antigüedades compuesto de varios ex–votos romanos, hallados en el monte y muy bien conservados; en la planta superior se halla la biblioteca, de unos dos mil volúmenes, el gabinete de física é historia natural, el observatorio metereológico, porque los monges llevan un diario exacto de observaciones, y las habitaciones de los viageros distinguidos; en el tercer piso las celdas de los canónigos, nada cómodas por cierto: frente al hospicio se halla otro edificio, destinado hoy á dormitorio de las mugeres del pueblo y á asilo de monges y viageros, en el caso de que un incendio destruya el convento, cosa que se ha repetido mas de una vez. Al lado del hospicio y á su izquierda se encuentra la Morgue, llámase asi á un cabo de piedra de unas 6 varas cuadradas sin mas abertura que una ventana de 5 pies de altura por 6 de ancho, cerrada con una reja y que sirve de depósito á los cadáveres que se hallan entre la nieve; nos asomamos, ni fuerzas teniamos para retroceder, el terror clavaba nuestros pies en el nevado pavimento, nuestros ojos en el fúnebre recinto; hacinados se hallaban en el suelo sobre una alfombra de blancos huesos, unos cuantos cadáveres medio desnudos, que contaban ya algunos años de depósito, porque el aire glacial evita la putrefacción, cuyos ojos entreabiertos y cuya pupila fija parecía observar con avidez nuestro pálido rostro. Alli, al lado de un anciano de blancos cabellos y luenga barba, se hallaba tendido y cubierto por una tosca tela atada á los pies, una joven mas blanca que la nieve que había cortado el hilo de su vida... Había sido bella, y su boca entreabierta parecía sonreírse aun, para aumentar nuestro terror. Abandonamos por fin la Morgue y seguimos subiendo un poco; á la derecha se ve el lago, que ocupa unas diez varas, y cuyas aguas, aguas muertas, se hallaban cubiertas por media pulgada de hielo, le costeamos para dirigimos á una cruz tallada en piedra, que se halla al pie de

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