»Pero la caza de la gamuza, quizá mas peligrosa todavía, ocupa aun á muchos habitantes de las montañas y arrebata con frecuencia, en la flor de su edad, una porción de hombres que son el amparo de sus familias, y cuando se conoce el modo de hacer esta caza, se admira que un género de vida tan duro y peligroso tenga atractivos tan irresistibles para los que se han acostumbrado á él. El cazador parte ordinariamente por la noche para llegar al amanecer á los sitios mas elevados, donde las gamuzas van á pacer antes que vayan alli los rebaños. Desde que descubre los sitios donde cree que habrá gamuzas principia el cazador á esplorar el terreno con su anteojo; si no vé nada, sigue avanzando y elevándose para descubrir mas; pero si observa algo, procura subir á un sitio desde donde esté mas próximo y domine el terreno, costeando barrancos, ú ocultándose con las matas y las rocas; cuando llega á un sitio desde donde distingue los cuernos de la gamuza, ya conoce que está á tiro, entonces apoya la escopeta en una roca, apunta con el mayor cuidado y sangre fria, y rara es la vez que yerra el tiro. El arma que usan, es una carabina larga cargada con balas forzadas, y por lo regular son de dos tiros, aunque de un solo cañón; los tiros están colocados uno sobre otro, y se disparan sucesivamente. Cuando el cazador ha matado la gamuza, corre hacia su presa y la asegura desjarretándola; después mide el camino que hay hasta su aldea y si es muy difícil, desuella al animal y no recoge mas que la piel; pero con poco practicable que sea el camino, carga la gamuza sobre sus espaldas y la conduce al través casi siempre de horribles precipicios y á distancias enormes. Toda la familia se alimenta de esta carne, que es muy buena, especialmente cuando la gamuza es joven, y la piel la secan para venderla.
«Pero si, como generalmente sucede, el vigilante animal siente venir al cazador, huye con la mayor rapidez, atravesando los hielos, las nieves y las rocas mas escarpadas. Cuando hay muchas juntas es muy difícil acercarse; mientras las demás están paciendo, una de ellas se coloca en acecho y al menor síntoma de temor que percibe, da una especie de silbido, á cuya señal se aproximan las otras para juzgar por sí mismas de la naturaleza del peligro, y entonces, si ven que es un animal dañino, ó un cazador, la mas esperta se pone á la cabeza y huyen todas en fila á los sitios mas inaccesibles.
»Aqui es cuando comienzan las fatigas del cazador; arrastrado por su pasión, no hace caso de los peligros, atraviesa sobre las nieves sin cuidarse de los abismos que pueden tragarle, penetra por los senderos mas arriesgados, sube, y se lanza de roca en roca sin saber como podrá volver. La noche le coge con frecuencia en su persecución, pero no renuncia á ella por esto. Se lisangea que la misma causa hará detener también á las gamuzas, y que al amanecer podrá volver á emprender su cacería. Alli pasa la noche, no al pie de un árbol cómo el cazador de las llanuras, ni en una cueva tapizada de musgo, sino al pie de una desnuda roca, donde carece del menor abrigo. Alli, solo, sin fuego, sin luz, saca de su morral un poco de queso y un pedazo de pan de avena, que es su ordinario alimento; este pan es tan duro, que se ve obligado á partirlo entre dos piedras, ó con el hacha que lleva para abrir escalones en los hielos. Después de hecha tristemente su frugal comida, pone una piedra bajo su cabeza y se duerme pensando en la dirección que pueden haber tomado las gamuzas que perseguia; pero bien pronto lo despierta el frio de la mañana, y se levanta aterido y yerto, mide con la vista los precipicios que tiene que atravesar para seguir la pista a las gamuzas, coloca de nuevo el morral en su espalda y corre en busca de nuevos azares. Estos cazadores están algunas veces por espacio de muchos dias en medio de los desiertos, y durante este tiempo, su familia, y especialmente sus desgraciadas esposas se hallan sumergidas en la mas viva inquietud; no se atreven á entregarse al sueño, por el temor de verlos durante él; porque es opinion recibida en el pais, que cuando un hombre perece entre los hielos ó sobre alguna ignorada roca, se aparece por la noche á la persona que le era mas querida para decirle donde está su cuerpo y rogarle le haga los últimos honores.
«Después de esta pintura fiel de la vida del cazador de gamuzas, ¿podrá comprenderse que esta caza sea el objeto de una pasión absolutamente irresistible? Yo he conocido un joven de la parroquia de Sixt, de hermosa figura, casado con una muger encantadora, que me decia: mi abuelo murió en la caza, mi padre también, y yo estoy tan persuadido de que también moriré en ella, que á este saco que veis y que llevo á la caza, le llamo mi paño mortuorio; porque estoy seguro, de que no tendré otro; y con todo, si me ofrecierais hacer mi fortuna á condición de renunciar á la caza de gamuzas, la rehusaría. Yo hice en los Alpes algunas correrías con este hombre; era de una agilidad y una fuerza admirables, pero su temeridad era mayor aun que su fuerza. He sabido que dos años después le faltaron los pies al borde de un precipicio, donde encontró el destino á cuya idea estaba tan acostumbrado. El corto numero de los que envejecen en este oficio, llevan en su fisonomía la marca de la vida que han tenido; un aire salvage, huraño y feroz los hace reconocer aun entre la multitud.
«Los demás habitantes de la Saboya son poco mas ó menos como los del valle de Chamouny. Colocados entre la Italia y la Francia, se reparten en gran número entre las dos; cada familia envia por lo menos uno de sus miembros al estrangero. La miseria del pais y los pocos recursos que alli se encuentran los obligan á esta emigración momentánea. En todas las grandes ciudades se les encuentra, haciendo por un módico salario los trabajos mas penosos: ellos son ordinariamente limpia–chimeneas, buhoneros, ó enseñan la linterna mágica. Su fidelidad y buena fé son generalmente reconocidas, y también son proberviales su sobriedad y su economía. Esta última cualidad les hace con frecuencia interesados, pero no se puede mirar como un vicio este deseo de ganar, en hombres que solo piensan en juntar para llevar á sus pobres familias. Ellos encierran cuidadosamente el producto de sus sudores en una bolsa de cuero que siempre llevan atada á la cintura; para acrecentar este pequeño tesoro, se privan hasta de lo necesario, y se reúnen mochos juntos á fin de vivir con mas economía, contentándose con los alimentos mas groseros, y con un poco de paja por cama. Pero esta vida dura y triste á la vista misma del lujo mas refinado, no parece alterar en nada su bondad y buen humor, y ni aun tienen, al parecer, el deseo de una existencia diferente. Recostados en las puertas de los palacios, observan toda la pompa de los ricos, pero no por eso dejan de llevar á sus montañas la misma sencillez de costumbres que traen.»
«Pero si, como generalmente sucede, el vigilante animal siente venir al cazador, huye con la mayor rapidez, atravesando los hielos, las nieves y las rocas mas escarpadas. Cuando hay muchas juntas es muy difícil acercarse; mientras las demás están paciendo, una de ellas se coloca en acecho y al menor síntoma de temor que percibe, da una especie de silbido, á cuya señal se aproximan las otras para juzgar por sí mismas de la naturaleza del peligro, y entonces, si ven que es un animal dañino, ó un cazador, la mas esperta se pone á la cabeza y huyen todas en fila á los sitios mas inaccesibles.
»Aqui es cuando comienzan las fatigas del cazador; arrastrado por su pasión, no hace caso de los peligros, atraviesa sobre las nieves sin cuidarse de los abismos que pueden tragarle, penetra por los senderos mas arriesgados, sube, y se lanza de roca en roca sin saber como podrá volver. La noche le coge con frecuencia en su persecución, pero no renuncia á ella por esto. Se lisangea que la misma causa hará detener también á las gamuzas, y que al amanecer podrá volver á emprender su cacería. Alli pasa la noche, no al pie de un árbol cómo el cazador de las llanuras, ni en una cueva tapizada de musgo, sino al pie de una desnuda roca, donde carece del menor abrigo. Alli, solo, sin fuego, sin luz, saca de su morral un poco de queso y un pedazo de pan de avena, que es su ordinario alimento; este pan es tan duro, que se ve obligado á partirlo entre dos piedras, ó con el hacha que lleva para abrir escalones en los hielos. Después de hecha tristemente su frugal comida, pone una piedra bajo su cabeza y se duerme pensando en la dirección que pueden haber tomado las gamuzas que perseguia; pero bien pronto lo despierta el frio de la mañana, y se levanta aterido y yerto, mide con la vista los precipicios que tiene que atravesar para seguir la pista a las gamuzas, coloca de nuevo el morral en su espalda y corre en busca de nuevos azares. Estos cazadores están algunas veces por espacio de muchos dias en medio de los desiertos, y durante este tiempo, su familia, y especialmente sus desgraciadas esposas se hallan sumergidas en la mas viva inquietud; no se atreven á entregarse al sueño, por el temor de verlos durante él; porque es opinion recibida en el pais, que cuando un hombre perece entre los hielos ó sobre alguna ignorada roca, se aparece por la noche á la persona que le era mas querida para decirle donde está su cuerpo y rogarle le haga los últimos honores.
«Después de esta pintura fiel de la vida del cazador de gamuzas, ¿podrá comprenderse que esta caza sea el objeto de una pasión absolutamente irresistible? Yo he conocido un joven de la parroquia de Sixt, de hermosa figura, casado con una muger encantadora, que me decia: mi abuelo murió en la caza, mi padre también, y yo estoy tan persuadido de que también moriré en ella, que á este saco que veis y que llevo á la caza, le llamo mi paño mortuorio; porque estoy seguro, de que no tendré otro; y con todo, si me ofrecierais hacer mi fortuna á condición de renunciar á la caza de gamuzas, la rehusaría. Yo hice en los Alpes algunas correrías con este hombre; era de una agilidad y una fuerza admirables, pero su temeridad era mayor aun que su fuerza. He sabido que dos años después le faltaron los pies al borde de un precipicio, donde encontró el destino á cuya idea estaba tan acostumbrado. El corto numero de los que envejecen en este oficio, llevan en su fisonomía la marca de la vida que han tenido; un aire salvage, huraño y feroz los hace reconocer aun entre la multitud.
«Los demás habitantes de la Saboya son poco mas ó menos como los del valle de Chamouny. Colocados entre la Italia y la Francia, se reparten en gran número entre las dos; cada familia envia por lo menos uno de sus miembros al estrangero. La miseria del pais y los pocos recursos que alli se encuentran los obligan á esta emigración momentánea. En todas las grandes ciudades se les encuentra, haciendo por un módico salario los trabajos mas penosos: ellos son ordinariamente limpia–chimeneas, buhoneros, ó enseñan la linterna mágica. Su fidelidad y buena fé son generalmente reconocidas, y también son proberviales su sobriedad y su economía. Esta última cualidad les hace con frecuencia interesados, pero no se puede mirar como un vicio este deseo de ganar, en hombres que solo piensan en juntar para llevar á sus pobres familias. Ellos encierran cuidadosamente el producto de sus sudores en una bolsa de cuero que siempre llevan atada á la cintura; para acrecentar este pequeño tesoro, se privan hasta de lo necesario, y se reúnen mochos juntos á fin de vivir con mas economía, contentándose con los alimentos mas groseros, y con un poco de paja por cama. Pero esta vida dura y triste á la vista misma del lujo mas refinado, no parece alterar en nada su bondad y buen humor, y ni aun tienen, al parecer, el deseo de una existencia diferente. Recostados en las puertas de los palacios, observan toda la pompa de los ricos, pero no por eso dejan de llevar á sus montañas la misma sencillez de costumbres que traen.»
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