rescas que acertaron a entretener é interesar á sus contemporáneos; pero es de notar que ningún género de literatura se dejó impregnar mas que este del estilo estravagante y afectado. Juzgúese por el siguiente trozo tomado del Florisel de Niquea.
«Los arrebatados cursos celestiales que son su inmortal movimiento, los tiempos según el orden de sus constelaciones sobre el universo disponen conforme á la disposición de la virtud de sus estrellas y luminarias, asi el tiempo revuelve, que despertados los caballos del dios Neptuno, acompañados de los ejércitos del dios Eolo, por cima de los poderosos mares, asi descurren con su poderosa fuerza para hacerla á las voluntades de los que navegan en las profundas aguas, asi levantan que con las ensalzadas nubes comunicaban la presunción de su arrebatada braveza, tanto ya que los soberanos príncipes dos dias habían caminado con su gloriosa presa, etc.»
Ninguno se escedió en este punto mas que Feliciano de Silva, y á él es á quien se refirió Cervantes en aquello de «la razón de la sin razón que á mi razón se hace;» pues aludía al siguiente pasage de Silva:
«Las exclamaciones que hacia especialmente con la imagen de Elena y de don Florisel, no se pueden decir sin hacer agravio á sus razones; con la razón que su lengua mostraba para decirlas con la natural de sentirlas que otra ninguna lo puede asi decir con la diferencia que hay de lo natural á lo contrahecho; y entre otras muchas razones decía: ¡Oh don Florisel de Niquea! ¡Oh amor, y para qué me quejo yo de tus sinrazones, pues mas fuerza en tí la sinrazón tiene que la razón, por donde no es justo quejarse de tí el que conoce en tí que, no saliendo de tu naturaleza, usas de tu oficio! ¡Oh! Elena, y qué fué la razón que gozases tú de mi gloria sino la poca que en amores hay! ¡Oh! que quiero dar fin á mis razones por la sinrazón que hago de quejarme de aquel que no la guarda en sus leyes, etc!»
A las novelas caballerescas sucedieron las pastoriles, obras que sobre pecar en el lenguaje como las primeras, eran cuadros de simple entretenimiento, que ni reflejaban el estado social, ni instruían, ni alimentaban ninguna pasión elevada. Jorge Montemayor, apasionado de la Arcadia del italiano Sannázaro, fomentó en España la afición á este género de novelas con la publicación de su Diana. Esta obra no llena ninguna de las condiciones de la novela en general, ni aun de la pastoril, para lo cual le falta naturalidad y sencillez. Pero la Diana de Montemayor se hizo famosa, y arrastró un sinnúmero de imitadores; entre ellos á Gil Polo, Luis Galvez de Montalvo en su Pastor Fido, Bernardo de Balbuena en su Siglo de oro, Bartolomé Lopez de Enciso en el Desengaño de los celos, y otros de no menos valia. Ninguno de ellos merece un análisis detenido.
En las novelas de costumbres, ó sean las llamadas picarescas, descollaron mucho nuestros ingenios, habiendo abierto el camino en este género don Diego Hurtado de Mendoza con El Lazarillo de Tormes, obra que consiguió suma aceptación, y fué traducida á estraños idiomas. Y en efecto, escita interés su lectura por la pintura de los caracteres, por los chistes de que está salpicado, y por la viveza de sus descripciones. A vista del efecto de esta obra, muchos escritores publicaron otras análogas. En este caso se encuentran La vida del Gran Tacaño ó el Buscón, por Quevedo: La vida y aventuras del escudero Marcos Obregon, por Vicente Espinel, y La vida y hechos del picaro Guzman de Alfarache, por Mateo Alemán. Todas ellas, aparte de sus diferencias especiales, son relatos de aventuras de caballeros de industria ó de mala vida, que vagan por el mundo. En honor de la verdad, si bien suelen agradar estos relatos por el cambio de situaciones y por la variedad de cuadros que presentan, pecan generalmente por contener pinturas sobrado bajas é indignas de una pluma culta. Al fin las novelas caballerescas, en medio de sus estravagancias, eran espresion de nobles sentimientos; pero las picarescas que les sucedieron por una transición tan rápida que apenas se comprende, no revelan sino degradación y gusto muy grosero; y en este concepto, no vacilamos en decir que la sociedad que las fomentaba con su lectura, no debió pecar por delicadeza y finura. Véase como ejemplo un trozo del Gran Tacaño, de Quevedo, y por él puede juzgarse de todas las novelas do su género. Al hablar de la cena que el dómine Cabra daba á sus pupilos, hace la pintura siguiente:
«Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición: comieron una comida eterna sin principio ni fin: trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligraba Narciso mas que en la fuente; noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban á nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decia Cabra á cada sorbo; cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren: todo lo demás es vicio y gula... Venia un nabo aventurero á vueltas; dijo el maestro: ¿nabos hay? no hay para mí perdiz que se los iguale: coman, que me huelgo de verlos comer. Repartió á cada uno tan poco carnero, que en lo que se les pegó á las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de los participantes.»
Confesamos que al considerar que este género privaba y gozaba de boga y favor, formamos poca lisongera idea de la cultura y esquisito gusto del público que de tales cosas gustaba. Una de las novelas mas célebres fué la de Luis Velez de Guevara titulada El Diablo Cojuelo, en la cual se hace una pintura ingeniosa de varias clases y personages de España, y señaladamente de la corte. Escusamos mencionar otras muchísimas de que pudiéramos formar un largo catálogo, y concluiremos esta materia hablando de Cervantes.
Se ha dicho tanto de Cervantes, se han analizado tanto sus obras, son tan populares y tan conocidas dentro y fuera de España, que apenas podremos decir nada nuevo al ocuparnos de este genio distinguido. La primera obra que publicó fué La Galatea, novela pastoral, que salió á luz en 1584, habiendo sido recibida con frialdad. No era este el género peculiar de Cervantes; pero sin embargo, La Galatea no merecía la indiferencia con que fué acogida. Dedicóse después Cervantes á obras dramáticas, cuyo género abandonó muy pronto, abandonando al mismo tiempo la literatura para buscar su subsistencia en los empleos. A los cincuenta y ocho años, ó sea en 1605, volvió á continuar sus interrumpidas tareas literarias, rico ya de observación y de experiencia, y aprovechando sin duda los materiales formados en este intermedio. Entonces publicó la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, habiendo diferido la publicación de la segunda por espacio de
«Los arrebatados cursos celestiales que son su inmortal movimiento, los tiempos según el orden de sus constelaciones sobre el universo disponen conforme á la disposición de la virtud de sus estrellas y luminarias, asi el tiempo revuelve, que despertados los caballos del dios Neptuno, acompañados de los ejércitos del dios Eolo, por cima de los poderosos mares, asi descurren con su poderosa fuerza para hacerla á las voluntades de los que navegan en las profundas aguas, asi levantan que con las ensalzadas nubes comunicaban la presunción de su arrebatada braveza, tanto ya que los soberanos príncipes dos dias habían caminado con su gloriosa presa, etc.»
Ninguno se escedió en este punto mas que Feliciano de Silva, y á él es á quien se refirió Cervantes en aquello de «la razón de la sin razón que á mi razón se hace;» pues aludía al siguiente pasage de Silva:
«Las exclamaciones que hacia especialmente con la imagen de Elena y de don Florisel, no se pueden decir sin hacer agravio á sus razones; con la razón que su lengua mostraba para decirlas con la natural de sentirlas que otra ninguna lo puede asi decir con la diferencia que hay de lo natural á lo contrahecho; y entre otras muchas razones decía: ¡Oh don Florisel de Niquea! ¡Oh amor, y para qué me quejo yo de tus sinrazones, pues mas fuerza en tí la sinrazón tiene que la razón, por donde no es justo quejarse de tí el que conoce en tí que, no saliendo de tu naturaleza, usas de tu oficio! ¡Oh! Elena, y qué fué la razón que gozases tú de mi gloria sino la poca que en amores hay! ¡Oh! que quiero dar fin á mis razones por la sinrazón que hago de quejarme de aquel que no la guarda en sus leyes, etc!»
A las novelas caballerescas sucedieron las pastoriles, obras que sobre pecar en el lenguaje como las primeras, eran cuadros de simple entretenimiento, que ni reflejaban el estado social, ni instruían, ni alimentaban ninguna pasión elevada. Jorge Montemayor, apasionado de la Arcadia del italiano Sannázaro, fomentó en España la afición á este género de novelas con la publicación de su Diana. Esta obra no llena ninguna de las condiciones de la novela en general, ni aun de la pastoril, para lo cual le falta naturalidad y sencillez. Pero la Diana de Montemayor se hizo famosa, y arrastró un sinnúmero de imitadores; entre ellos á Gil Polo, Luis Galvez de Montalvo en su Pastor Fido, Bernardo de Balbuena en su Siglo de oro, Bartolomé Lopez de Enciso en el Desengaño de los celos, y otros de no menos valia. Ninguno de ellos merece un análisis detenido.
En las novelas de costumbres, ó sean las llamadas picarescas, descollaron mucho nuestros ingenios, habiendo abierto el camino en este género don Diego Hurtado de Mendoza con El Lazarillo de Tormes, obra que consiguió suma aceptación, y fué traducida á estraños idiomas. Y en efecto, escita interés su lectura por la pintura de los caracteres, por los chistes de que está salpicado, y por la viveza de sus descripciones. A vista del efecto de esta obra, muchos escritores publicaron otras análogas. En este caso se encuentran La vida del Gran Tacaño ó el Buscón, por Quevedo: La vida y aventuras del escudero Marcos Obregon, por Vicente Espinel, y La vida y hechos del picaro Guzman de Alfarache, por Mateo Alemán. Todas ellas, aparte de sus diferencias especiales, son relatos de aventuras de caballeros de industria ó de mala vida, que vagan por el mundo. En honor de la verdad, si bien suelen agradar estos relatos por el cambio de situaciones y por la variedad de cuadros que presentan, pecan generalmente por contener pinturas sobrado bajas é indignas de una pluma culta. Al fin las novelas caballerescas, en medio de sus estravagancias, eran espresion de nobles sentimientos; pero las picarescas que les sucedieron por una transición tan rápida que apenas se comprende, no revelan sino degradación y gusto muy grosero; y en este concepto, no vacilamos en decir que la sociedad que las fomentaba con su lectura, no debió pecar por delicadeza y finura. Véase como ejemplo un trozo del Gran Tacaño, de Quevedo, y por él puede juzgarse de todas las novelas do su género. Al hablar de la cena que el dómine Cabra daba á sus pupilos, hace la pintura siguiente:
«Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición: comieron una comida eterna sin principio ni fin: trajeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligraba Narciso mas que en la fuente; noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban á nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decia Cabra á cada sorbo; cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren: todo lo demás es vicio y gula... Venia un nabo aventurero á vueltas; dijo el maestro: ¿nabos hay? no hay para mí perdiz que se los iguale: coman, que me huelgo de verlos comer. Repartió á cada uno tan poco carnero, que en lo que se les pegó á las uñas y se les quedó entre los dientes, pienso que se consumió todo, dejando descomulgadas las tripas de los participantes.»
Confesamos que al considerar que este género privaba y gozaba de boga y favor, formamos poca lisongera idea de la cultura y esquisito gusto del público que de tales cosas gustaba. Una de las novelas mas célebres fué la de Luis Velez de Guevara titulada El Diablo Cojuelo, en la cual se hace una pintura ingeniosa de varias clases y personages de España, y señaladamente de la corte. Escusamos mencionar otras muchísimas de que pudiéramos formar un largo catálogo, y concluiremos esta materia hablando de Cervantes.
Se ha dicho tanto de Cervantes, se han analizado tanto sus obras, son tan populares y tan conocidas dentro y fuera de España, que apenas podremos decir nada nuevo al ocuparnos de este genio distinguido. La primera obra que publicó fué La Galatea, novela pastoral, que salió á luz en 1584, habiendo sido recibida con frialdad. No era este el género peculiar de Cervantes; pero sin embargo, La Galatea no merecía la indiferencia con que fué acogida. Dedicóse después Cervantes á obras dramáticas, cuyo género abandonó muy pronto, abandonando al mismo tiempo la literatura para buscar su subsistencia en los empleos. A los cincuenta y ocho años, ó sea en 1605, volvió á continuar sus interrumpidas tareas literarias, rico ya de observación y de experiencia, y aprovechando sin duda los materiales formados en este intermedio. Entonces publicó la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, habiendo diferido la publicación de la segunda por espacio de