combate mas terrible entre los elementos mas opuestos. Apenas se empieza á ver un poco, cuando se encuentra uno otra vez envuelto en estas espesas nubes y se corre peligro de perderse en lo escabroso de las rocas, bastando estar un momento en medio de estas nubes para verse cubierto de un rocío tan fino que bien pronto moja hasta la piel. Este mal tiempo duró tres días y fué acompañado de un viento muy frio. Aunque el termómetro no bajó mas que á cuatro grados sobre cero, el frio parecia mucho mas vivo y penetrante que el que se siente en las llanuras al mismo grado, lo cual impedia dejar el fuego. El mismo efecto que en nosotros parecia causar en los religiosos, á pesar de estar mas acostumbrados; porque venían con frecuencia á quemarse mas bien que á calentarse, en una gran hoguera de madera de pino que chisporroteaba y esparcía su llama por todas partes. Tales son en general los meteoros de las regiones superiores de los Alpes, y los presentamos por el mismo orden con que los hemos visto. Al fin se descubrió el cielo, la temperatura cambió, y según me dijeron los religiosos, este era el tercer día bueno y sereno que había hecho en todo el año, añadiendo, que había dos en los cuales no se había contado un dia entero sereno.
»En el hospicio no hay nunca mas que diez ó doce religiosos. Es verdaderamente interesante verlos en los dias de gran concurrencia ocupados en recibir los viageros, reanimarlos y asistir y cuidar á los que vienen enfermos ó estenuados por la fatiga y el frio. Ellos sirven con igual esmero á los estrangeros que á los compatriotas, sin distinción de edad, de sexo ni de religion, sin informarse de la patria, ni de las creencias de los que necesitan de sus cuidados; la necesidad ó el sufrimiento, estos son los principales títulos para tener derecho á sus desvelos. Pero cuando su celo es mas meritorio es principalmente en la primavera y en el invierno, porque sufren los mas grandes trabajos y están espuestos á inminentes peligros. Desde el mes de noviembre hasta mayo, un criado de confianza, que se llama maronnier, va hasta la mitad de la pendiente delante de los viageros, acompañado de uno ó de dos grandes perros que están enseñados á reconocer el camino cuando hay nieblas, en las tempestades y en las grandes nevadas y á descubrir los pasageros que se han estraviado. Frecuentemente cumplen los religiosos por sí mismos esta misión, para dar á los viageros socorros espirituales y materiales; siempre que el maronnier no basta á salvar á los que están en peligro, ellos vuelan en su socorro, los conducen, los sostienen y aun muchas veces los cargan sobre sus espaldas y los llevan hasta el convento, teniendo que hacer á veces también violencia á los viageros, que helados se empeñan en que los dejen dormir un poco sobre la nieve, y es necesario arrancarlos por fuerza de este pérfido sueño, que insensiblemente los conduciría á la muerte. Solo un continuo movimiento puede dar al cuerpo el suficiente calor para resistir al estremado rigor del frio; por eso cuando los religiosos se ven obligados á caminar despacio por la mucha nieve que se lo impide, golpean frecuentemente sus manos y pies con los bastones herraque llevan siempre, sin lo cual se les helarían las estremidades sin sentirlo.
»A pesar de todos sus cuidados no pasa invierno en que no muera algún viagero ó llegue al convento con los miembros helados. El celo y la actividad de estos buenos religiosos brilla también en las pesquisas que hacen para buscar á los desgraciados que han sido arrastrados por las avalanchas ó enterrados en la nieve. Cuando las víctimas de estos accidentes no han sido sumergidas profundamente en la nieve, son descubiertos por los perros del convento; pero el instinto y el objeto de estos animales no puede penetrar á una gran profundidad. Cuando se hecha de menos algún viagero, y los perros no pueden encontrarlo, van los religiosos con grandes palos á sondear el terreno, y cuando encuentran resistencia, conocen por ella si es alguna roca ó un cuerpo humano; en este último caso, apartan prontamente la nieve, y muchas veces tienen el consuelo de salvar á hombres que sin su auxilio no hubieran vuelto á ver la luz: á los que encuentran heridos ó mutilados por el hielo, los tienen en el hospicio hasta su completa curación, sin exigirles retribución alguna por ello.»
Según las observaciones hechas por Mr. Pietet, el convento del gran San Bernardo esta á 2,492 metros sobre el nivel del mar, y dura alli el invierno ocho meses. Su posición está muy cerca del término de las nieves eternas, pues está dominada por cimas, que estando á mucha mas elevación que este término, permanecen eternamente cubiertas de nieve y hacen estremadamente frío todo cuanto les rodea. Por esto se comprenderá fácilmente que los alrededores del convento no produzcan nada. Los religiosos tienen solamente un pequeño jardín, abrigado y bien calentado por estiércol, donde con mucho trabajo cogen á fines de agosto algunas coles y lechugas de la especie mas pequeña, no cultivando este jardín mas que por el placer de ver alguna vegetación.
Precisamente al llegar aquí un amigo nuestro, el ilustrado joven don Clemente Fernandez, que acaba de hacer un escelente viage por Europa, nos ha facilitado la siguiente relación de su visita al famoso San Bernardo. Como según todas las probabilidades, no se habrá publicado todavía ninguna relación tan reciente, daremos nuestros lectores del referido establecimiento las noticias que mas se desean generalmente en estas ocasiones.
«Amaneció el 7 de setiembre de 18522, dice el señor Fernandez; habíamos pasado la noche en un meson, semejante á los nuestros de la Mancha; á las ocho de la mañana debíamos abandonar á Lideo. Colocóse el equipage en nuestro charaban, montamos en él y partimos; muchos dias hacia que no veíamos el sol pero ninguno se habia presentado á nuestros ojos el cielo con un aparato mas triste y amenazador, densas nubes de color de ceniza reemplazaba al diáfano azul, una niebla espesa y glacial nos envolvía, y limitaba el horizonte á veinte varas de nosotros. Apenas habíamos andado un cuarto de hora, notamos que el camino se dividía y que el charaban se hallaba suspendido en la punta de un enorme peñasco, unido por toscas tablas con otro semejante y entre los que mediaba gran distancia, y un abismo sin fondo era su base; temimos que el débil puente se hundiese con el peso del carro que nos conducía, y nos apeamos para no montar mas en él.
»A cada momento se hacia mas y mas áspera la subida, mas y mas salvage la naturaleza que nos rodeaba, mas negro el cielo, mas espesa la niebla, mas raro el aire, mas pobre la vegetación; si levantábamos los ojos, descubríamos por un lado una masa inmensa de rocas, en cuya ostensión inconmensurable solo se veían uno ó dos árboles, destinados á separar con sus raices
»En el hospicio no hay nunca mas que diez ó doce religiosos. Es verdaderamente interesante verlos en los dias de gran concurrencia ocupados en recibir los viageros, reanimarlos y asistir y cuidar á los que vienen enfermos ó estenuados por la fatiga y el frio. Ellos sirven con igual esmero á los estrangeros que á los compatriotas, sin distinción de edad, de sexo ni de religion, sin informarse de la patria, ni de las creencias de los que necesitan de sus cuidados; la necesidad ó el sufrimiento, estos son los principales títulos para tener derecho á sus desvelos. Pero cuando su celo es mas meritorio es principalmente en la primavera y en el invierno, porque sufren los mas grandes trabajos y están espuestos á inminentes peligros. Desde el mes de noviembre hasta mayo, un criado de confianza, que se llama maronnier, va hasta la mitad de la pendiente delante de los viageros, acompañado de uno ó de dos grandes perros que están enseñados á reconocer el camino cuando hay nieblas, en las tempestades y en las grandes nevadas y á descubrir los pasageros que se han estraviado. Frecuentemente cumplen los religiosos por sí mismos esta misión, para dar á los viageros socorros espirituales y materiales; siempre que el maronnier no basta á salvar á los que están en peligro, ellos vuelan en su socorro, los conducen, los sostienen y aun muchas veces los cargan sobre sus espaldas y los llevan hasta el convento, teniendo que hacer á veces también violencia á los viageros, que helados se empeñan en que los dejen dormir un poco sobre la nieve, y es necesario arrancarlos por fuerza de este pérfido sueño, que insensiblemente los conduciría á la muerte. Solo un continuo movimiento puede dar al cuerpo el suficiente calor para resistir al estremado rigor del frio; por eso cuando los religiosos se ven obligados á caminar despacio por la mucha nieve que se lo impide, golpean frecuentemente sus manos y pies con los bastones herraque llevan siempre, sin lo cual se les helarían las estremidades sin sentirlo.
»A pesar de todos sus cuidados no pasa invierno en que no muera algún viagero ó llegue al convento con los miembros helados. El celo y la actividad de estos buenos religiosos brilla también en las pesquisas que hacen para buscar á los desgraciados que han sido arrastrados por las avalanchas ó enterrados en la nieve. Cuando las víctimas de estos accidentes no han sido sumergidas profundamente en la nieve, son descubiertos por los perros del convento; pero el instinto y el objeto de estos animales no puede penetrar á una gran profundidad. Cuando se hecha de menos algún viagero, y los perros no pueden encontrarlo, van los religiosos con grandes palos á sondear el terreno, y cuando encuentran resistencia, conocen por ella si es alguna roca ó un cuerpo humano; en este último caso, apartan prontamente la nieve, y muchas veces tienen el consuelo de salvar á hombres que sin su auxilio no hubieran vuelto á ver la luz: á los que encuentran heridos ó mutilados por el hielo, los tienen en el hospicio hasta su completa curación, sin exigirles retribución alguna por ello.»
Según las observaciones hechas por Mr. Pietet, el convento del gran San Bernardo esta á 2,492 metros sobre el nivel del mar, y dura alli el invierno ocho meses. Su posición está muy cerca del término de las nieves eternas, pues está dominada por cimas, que estando á mucha mas elevación que este término, permanecen eternamente cubiertas de nieve y hacen estremadamente frío todo cuanto les rodea. Por esto se comprenderá fácilmente que los alrededores del convento no produzcan nada. Los religiosos tienen solamente un pequeño jardín, abrigado y bien calentado por estiércol, donde con mucho trabajo cogen á fines de agosto algunas coles y lechugas de la especie mas pequeña, no cultivando este jardín mas que por el placer de ver alguna vegetación.
Precisamente al llegar aquí un amigo nuestro, el ilustrado joven don Clemente Fernandez, que acaba de hacer un escelente viage por Europa, nos ha facilitado la siguiente relación de su visita al famoso San Bernardo. Como según todas las probabilidades, no se habrá publicado todavía ninguna relación tan reciente, daremos nuestros lectores del referido establecimiento las noticias que mas se desean generalmente en estas ocasiones.
«Amaneció el 7 de setiembre de 18522, dice el señor Fernandez; habíamos pasado la noche en un meson, semejante á los nuestros de la Mancha; á las ocho de la mañana debíamos abandonar á Lideo. Colocóse el equipage en nuestro charaban, montamos en él y partimos; muchos dias hacia que no veíamos el sol pero ninguno se habia presentado á nuestros ojos el cielo con un aparato mas triste y amenazador, densas nubes de color de ceniza reemplazaba al diáfano azul, una niebla espesa y glacial nos envolvía, y limitaba el horizonte á veinte varas de nosotros. Apenas habíamos andado un cuarto de hora, notamos que el camino se dividía y que el charaban se hallaba suspendido en la punta de un enorme peñasco, unido por toscas tablas con otro semejante y entre los que mediaba gran distancia, y un abismo sin fondo era su base; temimos que el débil puente se hundiese con el peso del carro que nos conducía, y nos apeamos para no montar mas en él.
»A cada momento se hacia mas y mas áspera la subida, mas y mas salvage la naturaleza que nos rodeaba, mas negro el cielo, mas espesa la niebla, mas raro el aire, mas pobre la vegetación; si levantábamos los ojos, descubríamos por un lado una masa inmensa de rocas, en cuya ostensión inconmensurable solo se veían uno ó dos árboles, destinados á separar con sus raices
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