— Luego lo sabréis; por el momento lo que importa es que tengais entendido que la condesa ama aun á Sancho Sanchez.
— Me lo he figurado, replicó el de Arévelo, caprichos de chiquilla que el tiempo curará. Ademas el page está muy distante...
— Os equivocáis; Sancho está en el castillo y habla todas las noches con Leonor
— Mira lo que dices, villano. Necesito pruebas para creerte, ó de lo contrario...
— ¿Os bastará el mismo page?
— Me basta.
— ¿Cómo lo queréis? ¿muerto ó vivo?
— Muerto... no; vivo.
— Mañana lo tendréis.
— ¿Qué recompensa por ese servicio?
— Ninguna.
— ¿Pues que te obliga á prestarlo?
— El deseo de vengarme. Soy Martino Fernandez, el...
— Te comprendo: hasta mañana.
— Hasta mañana.
Serian las seis de la tarde del siguiente dia de la escena que acabamos de referir, cuando Leonor, que se entretenía en coger flores en su jardín, se halló casi sorprendida por el duque de Arévalo, á quien creía en compañía de su abuelo, que habia ido á una de sus heredades contiguas.
— No imaginaba que estuvieseis en el castillo, dijo la joven con naturalidad, y casi me habéis asustado.
— He dejado marchar solo al conde porque deseo hablaros otra vez; ayer me tratasteis cruelmente.
— No tal; os dije lo que siento, porque creo que es mejor ahora un desengaño que un engaño luego.
— Sois discreta en demasía y me haréis perder el juicio de amor.
— Lástima en verdad que esté tan mal empleado.
— Yo espero, sin embargo, que se han de mitigar vuestros rigores, gracias á cierto talisman...
— ¡Creéis en brujerías! .. Por Dios, tio, que no lo hubiera imaginado...
— Os lo voy á enseñar para que no dudéis de su eficacia.
Durante esta conversación, el tio y la sobrina habían seguido una calle de olmos opaca y sombría, á cuyo estremo habia una especie de pabellón del gusto de la época, pero entonces sin uso por hallarse deteriorado. Al concluir la última palabra estaban frente á la puerta del pabellón; el duque hizo una señal, la puerta se abrió, y Leonor dio un grito de espanto. Dentro del pabellón estaba Sancho Sanchez amarrado á un taburete, y Martino con un puñal levantado comenzaba á hundírselo en el pecho. La condesa volvió la vista alrededor de sí y vio que, sin duda por efecto de las disposiciones tomadas por el duque, se hablaba sola con él, su amante y el asesino. Todo esto pasó con la rapidez del relámpago. El de Arévalo cambiando bruscamente de tono y de modales...
— Ya veis, dijo á la condesa, mi talisman. O el consentimiento para la boda ó Sancho muere ahora mismo.
Leonor se quedó inmóvil sin pronunciar una palabra.
— ¡Martino! gritó el duque; ejecuta mis órdenes.
Martino levantó el brazo para herir.
— ¡Piedad! murmuró el page.
—Matadme á mí, esclamó Leonor arrojándose á los pies de su tio.
—A vos no, á aquel villano...
— ¡A ninguno! gritó una voz de trueno á espaldas de Leonor.
Era la del conde, y su nieta corrió á echarse en sus brazos.
— ¿Con qué derecho, prosiguió el de Benavente, os permitís semejantes demasías en mi propio castillo, señor duque de Arévalo?
— Ha sido una chanza, señor, para obligar á vuestra nieta á que consienta en darme la mano. Vos mismo aprobáis este enlace...
— Pero desapruebo los medios que empleáis para realizarlo, y aunque viejo y achacoso no estoy dispuesto á consentir que nadie me ultrage. Salid al punto de mi casa para no volver á ella mas, mientras yo viva.
— Obedezco por que no estáis en edad de que midamos nuestras armas; pero confio en que pronto he de volver al castillo.
El de Arévalo se retiró en efecto, y tres dias después murió el conde de Benavente, según unos, á consecuencia del sofoco, y por efecto de sus muchos años y achaques; según otros en virtud de unas yerbas preparadas de intento por cierto judío. De cualquiera manera que fuese, este acontecimiento puso á Leonor enteramente á merced del duque. El hijo mayor del conde, y heredero de su título, se hallaba ocupado en la guerra, y en tanto que venia, el de Arévalo, como pariente mas cercano, se hizo cargo de los bienes del conde y de la tutela de su nieta, mediante también disposición testamentaria de la madre de Leonor, que, preveyendo, sin duda, que el de Benavente no podía vivir mucho, encargaba que á su muerte, pasase la tutela á su hermano.
Escusado es decir, que dueño del campo, el duque insistiría en sus pretensiones, no ya tanto por amor á la joven, como por satisfacer su orgullo ofendido. Leonor comprendió que toda lucha era inútil, y se resignó al sacrificio, poniendo por única condición que no se hiciese daño alguno á Sancho Sanchez. Cumplido el luto se celebraron las bodas tan tristemente, que no parecia sino que se verificaba un entierro. Durante algunos meses, el duque se mostró obsequioso con su esposa, y esta parecia conforme con su suerte; solo se notaba en ella una palidez mortal y una tristeza reprimida, cuyo origen era sin duda la ignorancia en que estaba de la suerte que había cabido á su amante, de quien nada supo después de la escena del pabellón.
Martino habia entrado al servicio del de Arévalo, y era su criado y confidente favorito, circunstancia que no contribuía poco á mortificar á Leonor, que lo aborrecía de muerte, pero procuraba disimular para no dar motivo de queja á su marido. En una breve ausencia que éste hizo, Martino, que habia quedado como siempre, encargado de su custodia, y que alentado por la protección del duque, se permitía libertades muy agenas á sus obligaciones de criado, entró una tarde sin anunciarse en la estancia de la duquesa. Estaba esta sola sentada en un sillón contemplando las nubes que se apiñaban sobre el horizonte, cargadas de agua, con los ojos preñados de lágrimas, y no pudo menos de indignarse por el atrevimiento de su escudero. Iba á reprenderle agriamente, pero éste la previno diciéndole con tono humilde:
— Me lo he figurado, replicó el de Arévelo, caprichos de chiquilla que el tiempo curará. Ademas el page está muy distante...
— Os equivocáis; Sancho está en el castillo y habla todas las noches con Leonor
— Mira lo que dices, villano. Necesito pruebas para creerte, ó de lo contrario...
— ¿Os bastará el mismo page?
— Me basta.
— ¿Cómo lo queréis? ¿muerto ó vivo?
— Muerto... no; vivo.
— Mañana lo tendréis.
— ¿Qué recompensa por ese servicio?
— Ninguna.
— ¿Pues que te obliga á prestarlo?
— El deseo de vengarme. Soy Martino Fernandez, el...
— Te comprendo: hasta mañana.
— Hasta mañana.
Serian las seis de la tarde del siguiente dia de la escena que acabamos de referir, cuando Leonor, que se entretenía en coger flores en su jardín, se halló casi sorprendida por el duque de Arévalo, á quien creía en compañía de su abuelo, que habia ido á una de sus heredades contiguas.
— No imaginaba que estuvieseis en el castillo, dijo la joven con naturalidad, y casi me habéis asustado.
— He dejado marchar solo al conde porque deseo hablaros otra vez; ayer me tratasteis cruelmente.
— No tal; os dije lo que siento, porque creo que es mejor ahora un desengaño que un engaño luego.
— Sois discreta en demasía y me haréis perder el juicio de amor.
— Lástima en verdad que esté tan mal empleado.
— Yo espero, sin embargo, que se han de mitigar vuestros rigores, gracias á cierto talisman...
— ¡Creéis en brujerías! .. Por Dios, tio, que no lo hubiera imaginado...
— Os lo voy á enseñar para que no dudéis de su eficacia.
Durante esta conversación, el tio y la sobrina habían seguido una calle de olmos opaca y sombría, á cuyo estremo habia una especie de pabellón del gusto de la época, pero entonces sin uso por hallarse deteriorado. Al concluir la última palabra estaban frente á la puerta del pabellón; el duque hizo una señal, la puerta se abrió, y Leonor dio un grito de espanto. Dentro del pabellón estaba Sancho Sanchez amarrado á un taburete, y Martino con un puñal levantado comenzaba á hundírselo en el pecho. La condesa volvió la vista alrededor de sí y vio que, sin duda por efecto de las disposiciones tomadas por el duque, se hablaba sola con él, su amante y el asesino. Todo esto pasó con la rapidez del relámpago. El de Arévalo cambiando bruscamente de tono y de modales...
— Ya veis, dijo á la condesa, mi talisman. O el consentimiento para la boda ó Sancho muere ahora mismo.
Leonor se quedó inmóvil sin pronunciar una palabra.
— ¡Martino! gritó el duque; ejecuta mis órdenes.
Martino levantó el brazo para herir.
— ¡Piedad! murmuró el page.
—Matadme á mí, esclamó Leonor arrojándose á los pies de su tio.
—A vos no, á aquel villano...
— ¡A ninguno! gritó una voz de trueno á espaldas de Leonor.
Era la del conde, y su nieta corrió á echarse en sus brazos.
— ¿Con qué derecho, prosiguió el de Benavente, os permitís semejantes demasías en mi propio castillo, señor duque de Arévalo?
— Ha sido una chanza, señor, para obligar á vuestra nieta á que consienta en darme la mano. Vos mismo aprobáis este enlace...
— Pero desapruebo los medios que empleáis para realizarlo, y aunque viejo y achacoso no estoy dispuesto á consentir que nadie me ultrage. Salid al punto de mi casa para no volver á ella mas, mientras yo viva.
— Obedezco por que no estáis en edad de que midamos nuestras armas; pero confio en que pronto he de volver al castillo.
El de Arévalo se retiró en efecto, y tres dias después murió el conde de Benavente, según unos, á consecuencia del sofoco, y por efecto de sus muchos años y achaques; según otros en virtud de unas yerbas preparadas de intento por cierto judío. De cualquiera manera que fuese, este acontecimiento puso á Leonor enteramente á merced del duque. El hijo mayor del conde, y heredero de su título, se hallaba ocupado en la guerra, y en tanto que venia, el de Arévalo, como pariente mas cercano, se hizo cargo de los bienes del conde y de la tutela de su nieta, mediante también disposición testamentaria de la madre de Leonor, que, preveyendo, sin duda, que el de Benavente no podía vivir mucho, encargaba que á su muerte, pasase la tutela á su hermano.
Escusado es decir, que dueño del campo, el duque insistiría en sus pretensiones, no ya tanto por amor á la joven, como por satisfacer su orgullo ofendido. Leonor comprendió que toda lucha era inútil, y se resignó al sacrificio, poniendo por única condición que no se hiciese daño alguno á Sancho Sanchez. Cumplido el luto se celebraron las bodas tan tristemente, que no parecia sino que se verificaba un entierro. Durante algunos meses, el duque se mostró obsequioso con su esposa, y esta parecia conforme con su suerte; solo se notaba en ella una palidez mortal y una tristeza reprimida, cuyo origen era sin duda la ignorancia en que estaba de la suerte que había cabido á su amante, de quien nada supo después de la escena del pabellón.
Martino habia entrado al servicio del de Arévalo, y era su criado y confidente favorito, circunstancia que no contribuía poco á mortificar á Leonor, que lo aborrecía de muerte, pero procuraba disimular para no dar motivo de queja á su marido. En una breve ausencia que éste hizo, Martino, que habia quedado como siempre, encargado de su custodia, y que alentado por la protección del duque, se permitía libertades muy agenas á sus obligaciones de criado, entró una tarde sin anunciarse en la estancia de la duquesa. Estaba esta sola sentada en un sillón contemplando las nubes que se apiñaban sobre el horizonte, cargadas de agua, con los ojos preñados de lágrimas, y no pudo menos de indignarse por el atrevimiento de su escudero. Iba á reprenderle agriamente, pero éste la previno diciéndole con tono humilde: