cícios corporales están abandonados á la plebe.»
Ya que nos hemos válido de Mad. Stael, como era justo al hablar de Roma, para concluir nuestra visita al Vaticano, tomaremos aun de ella su descripción de la Semana Santa, tan notable, como todo el mundo sabe, en la capital del orbe cristiano.
«Muchas veces se ha hablado, dice, de las ceremonias de la Semana Santa en Roma: todos los estrangeros acuden espresamente durante la cuaresma para disfrutar de este espectáculo; y como la música de la capilla Sixtina y la iluminación de San Pedro son bellezas singulares en su clase, es natural que esciten vivamente la curiosidad; pero las ceremonias propiamente no dejan satisfecha del mismo modo la esperanza. La comida de los doce apóstoles, servida por el papa, sus pies lavados por sus manos, en fin, las diversas prácticas de aquella época solemne, recuerdan las ideas mas tiernas; pero mil circunstancias inevitables perjudican frecuentemente al interés y la dignidad del espectáculo. No todos los que concurren á él guardan igual recogimiento, ni se entregan con igual seriedad á ideas piadosas; ademas que aquellas ceremonias tan repetidas, han llegado á ser una especie de ejercicio maquinal para la mayor parte de los que las ejecutan, y les sacerdotes jóvenes despachan el oficio de las fiestas solemnes con una prontitud y una destreza poco decorosas. Lo vago, lo desconocido, lo misterioso que tanto conviene á la religion, se desvanece absolutamente con la especie de atención que no se puede dejar de poner en el modo con que cada uno desempeña su ministerio. El afan de casi todos por los manjares que se les presentan, y la indiferencia de los otros en las genuflexiones que multiplican, ó en las oraciones que recitan, hacen á veces poco magestuoso el acto.
»Los trages antiguos que todavía usan los eclesiásticos, no vienen bien con el tocado moderno: el obispo griego con su larga barba es el que parece mas respetable. También los usos antiguos, como el de hacer la cortesía al modo de las mugeres, en lugar de saludar conforme lo hacen los hombres ahora, producen una impresión poco grave; por último, el conjunto carece de armonía, y lo antiguo y lo nuevo se mezclan sin cuidado alguno de atraer la imaginación, ni aun de evitar lo que puede distraerla. Ciertamente un culto magestuoso y brillante en las formas esteriores es muy oportuno para llenar el alma de sentimientos elevados; mas es preciso atender á que las ceremonias no se conviertan en espectáculos, en que represente cada cual su papel enfrente del otro, aprendiendo lo que ha de hacerse, en que instante se ha de ejecutar, cuando se ha de orar, acabar de orar, arrodillarse y ponerse en pie; porque la regularidad de las ceremonias de una corte, introducida en un templo, reprime el movimiento libre del corazón, que da únicamente al hombre esperanza de aproximarse á la divinidad.
«Estas observaciones son en lo general bastante conocidas de los estrangeros, pero los romanos por la mayor parte no se cansan de aquellas ceremonias, y cada año encuentran en ellas nuevos placeres. Es un rasgo particular del carácter de los italianos, que su movilidad á ser inconstantes, ni su viveza les precisa á buscar la variedad: en todo son sufridos y perseverantes; su imaginación hermosea cuanto poseen; ocupa su vida, en lugar de hacerla inquieta, lodo lo encuentran mas magnífico, mas noble, mas bello que es en realidad , y asi como en otras partes la vanidad consiste en manifestarse cansado, la de los italianos, ó por mejor decir, el fuego y la viveza que tienen en sí mismos, les hace complacerse en el sentimiento de la admiración.
»El Viernes santo es mucho mas espléndido. En este dia fué Osvaldo, continúa la célebre autora de Corina, á la capilla Sixtina para oir el famoso Miserere alabado en toda Europa; llegó de dia y vió aquellas célebres pinturas de Miguel Angel, que representan el juicio final, con toda la tremenda energía del asunto y del ingenio que le trató. Miguel Ángel se había penetrado de la lectura del Dante, y el pintor como el poeta representa seres mitológicos delante de Jesucristo, pero casi siempre hace que el paganismo sea el mal principio, caracterizando las fábulas paganas con figuras de demonios. Encima de la bóveda de la capilla se ven los profetas y las sibilas llamadas en testimonio por los cristianos; rodéanlas muchos angeles, y toda aquella bóveda por su pintura parece que acerca á nosotros el cielo; empero aquel cielo es opaco y terrible, la luz pasa apenas por entre los vidrios, que derraman en los cuadros mas bien sombras que claridad; las figuras ya tan magestuosas según las pintó Miguel Ángel, se hacen mayores con la oscuridad en que están, y el incienso, cuyo olor es algo funeral, llena el aire de aquel recinto y todas las sensaciones preparan para la mas profunda, la que la música va á producir.
»El Miserere (tened piedad de nosotros) es un salmo compuesto de versos que se cantan alternadamente de muy diversa manera; óyese una música celestial y en seguida el otro verso, recitado, hace un murmullo sordo y casi ronco, como si fuese respuesta de los caracteres duros á los corazones sensibles, ó la realidad de la vida que rechaza, y deshace los deseos de las almas generosas; cuando vuelve aquel coro dulcísimo, se torna á la esperanza; mas al empezar de nuevo el verso, sobrecoge otra vez una sensación de frio, no nacida del terror, sino del desaliento del entusiasmo. Por fin, el último trozo mas noble y mas espresivo todavía, deja en el alma una impresión suave y pura.
»Apáganse las antorchas, y crece la noche; y las figuras de los profetas y de las sibilas se aparecen á manera de fantasmas envueltas en el crepúsculo: reina un silencio profundo: el habla haria un daño insoportable en aquella situación del alma en que todo es íntimo é interior; y al desvanecerse el postrer sonido, se va cada cual paso á paso y callado; todos parece que temen volver á los intereses vulgares del mundo.
»Corina fué detrás de la procesión que caminaba al templo de San Pedro, alumbrado entonces únicamente por una cruz iluminada, aquel signo de dolor resplandeciendo solo en la augusta oscuridad de un edificio inmenso, es la imagen mas hermosa del cristianismo en medio de las tinieblas de la vida. Derramábase sobre las estatuas que adornan las sepulturas, una luz pálida y lejana; y los vivos que se ven en tropel debajo de las bóvedas, parecen pigmeos en comparación de las imágenes de los muertos. Alrededor de la cruz hay un espacio alumbrado por ella donde se postran el papa, vestido de blanco y todos los cardenales, detras de él enfila. Permanecen allí cerca de media hora en el mayor silencio y es imposible que no cause emoción semejante espectáculo; ignórase lo que piden, no se oyen sus secretos gemi–
Ya que nos hemos válido de Mad. Stael, como era justo al hablar de Roma, para concluir nuestra visita al Vaticano, tomaremos aun de ella su descripción de la Semana Santa, tan notable, como todo el mundo sabe, en la capital del orbe cristiano.
«Muchas veces se ha hablado, dice, de las ceremonias de la Semana Santa en Roma: todos los estrangeros acuden espresamente durante la cuaresma para disfrutar de este espectáculo; y como la música de la capilla Sixtina y la iluminación de San Pedro son bellezas singulares en su clase, es natural que esciten vivamente la curiosidad; pero las ceremonias propiamente no dejan satisfecha del mismo modo la esperanza. La comida de los doce apóstoles, servida por el papa, sus pies lavados por sus manos, en fin, las diversas prácticas de aquella época solemne, recuerdan las ideas mas tiernas; pero mil circunstancias inevitables perjudican frecuentemente al interés y la dignidad del espectáculo. No todos los que concurren á él guardan igual recogimiento, ni se entregan con igual seriedad á ideas piadosas; ademas que aquellas ceremonias tan repetidas, han llegado á ser una especie de ejercicio maquinal para la mayor parte de los que las ejecutan, y les sacerdotes jóvenes despachan el oficio de las fiestas solemnes con una prontitud y una destreza poco decorosas. Lo vago, lo desconocido, lo misterioso que tanto conviene á la religion, se desvanece absolutamente con la especie de atención que no se puede dejar de poner en el modo con que cada uno desempeña su ministerio. El afan de casi todos por los manjares que se les presentan, y la indiferencia de los otros en las genuflexiones que multiplican, ó en las oraciones que recitan, hacen á veces poco magestuoso el acto.
»Los trages antiguos que todavía usan los eclesiásticos, no vienen bien con el tocado moderno: el obispo griego con su larga barba es el que parece mas respetable. También los usos antiguos, como el de hacer la cortesía al modo de las mugeres, en lugar de saludar conforme lo hacen los hombres ahora, producen una impresión poco grave; por último, el conjunto carece de armonía, y lo antiguo y lo nuevo se mezclan sin cuidado alguno de atraer la imaginación, ni aun de evitar lo que puede distraerla. Ciertamente un culto magestuoso y brillante en las formas esteriores es muy oportuno para llenar el alma de sentimientos elevados; mas es preciso atender á que las ceremonias no se conviertan en espectáculos, en que represente cada cual su papel enfrente del otro, aprendiendo lo que ha de hacerse, en que instante se ha de ejecutar, cuando se ha de orar, acabar de orar, arrodillarse y ponerse en pie; porque la regularidad de las ceremonias de una corte, introducida en un templo, reprime el movimiento libre del corazón, que da únicamente al hombre esperanza de aproximarse á la divinidad.
«Estas observaciones son en lo general bastante conocidas de los estrangeros, pero los romanos por la mayor parte no se cansan de aquellas ceremonias, y cada año encuentran en ellas nuevos placeres. Es un rasgo particular del carácter de los italianos, que su movilidad á ser inconstantes, ni su viveza les precisa á buscar la variedad: en todo son sufridos y perseverantes; su imaginación hermosea cuanto poseen; ocupa su vida, en lugar de hacerla inquieta, lodo lo encuentran mas magnífico, mas noble, mas bello que es en realidad , y asi como en otras partes la vanidad consiste en manifestarse cansado, la de los italianos, ó por mejor decir, el fuego y la viveza que tienen en sí mismos, les hace complacerse en el sentimiento de la admiración.
»El Viernes santo es mucho mas espléndido. En este dia fué Osvaldo, continúa la célebre autora de Corina, á la capilla Sixtina para oir el famoso Miserere alabado en toda Europa; llegó de dia y vió aquellas célebres pinturas de Miguel Angel, que representan el juicio final, con toda la tremenda energía del asunto y del ingenio que le trató. Miguel Ángel se había penetrado de la lectura del Dante, y el pintor como el poeta representa seres mitológicos delante de Jesucristo, pero casi siempre hace que el paganismo sea el mal principio, caracterizando las fábulas paganas con figuras de demonios. Encima de la bóveda de la capilla se ven los profetas y las sibilas llamadas en testimonio por los cristianos; rodéanlas muchos angeles, y toda aquella bóveda por su pintura parece que acerca á nosotros el cielo; empero aquel cielo es opaco y terrible, la luz pasa apenas por entre los vidrios, que derraman en los cuadros mas bien sombras que claridad; las figuras ya tan magestuosas según las pintó Miguel Ángel, se hacen mayores con la oscuridad en que están, y el incienso, cuyo olor es algo funeral, llena el aire de aquel recinto y todas las sensaciones preparan para la mas profunda, la que la música va á producir.
»El Miserere (tened piedad de nosotros) es un salmo compuesto de versos que se cantan alternadamente de muy diversa manera; óyese una música celestial y en seguida el otro verso, recitado, hace un murmullo sordo y casi ronco, como si fuese respuesta de los caracteres duros á los corazones sensibles, ó la realidad de la vida que rechaza, y deshace los deseos de las almas generosas; cuando vuelve aquel coro dulcísimo, se torna á la esperanza; mas al empezar de nuevo el verso, sobrecoge otra vez una sensación de frio, no nacida del terror, sino del desaliento del entusiasmo. Por fin, el último trozo mas noble y mas espresivo todavía, deja en el alma una impresión suave y pura.
»Apáganse las antorchas, y crece la noche; y las figuras de los profetas y de las sibilas se aparecen á manera de fantasmas envueltas en el crepúsculo: reina un silencio profundo: el habla haria un daño insoportable en aquella situación del alma en que todo es íntimo é interior; y al desvanecerse el postrer sonido, se va cada cual paso á paso y callado; todos parece que temen volver á los intereses vulgares del mundo.
»Corina fué detrás de la procesión que caminaba al templo de San Pedro, alumbrado entonces únicamente por una cruz iluminada, aquel signo de dolor resplandeciendo solo en la augusta oscuridad de un edificio inmenso, es la imagen mas hermosa del cristianismo en medio de las tinieblas de la vida. Derramábase sobre las estatuas que adornan las sepulturas, una luz pálida y lejana; y los vivos que se ven en tropel debajo de las bóvedas, parecen pigmeos en comparación de las imágenes de los muertos. Alrededor de la cruz hay un espacio alumbrado por ella donde se postran el papa, vestido de blanco y todos los cardenales, detras de él enfila. Permanecen allí cerca de media hora en el mayor silencio y es imposible que no cause emoción semejante espectáculo; ignórase lo que piden, no se oyen sus secretos gemi–
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