rescos y salvages paisages del Cebrero, y en fin, la célebre Lucus-Augusta, la Lugo de hoy, que aun ostenta como vivos recuerdos de sus grandezas pasadas, sus fuertes murallas de la época de Augusto, y su bella catedral, en la que, desde el tiempo en que era corte de los reyes suevos, está el Sacramento de manifiesto noche y día. Aun después de la Gudiña se encuentran las aldeas de Cañizo, Pereiro, Villa–Vieja y la Canda, pertenecientes todas á Galicia. Poco después de la salida de esta última, se sube la porcilla ó monte del mismo nombre, en cuya cumbre está el mojón que señala los lindes de los dos antiguos y celebrados reinos, de Galicia y de Leon.
Conforme al plan que nos hemos propuesto de recorrer á España según su antigua division en reinos para dar á nuestro viage cierta unidad histórica, desde la Puebla de Sanabria, plaza de armas fronteriza á Portugal, pasaremos á Benavente, villa antigua y en buena posición, que conserva vestigios de un castillo feudal de sus condes, completamente arruinado por un incendio en la guerra de la independencia.
Un escritor ha dicho que si los sótanos hablaran se podria exhumar una galería de mártires, y asi es la verdad; pero de cuantos sucesos se cuentan mas ó menos ciertos, mas ó menos vecosímiles, ninguno iguala al que vamos á referir. El año 1458, reinando en Castilla Enrique IV, era conde de Benavente don Rodrigo Alonso Pimentel, anciano ya y achacoso, pero tan bueno y afable que por donde quiera que iba todos le saludaban como á su bienhechor, porque el conde, contra la costumbre de aquella época, era mas bien el padre que el señor de sus vasallos.
En una de las mas alegres tardes de primavera del año que queda citado, y pocas horas antes de oscurecer, el conde se hallaba sentado en un primoroso sillón de terciopelo recamado de oro, hablando con una hermosa niña de cabellos y ojos negros que lo escuchaba estática desde el cogin en que yacia á sus pies. Contábale el buen conde las glorias de su familia y las victorias que habían alcanzado contra los moros, con toda la naturalidad de su alma bondadosa, y referíala con cierto orgullo cuándo y de qué modo tomó juramento á don Juan II de Castilla; cómo ajustó la paz entre este rey y el de Portugal, don Alonso V el Africano; cómo trajo de aquel reino á la infanta doña Blanca para casarla con el rey Enrique IV; cuánto tiempo fué embajador de don Juan II en la córte de Carlos VI de Francia, y otras mil cosas por el estilo, que aunque no todas comprensibles para la niña, la tenían de tal modo absorta y distraída, que no oyó como su abuelo, porque el conde era abuelo suyo, los desaforados gritos quedaban en el patio del castillo.
— ¿A dónde vas, dijo la joven á don Rodrigo, viendo que éste se alzaba trabajosamente de su sillón?
— ¿No escuchas esos gritos y esa algazara?... Voy á ver la causa que los produce, la replicó andando apresuradamente.
Leonor le siguió. Al asomarse á la ventana hallaron que toda la bulla provenía de los golpes que daban á un pobre chico á quien rodeaba una turba de palafreneros y mozos de cuadra que se reian de los gestos y lamentos que le arrancaba el dolor producido por los latigazos.
—¿Qué hacéis á ese infeliz, Martino? gritó el conde con voz colérica.
Entonces todos se volvieron á la ventana, se descubrieron con respeto y Martino, que era el que azotaba al joven, respondió humildemente :
—Señor, le estoy dando una felpa por abandonado. Lo mantenemos para que lleve los caballos á beber al rio todos los días á las doce, y el bribonzuelo, después de almorzar bien esta mañana no ha parecido hasta ahora á cumplir con su obligación.
El pobre chico, como de unos trece años de edad, tendido en el suelo por los golpes que le sacudieran y sin dejar de sollozar, alzo sus ojos á la ventana, y con una espresion tan suplicante, que conmovió á la pobre niña.
— Tengo á mi madre enferma, dijo, y el llanto ahogó de nuevo su voz.
— Dejarle, gritó Leonor.
— Dejarle, repitió el conde y cuidado que semejantes escenas se reproduzcan en mi casa.
A este mandato todos se separaron y quedó solo el joven regando el suelo con sus lágrimas.
— Padre, dijo la niña, manda subir á ese infeliz.
— ¿Y para qué, querida mía?
— Porque me da mucha lastima.
— Mejor será que le echemos algunas monedas…
— Eso no basta, padre mio, para consolarlo; yo quiero hacer algo por él… ¡Pobrecillo, castigarlo tan cruelmente por una falta tan leve, y cuando la ha cometido por asistir á su madre!...
— Hágase, pues, tu voluntad, replicó el anciano; yo no quiero tampoco contrariar tus buenas inclinaciones. Y mandó subir al chico.
Cuando éste se presentó en la lujosa cámara, aun iba enjugándose las lágrimas. Era hermoso: cabellos rubios ensortijados naturalmente, cutis blanquísimo, ojos azules y megillas de rosa. A pesar de su pobre trage hecho girones y manchado, y á pesar de sus ojos enrojecidos, y su rostro descompuesto, el joven interesó tanto á Leonor, que se le acercó visiblemente afligida.
— ¿Cómo te llamas? le preguntó.
— Sancho Sanchez, tartamudeó el joven asombrado de verse en una sala tan ricamente adornada y delante del poderoso conde.
Pues bien, Sancho Sanchez, desde hoy eres mi page, dijo la niña.
— ¿Cómo tu pase? repuso el anciano.
— Mi page, padre mio, si tu lo permites.
El anciano que adoraba á su nieta, y que solamente deseaba darla gusto, se encogió de hombres significando con un gesto su asentimiento, y el chico se estremeció al aspecto de tanta dicha.
— Y no es este solo el favor que tengo que pedirte, añadió Leonor, dirigiéndose á su abuelo: quiero que ahora mismo des la orden para que despidan á Martino.
— ¡Muchacha!... ¿estás loca? dijo el anciano con tono bondadoso... Martino es un buen servidor.
— No puede ser bueno quien se complace en hacer daño á los demás. ¿No veías aquella risa infernal con que contestaba á los lamentos de esta pobre criatura?... ¡Oh! Martino tiene por fuerza un corazón de hiena, y no debes conservar ese hombre á tu servicio, ¡tú que eres tan bueno y tan bondadoso!... Si no lo quieres despedir mándalo á alguna de tus tierras donde yo no lo vea, porque su presencia me hace mucho daño.
— Se despedirá á Martino, dijo el conde como convencido y sin manifestar el menor interés en conservar en su casa al palafrenero.
Conforme al plan que nos hemos propuesto de recorrer á España según su antigua division en reinos para dar á nuestro viage cierta unidad histórica, desde la Puebla de Sanabria, plaza de armas fronteriza á Portugal, pasaremos á Benavente, villa antigua y en buena posición, que conserva vestigios de un castillo feudal de sus condes, completamente arruinado por un incendio en la guerra de la independencia.
Un escritor ha dicho que si los sótanos hablaran se podria exhumar una galería de mártires, y asi es la verdad; pero de cuantos sucesos se cuentan mas ó menos ciertos, mas ó menos vecosímiles, ninguno iguala al que vamos á referir. El año 1458, reinando en Castilla Enrique IV, era conde de Benavente don Rodrigo Alonso Pimentel, anciano ya y achacoso, pero tan bueno y afable que por donde quiera que iba todos le saludaban como á su bienhechor, porque el conde, contra la costumbre de aquella época, era mas bien el padre que el señor de sus vasallos.
En una de las mas alegres tardes de primavera del año que queda citado, y pocas horas antes de oscurecer, el conde se hallaba sentado en un primoroso sillón de terciopelo recamado de oro, hablando con una hermosa niña de cabellos y ojos negros que lo escuchaba estática desde el cogin en que yacia á sus pies. Contábale el buen conde las glorias de su familia y las victorias que habían alcanzado contra los moros, con toda la naturalidad de su alma bondadosa, y referíala con cierto orgullo cuándo y de qué modo tomó juramento á don Juan II de Castilla; cómo ajustó la paz entre este rey y el de Portugal, don Alonso V el Africano; cómo trajo de aquel reino á la infanta doña Blanca para casarla con el rey Enrique IV; cuánto tiempo fué embajador de don Juan II en la córte de Carlos VI de Francia, y otras mil cosas por el estilo, que aunque no todas comprensibles para la niña, la tenían de tal modo absorta y distraída, que no oyó como su abuelo, porque el conde era abuelo suyo, los desaforados gritos quedaban en el patio del castillo.
— ¿A dónde vas, dijo la joven á don Rodrigo, viendo que éste se alzaba trabajosamente de su sillón?
— ¿No escuchas esos gritos y esa algazara?... Voy á ver la causa que los produce, la replicó andando apresuradamente.
Leonor le siguió. Al asomarse á la ventana hallaron que toda la bulla provenía de los golpes que daban á un pobre chico á quien rodeaba una turba de palafreneros y mozos de cuadra que se reian de los gestos y lamentos que le arrancaba el dolor producido por los latigazos.
—¿Qué hacéis á ese infeliz, Martino? gritó el conde con voz colérica.
Entonces todos se volvieron á la ventana, se descubrieron con respeto y Martino, que era el que azotaba al joven, respondió humildemente :
—Señor, le estoy dando una felpa por abandonado. Lo mantenemos para que lleve los caballos á beber al rio todos los días á las doce, y el bribonzuelo, después de almorzar bien esta mañana no ha parecido hasta ahora á cumplir con su obligación.
El pobre chico, como de unos trece años de edad, tendido en el suelo por los golpes que le sacudieran y sin dejar de sollozar, alzo sus ojos á la ventana, y con una espresion tan suplicante, que conmovió á la pobre niña.
— Tengo á mi madre enferma, dijo, y el llanto ahogó de nuevo su voz.
— Dejarle, gritó Leonor.
— Dejarle, repitió el conde y cuidado que semejantes escenas se reproduzcan en mi casa.
A este mandato todos se separaron y quedó solo el joven regando el suelo con sus lágrimas.
— Padre, dijo la niña, manda subir á ese infeliz.
— ¿Y para qué, querida mía?
— Porque me da mucha lastima.
— Mejor será que le echemos algunas monedas…
— Eso no basta, padre mio, para consolarlo; yo quiero hacer algo por él… ¡Pobrecillo, castigarlo tan cruelmente por una falta tan leve, y cuando la ha cometido por asistir á su madre!...
— Hágase, pues, tu voluntad, replicó el anciano; yo no quiero tampoco contrariar tus buenas inclinaciones. Y mandó subir al chico.
Cuando éste se presentó en la lujosa cámara, aun iba enjugándose las lágrimas. Era hermoso: cabellos rubios ensortijados naturalmente, cutis blanquísimo, ojos azules y megillas de rosa. A pesar de su pobre trage hecho girones y manchado, y á pesar de sus ojos enrojecidos, y su rostro descompuesto, el joven interesó tanto á Leonor, que se le acercó visiblemente afligida.
— ¿Cómo te llamas? le preguntó.
— Sancho Sanchez, tartamudeó el joven asombrado de verse en una sala tan ricamente adornada y delante del poderoso conde.
Pues bien, Sancho Sanchez, desde hoy eres mi page, dijo la niña.
— ¿Cómo tu pase? repuso el anciano.
— Mi page, padre mio, si tu lo permites.
El anciano que adoraba á su nieta, y que solamente deseaba darla gusto, se encogió de hombres significando con un gesto su asentimiento, y el chico se estremeció al aspecto de tanta dicha.
— Y no es este solo el favor que tengo que pedirte, añadió Leonor, dirigiéndose á su abuelo: quiero que ahora mismo des la orden para que despidan á Martino.
— ¡Muchacha!... ¿estás loca? dijo el anciano con tono bondadoso... Martino es un buen servidor.
— No puede ser bueno quien se complace en hacer daño á los demás. ¿No veías aquella risa infernal con que contestaba á los lamentos de esta pobre criatura?... ¡Oh! Martino tiene por fuerza un corazón de hiena, y no debes conservar ese hombre á tu servicio, ¡tú que eres tan bueno y tan bondadoso!... Si no lo quieres despedir mándalo á alguna de tus tierras donde yo no lo vea, porque su presencia me hace mucho daño.
— Se despedirá á Martino, dijo el conde como convencido y sin manifestar el menor interés en conservar en su casa al palafrenero.
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