Se lo preguntamos á un hombre que hallamos, el cual esclamó: Estamos en Oxford.
Era un hombre de cincuenta años, de un aspecto profesoral: cara angulosa, nariz puntiaguda, labios delgados, ojos de gallo, é indicando astucia y perspicacia. Habia tomado asiento al lado nuestro en la estación, donde habíamos dejado á la izquierda el camino de Bristol, para tomar el que nos guiaba á Oxford.
—Estos españoles, son verdaderamente aturdidos, decia á su muger y á su hija en inglés; no dudan nada.
Luego volviéndose hacia nosotros:
—¿Cómo van vds. á componerse? Las escuelas están en vacaciones y no tengo á nadie á quien recomen dar á vds. Los guias de Oxford no hablan español, los habitantes de la ciudad tampoco; vd no es prudente y sino me hubiese vd. encontrado por casualidad, hubiera vd. vuelto sin haber visto nada.
Nosotros nos confundimos en cumplimientos.
—Yo no soy, prosiguió, enteramente dueño de mi tiempo, vamos para asuntos de importancia á Oxford, de donde saldré ésta noche. Sin embargo, vd. no puede ser abandonado de esa manera...
—Caballero, respondí, jamás me he desesperado; todo lo espero de vd. y esperamos llenos de confianza y tranquilidad.
—La fé en la Providencia es una virtud cuando esta no llega hasta la presunción. ¿Qué va vd. á ver en Oxford?
—La ínclita y venerable universidad.
—Curiosidad de artista, en una palabra. El colegio de la universidad... ¡Pero se cuentan veinte y dos! Oxford no es mas que un concilio de colegios.
El pensaba terrificarnos.
—¡Oh! esclamaba mi amigo, hemos hecho muy bien de venir aquí.
—Lo esencial para los estrangeros es visitar los mas bellos y los mas curiosos. Voy á conduciros á ellos sucesivamente.
He aqui un hombre como se encuentran pocos, y un inglés como se encuentran muchos, No bien echamos pie á tierra, nuestro benévolo cicerone, depositó su familia con su bagage en una casa, y sin perder el tiempo en vanas palabras, nos dijo que le siguiéramos. A pocos instantes, atravesando claustros estraños, bajo bóvedas góticas y pasages extravagantes, patios, jardines, cercados, completamos la vuelta á la ciudad, poblada con veinte y dos mil almas.
Entrevimos, á lo largo de éste camino fantástico milagros de arquitectura, perfiles admirables, ojivas, estatuas, palacios pertenecientes á todos los siglos, de Guillermo el Conquistador y de Carlos II. Mas estraño, mas suntuoso, mas improvisto que Bruges ó Nuremberg, Oxford es una de las maravillas de arte de la edad media.
Multiplicando las esplicaciones, nuestro protector examinaba su reloj á cada paso, repitiendo. —Estoy muy de prisa... Vamos, venid pronto otra vez por este lado... (y redoblaba su paso. Nosotres silbábamos como una locomotora). ¡Gran Dios! esclamaba; ¡nada mas que diez minutos! ¡Si faltase á la lección de arquitectura bizantina! ¡Qué pensaría el ilustre doctor Speaghulf!
Hubiera sido muy justo darle libertad; pero fuimos crueles; los buenos viageros lo inmolan todo á sus designios, y su contratiempo nos era demasiado útil,
Era un hombre de cincuenta años, de un aspecto profesoral: cara angulosa, nariz puntiaguda, labios delgados, ojos de gallo, é indicando astucia y perspicacia. Habia tomado asiento al lado nuestro en la estación, donde habíamos dejado á la izquierda el camino de Bristol, para tomar el que nos guiaba á Oxford.
—Estos españoles, son verdaderamente aturdidos, decia á su muger y á su hija en inglés; no dudan nada.
Luego volviéndose hacia nosotros:
—¿Cómo van vds. á componerse? Las escuelas están en vacaciones y no tengo á nadie á quien recomen dar á vds. Los guias de Oxford no hablan español, los habitantes de la ciudad tampoco; vd no es prudente y sino me hubiese vd. encontrado por casualidad, hubiera vd. vuelto sin haber visto nada.
Nosotros nos confundimos en cumplimientos.
—Yo no soy, prosiguió, enteramente dueño de mi tiempo, vamos para asuntos de importancia á Oxford, de donde saldré ésta noche. Sin embargo, vd. no puede ser abandonado de esa manera...
—Caballero, respondí, jamás me he desesperado; todo lo espero de vd. y esperamos llenos de confianza y tranquilidad.
—La fé en la Providencia es una virtud cuando esta no llega hasta la presunción. ¿Qué va vd. á ver en Oxford?
—La ínclita y venerable universidad.
—Curiosidad de artista, en una palabra. El colegio de la universidad... ¡Pero se cuentan veinte y dos! Oxford no es mas que un concilio de colegios.
El pensaba terrificarnos.
—¡Oh! esclamaba mi amigo, hemos hecho muy bien de venir aquí.
—Lo esencial para los estrangeros es visitar los mas bellos y los mas curiosos. Voy á conduciros á ellos sucesivamente.
He aqui un hombre como se encuentran pocos, y un inglés como se encuentran muchos, No bien echamos pie á tierra, nuestro benévolo cicerone, depositó su familia con su bagage en una casa, y sin perder el tiempo en vanas palabras, nos dijo que le siguiéramos. A pocos instantes, atravesando claustros estraños, bajo bóvedas góticas y pasages extravagantes, patios, jardines, cercados, completamos la vuelta á la ciudad, poblada con veinte y dos mil almas.
Entrevimos, á lo largo de éste camino fantástico milagros de arquitectura, perfiles admirables, ojivas, estatuas, palacios pertenecientes á todos los siglos, de Guillermo el Conquistador y de Carlos II. Mas estraño, mas suntuoso, mas improvisto que Bruges ó Nuremberg, Oxford es una de las maravillas de arte de la edad media.
Multiplicando las esplicaciones, nuestro protector examinaba su reloj á cada paso, repitiendo. —Estoy muy de prisa... Vamos, venid pronto otra vez por este lado... (y redoblaba su paso. Nosotres silbábamos como una locomotora). ¡Gran Dios! esclamaba; ¡nada mas que diez minutos! ¡Si faltase á la lección de arquitectura bizantina! ¡Qué pensaría el ilustre doctor Speaghulf!
Hubiera sido muy justo darle libertad; pero fuimos crueles; los buenos viageros lo inmolan todo á sus designios, y su contratiempo nos era demasiado útil,