cubre en ella ninguna inscripción, sino un escudo con las armas del solar, que son dos cabezas de lobo, como las que hay en la iglesia de Santo Domingo de Santiago, sobre aquellos bien concluidos sepulcros góticos, únicos de su género en esta ciudad monumental. Fácilmente se colige que debió existir otro castillo de mas antigüedad que la que prueban estas torres; pero una oscura tradición que lo coloca en el vecino monte de Morovello (Moro viejo), viene á deshacerse entre las duras peñas que en todas partes son los alcázares de los duendes y los incubos. Molina cita esta fortaleza como una de las principales de Galicia, y Medina en sus Grandezas de España, hace también mérito de ella, dando á entender que era muy conocida de los pesados historiadores de su tiempo.
Esta fortaleza se halla dividida en dos cuerpos, destinado el mayor al servicio de sus señores, grande y espacioso; y el otro mas reducido y bajo para lo que llamaba don Alonso X gente menuda, es decir, la servidumbre de los condes en tiempo de paz, y para los flecheros y mas gente armada en tiempo de guerra. En esta parte de las torres estaba la cocina, y cerca de ella la bóveda prisión donde se ocultaron mas personas de alta categoría que los subditos de la respetable fortaleza. Desde el cuerpo principal y sólido que arranca del suelo, seguia en la torre de la derecha hasta la otra esquina que toca con la puerta, un balcón corrido, que seria colosal si se atiende á los soberbios canzorros que se conservan cubiertos de yedra. En la otra esquina se reconoce un vistoso mirador á lo árabe, que termina desvanecido á bastante altura del suelo. En la torre principal solo se conservan paredes con las ventanas de asiento, y un arco que sostendría alguna muralla interior, sirviendo de galería para los flecheros ó los peones. La otra es mas reducida, pero mejor conservada: en ella hay una bóveda sana á la que se puede subir con alguna comodidad, y desde la que se disfruta por una ventana que cae al puente, de una vista deliciosa. Des le ella se recorre gran parte de la antigua Amaea, de que tanto hablan las historias del apóstol Santiago. La puerta principal está colocada en la torre mayor á O, y aunque derruida se conserva, sin embargo, bastante sólida, presentando claras señales de fortaleza y antigüedad. En la distancia que hay entre las dos partes de esta fortaleza, se forma una espaciosa sala de armas, y por algunos restos que se conservan puede deducirse que estaba defendida por una robusta barbacana, Hacia la puerta principal se observa el algibe atascado de piedras hasta la boca, y muchos dicen que era la entrada al subterráneo que tenian toda las fortalezas de su tiempo; pero lo mas natural es que si existió, como parece probable, desembocaría en el obstruido sótano de la torre pequeña. Alrededor se distingue aun el foso, que si no era de grandes dimensiones, estaba resguardado por un segundo muro de tierra que seguia á la montaña hasta perderse en la antigua aldea de San Felix de Brion. El género de arquitectura de las torres parece romano, ó mas bien de ese género peculiar de las fortalezas–palacios, romano en medidas y gótico en su distribución; prueba inequívoca de que este monumento data quizás del siglo IX. La bóveda, prisión en los tiempos normales de la fortaleza, habrá sido oscura y lóbrega; asi como la garita del vigía, donde se llega por una escalera de caracol, cuyos peldaños aun se conservan como los dientes de una calavera, parecía espiar el cielo por su altura y ligereza.
Las torres de Altamira dan claras señales de la pasada magnificencia, respetable por su antigüedad, acatada por los recuerdos históricos y las tradiciones populares, y distinguida por los blasones que figuraban en sus puertas y ventanas. Hoy quedan de ellas las ruinas, que son un vivo testimonio de su grandeza perdida, y apreciables tradiciones que relatan al chispeante fuego del hogar, en las crudas noches de invierno, los ancianos que han visto desplomarse de día en dia las piedras de esta fortaleza al compás de sus años y al golpe del inflexible tiempo que todo lo destruye. He aquí una de estas tradiciones:
Hace ya muchos años, cuando este castillo estaba habitado por sus señores, el conde de Monforte dispuso un dia de caza, con el objeto de distraer á su hija Constanza, cuya tristeza habitual empezaba á darle cuidado. Constanza era bella, y el conde cortés y generoso; asi, pues, con tales estímulos no es de estrañar que concurriese á la invitación que el de Monforte hizo para la partida, lodo lo mas florido de la juventud de los contornos. Largo tiempo hacia que el sonido de las trompas atronaba los bosques, y grande era el número de fieras que habian sucumbido á manos de sus perseguidores, cuando un oso tremendo, acosado por los perros, fué á dar con la hija del conde, á quien sin duda ninguna hubiera despedazado, á no interponerse un doncel que arriesgando su vida por salvarla logró dar muerte á la fiera. Era este doncel amante apasionado de la doncella, de quien nunca había podido obtener correspondencia, ya fuese porque su origen oscuro y nacimiento ignorado impulsasen á la hija del conde á no fijar sus ojos en un hombre que no la igualaba en clase, ó ya, según mas probable parece, porque Constanza estuviese enamorada, como decían, del rey de Castilla que lo era entonces Alfonso VI. Terminó la cacería felizmente, y el enamorado mancebo no pudo obtener en cambio del servicio que acababa de prestar á su querida, mas que algunas palabras de gratitud por parte de esta, y las consiguientes felicitaciones de los demás cazadores, incluso el conde que le regaló el corcel árabe que montaba y tenia en grande estima. Convencido de la inutilidad de sus pretensiones, el doncel partió á la guerra con la esperanza de que una muerte gloriosa pusiese término á sus padecimientos, y mientras él peleaba contra los infieles, Constanza, de grado ó por fuerza, dio la mano de esposa á Payo Ataulfo de Moscoso, señor de Altamira.
Habia el rey galanteado á Constanza algún tiempo, lo cual dio origen al amor de esta; mas separado de su lado la tenia ya olvidada, cuando supo la nueva de su matrimonio, y renovándose entonces el afecto que creía estinguido, lleno de cólera, juró buscarla y apoderarse de ella, aunque fuera en las mismas torres del conde. Alfonso perseguía al arzobispo de Santiago por motivos políticos, y valiéndose del pretesto de que el de Altamira era partidario suyo, se dirigió á la fortaleza del marido de Constanza con ánimo de tomarla; pero la empresa era muy difícil, y el empleo de la fuerza completamente inútil; bien lo conocia el rey, y hubiera abandonado tal vez el campo, sino se le presentara un desconocido que le propuso facilitarle la entrada en las torres, cuya proposición fue al punto aceptada. El desconocido no era otro que el doncel antiguo enamorado de Constanza.
Esta fortaleza se halla dividida en dos cuerpos, destinado el mayor al servicio de sus señores, grande y espacioso; y el otro mas reducido y bajo para lo que llamaba don Alonso X gente menuda, es decir, la servidumbre de los condes en tiempo de paz, y para los flecheros y mas gente armada en tiempo de guerra. En esta parte de las torres estaba la cocina, y cerca de ella la bóveda prisión donde se ocultaron mas personas de alta categoría que los subditos de la respetable fortaleza. Desde el cuerpo principal y sólido que arranca del suelo, seguia en la torre de la derecha hasta la otra esquina que toca con la puerta, un balcón corrido, que seria colosal si se atiende á los soberbios canzorros que se conservan cubiertos de yedra. En la otra esquina se reconoce un vistoso mirador á lo árabe, que termina desvanecido á bastante altura del suelo. En la torre principal solo se conservan paredes con las ventanas de asiento, y un arco que sostendría alguna muralla interior, sirviendo de galería para los flecheros ó los peones. La otra es mas reducida, pero mejor conservada: en ella hay una bóveda sana á la que se puede subir con alguna comodidad, y desde la que se disfruta por una ventana que cae al puente, de una vista deliciosa. Des le ella se recorre gran parte de la antigua Amaea, de que tanto hablan las historias del apóstol Santiago. La puerta principal está colocada en la torre mayor á O, y aunque derruida se conserva, sin embargo, bastante sólida, presentando claras señales de fortaleza y antigüedad. En la distancia que hay entre las dos partes de esta fortaleza, se forma una espaciosa sala de armas, y por algunos restos que se conservan puede deducirse que estaba defendida por una robusta barbacana, Hacia la puerta principal se observa el algibe atascado de piedras hasta la boca, y muchos dicen que era la entrada al subterráneo que tenian toda las fortalezas de su tiempo; pero lo mas natural es que si existió, como parece probable, desembocaría en el obstruido sótano de la torre pequeña. Alrededor se distingue aun el foso, que si no era de grandes dimensiones, estaba resguardado por un segundo muro de tierra que seguia á la montaña hasta perderse en la antigua aldea de San Felix de Brion. El género de arquitectura de las torres parece romano, ó mas bien de ese género peculiar de las fortalezas–palacios, romano en medidas y gótico en su distribución; prueba inequívoca de que este monumento data quizás del siglo IX. La bóveda, prisión en los tiempos normales de la fortaleza, habrá sido oscura y lóbrega; asi como la garita del vigía, donde se llega por una escalera de caracol, cuyos peldaños aun se conservan como los dientes de una calavera, parecía espiar el cielo por su altura y ligereza.
Las torres de Altamira dan claras señales de la pasada magnificencia, respetable por su antigüedad, acatada por los recuerdos históricos y las tradiciones populares, y distinguida por los blasones que figuraban en sus puertas y ventanas. Hoy quedan de ellas las ruinas, que son un vivo testimonio de su grandeza perdida, y apreciables tradiciones que relatan al chispeante fuego del hogar, en las crudas noches de invierno, los ancianos que han visto desplomarse de día en dia las piedras de esta fortaleza al compás de sus años y al golpe del inflexible tiempo que todo lo destruye. He aquí una de estas tradiciones:
Hace ya muchos años, cuando este castillo estaba habitado por sus señores, el conde de Monforte dispuso un dia de caza, con el objeto de distraer á su hija Constanza, cuya tristeza habitual empezaba á darle cuidado. Constanza era bella, y el conde cortés y generoso; asi, pues, con tales estímulos no es de estrañar que concurriese á la invitación que el de Monforte hizo para la partida, lodo lo mas florido de la juventud de los contornos. Largo tiempo hacia que el sonido de las trompas atronaba los bosques, y grande era el número de fieras que habian sucumbido á manos de sus perseguidores, cuando un oso tremendo, acosado por los perros, fué á dar con la hija del conde, á quien sin duda ninguna hubiera despedazado, á no interponerse un doncel que arriesgando su vida por salvarla logró dar muerte á la fiera. Era este doncel amante apasionado de la doncella, de quien nunca había podido obtener correspondencia, ya fuese porque su origen oscuro y nacimiento ignorado impulsasen á la hija del conde á no fijar sus ojos en un hombre que no la igualaba en clase, ó ya, según mas probable parece, porque Constanza estuviese enamorada, como decían, del rey de Castilla que lo era entonces Alfonso VI. Terminó la cacería felizmente, y el enamorado mancebo no pudo obtener en cambio del servicio que acababa de prestar á su querida, mas que algunas palabras de gratitud por parte de esta, y las consiguientes felicitaciones de los demás cazadores, incluso el conde que le regaló el corcel árabe que montaba y tenia en grande estima. Convencido de la inutilidad de sus pretensiones, el doncel partió á la guerra con la esperanza de que una muerte gloriosa pusiese término á sus padecimientos, y mientras él peleaba contra los infieles, Constanza, de grado ó por fuerza, dio la mano de esposa á Payo Ataulfo de Moscoso, señor de Altamira.
Habia el rey galanteado á Constanza algún tiempo, lo cual dio origen al amor de esta; mas separado de su lado la tenia ya olvidada, cuando supo la nueva de su matrimonio, y renovándose entonces el afecto que creía estinguido, lleno de cólera, juró buscarla y apoderarse de ella, aunque fuera en las mismas torres del conde. Alfonso perseguía al arzobispo de Santiago por motivos políticos, y valiéndose del pretesto de que el de Altamira era partidario suyo, se dirigió á la fortaleza del marido de Constanza con ánimo de tomarla; pero la empresa era muy difícil, y el empleo de la fuerza completamente inútil; bien lo conocia el rey, y hubiera abandonado tal vez el campo, sino se le presentara un desconocido que le propuso facilitarle la entrada en las torres, cuya proposición fue al punto aceptada. El desconocido no era otro que el doncel antiguo enamorado de Constanza.
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