sábado, enero 20, 2007

Cuento del domingo

Revolviendo entre papeles viejos, antiguos recortes de periódico guardados en una caja de cartón, rectangular y de escasa altura, de esas en las que las tiendas guardan las camisas, ha aparecido este cuento de Alonso Zamora Vicente que me ha traido a la cabeza la Ley de Memoria Histórica, promovida por el actual gobierno socialista. Sea este un sencillo homenaje a todos los represaliados en aquél período atroz de los primeros años del franquismo.


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DV 7-X-1979
EL CUENTO DEL DOMINGO

ME GUSTABA CANTAR

Alonso ZAMORA VICENTE


No se por qué, pero le juro por lo más sagrado que no puedo cantar ya, qué va, yo, que se me escurría la vida cantando, una cosa para cada situación, bien oportuna, que si una zarzuela, que si una canción vieja o un cuplé que yo mismo im­provisaba... Me levantaba cantando, disfrazando aposta la voz, gritando a lo burro para despertar a todos los rezagados y poner de mal hu­mor a mi madre, por oírla, cállate, pelmazo. ¿No ves que tienen que descansar, que ayer se han acos­tado tarde?, y yo: Pues por eso mismo, entre risas y bufidos, y re­clamos zalameros del desayuno, y ella me perseguía por el pasillo, yo chillaba a la puerta de todas las ha­bitaciones, le tapaba la boca con besos, la despeinaba a manotazos, mimosos, fingíamos pelea... Y, al poquito, todos, todos cantábamos juntos, una alocada alegría conta­giosa, golpeábamos con la cuchara en la mesa, en los platos, chunda chundatachunda, nos contestába­mos unos a otros, torpe aleluya ocasional repentizada, tango va fla­menco viene, cada cual a lo suyo, esa alegría sin bordes ni frontera, la de la tarea bien hecha, crecientes los frutos en la palma de la mano, Morucha, morucha divina, o Era Si­món en el pueblo el único enterra­dor...

No, no se lo puede usted figurar, se lo aseguro. Por mucho que le hayan contado, le digo que no se lo puede usted figurar ni por asomo. Íbamos de cara a la vida, al porvenir entrevisto, al que soñábamos a solas cada día, y en las sobremesas, Y en las charlas con los amigos.

Estaba ahí, al alcance de la mano. Y ya ve usted en qué vino a parar todo... Unos murieron, bueno murieron, es un decir, ya me entiende, nunca en casa, en su cama, ni siquiera en el zaguán, sino vaya usted a saber dónde, en qué curva de qué camino, al amanecer o a otra luz cualquiera, qué más tiene, ni en qué patio de qué cárcel improvisada... Y solos, que es lo que más duele, solos, de pronto todo el mundo de acuerdo en la licitud de esas muertes estúpidas... Porque uno debe morirse de su muerte, igual que uno ha hecho su vida, y no tiene por qué imponérsela en nombre de cualquier arrebatada palabrería Otros desaparecieron, estarán también muertos, a ver, no hay mal que cien años dure, y, si no murieron, así, con certificado del forense y todo, estarán como muertos, por ahí, seguramente idiotas de puro susto, escondiendo su inacabable agonía... Y yo, pues ya me ve, no soy lo que se dice un cadáver, respiro, como, mal, muy mal, pero voy comiendo, y hasta voy alguna vez al teatro, y encuentro mi nombre en el casillero del correo y, si me aprieta usted, en la lista electoral, no me diga, también es regodeo, ¿no?, y entro en un cine de continua de esos baratitos, Maciste, Capitán apache, para qué más, y hasta me asomo al mar alguna vez que otra, pienso que allá lejos, en la otra ribera, quizá quede todavía alguna isla no dibujada, rincón de dicha y sosiego, rodeada de viento y soledades... Pero, créame, estoy muerto, muerto y remuerto, es una pena que no me haga caso esa gran repajolera que todo el mundo teme tanto, pero le digo que la llamo, la llamo y nada... Estará escondida, agazapada, dispuesta a saltar sobre mí cuando yo tenga una sutil, una invisible esperanza de unas horas buenas, dos, tres, cuatro todo lo más, dese cuenta si pido poco... Sí, sí, estoy muerto. Me la encontraré cualquier día, sin aviso, me tiene bien amarrado y por eso no se apresura, ya me apuntó en sus listas hace más de treinta años, lo hizo al quitarme la risa, las ganas del canto, ya ve, me las arrancaron tan fuerte, tan fuerte, que aún me está doliendo el tirón...
No, no, en eso se cuela usted de todas todas. Los años de encierro no me pesan, ¿por qué me van a pesar? ¿Qué no me escribía nadie? Bueno, después, al verlos, he comprendido que fue mucho mejor así. Hombre, quite usted allá. Supóngase. Me habrían mandado unas cartitas preciosas, animadoras… «Paciencia, hay muchas amnistías...» «Trabaja, que así lo acortarás...» Quizá me hubieran puesto una tarjeta por Navidades, con un motivo de la vida de Cristo, a ver, son días de fraternidad, de entendimiento, y en ella me habrían deseado Feliz Año Nuevo en varios idiomas... ¿Qué le parece? En el chiquero sobra tiempo para aprender algo con las novelas bilingües y cosas así... También habría estado dentro de lo posible que me hubiesen llevado alguna vez, especialmente al principio y los valientes, algo de tabaco, o cuatro pedazucos de embutido, o la inevitable libreta de chocolate... Y ¿qué? Ahora habría tenido que estar dando las gracias, imprescriptibles, gracias, y, quizá, para no sentar plaza de descastado o incivil, tener que seguir dándolas a horas fijas: lunes, miércoles y viernes: de cinco a siete, gratitud. Tendría que ir de cuando en cuando a sus tertulias, a recordar los malos ratos, repetirlos, desenterrarlos al crepitar de una acogedora lumbre, la radio alta, la radio que machaconea las cotizaciones de Bolsa, la cultura muy a distancia, felicidades que nos rodean y que, no tendré que declamárselo, a mí maldito lo que me dicen... Habrían tenido ellos que descuidar la película de la tele para escucharme durante mi visita, o desentenderse del partido redentor, el gran sostén de nuestro prestigio en el mundo, y escuchar, halagados, una vez más, cuán hondo es mi reconocimiento... «Te estoy en deuda por aquellos pantalones que me mandaste al campo la primavera del cincuenta y tantos, me estaban un poco cantinflas, pero no tenía importancia, me daba mucho postín diciendo dónde los habías gastado tú… ¿Sabe?, allí dentro eso daba cartel a más no poder, si viera qué chistecitos a su costa... «Me sentaban tan rebién que me llamaban don burgués...» En fin, qué cosas, ¿no verdad, usted? Y seguro seguro que el tal amigo ni se enteraría de mi fervor gratulatorio, porque la selección nacional, al alirón, o a la quiniela le tendrían en ese momento sorbida la mollera... No, puede usted estar convencido de que no me pesan esos años, créame, a ver, gritan tanto por ahí al lado, que los echo de menos casi. Me han quedado algunos resabios, hombre, a quién no... Por ejemplo, muchas mañanas, el melón ese fechendoso del quinto, al irse, golpea la puerta del ascensor como un terremoto, talmente un cataclismo, y yo me creo que es otra cosa. Y me siguen molestando, ¡y cómo!, los petardos infantiles, esos que estallan al atardecer, pim, pam, pim, por puro placer de asustar, de que no se nos olvide, esos niñatos son unos, mandados. Si, sí, ya lo sé, todo lo que usted quiera, pero aún se me pone carne de gallina. ¡y me entra un sudor!...
Lo que sí siento de veras es lo que han hecho esos años por arrinconarme. No hay manera de entenderse con nadie, a ver, usted me contará, la de vueltas que ha dado todo esto... El corazón me golpeaba, me dolía, eso es, le juro que me dolía, cuando salí, papeleo, buenos consejos, me metí en el tren, y cuando comencé a reconocer los nombres de las estaciones... Eran otra música aquella mañana, los nombres, Reinosa, Aguilar, Frórnista, Palencia... Cuatro horas todavía…. Valladolid... Empecé a sentir miedo de la gente que subía y bajaba. Me miraban de una manera esquinadilla, y todos clavaban los ojos en el macuto. Yo le echaba la culpa a mi cabeza monda y lironda, a mis botazas malolientes y un sí es no es cuarteleras. Recuerdo que en Medina del Campo subió una chiquilla morenucha, de unos dos o tres años, bueno, yo qué sé, tantos años sin fijarme en un niño así, tan de cerca... Me curioseaba mucho aquella cosa menuda que iba y venía entre los asientos, media lengua, risas... Ya estaba yo a punto de Volver a reír otra vez, y hasta de cantar, al verla abrazar a su muñeca, una pielechona de trapos que traía... Se acercó a enseñármela, toda ufana, y su madre, entonces, de un empujón, la alejó de mí, a la vez que me miraba amenazadora. Le aseguro que ya he tenido muy buen cuidado de no reír, no cantar, no de todo en lo sucesivo, tanto me penetró el hielo de aquella mirada. Me pregunté si no se me notaría en la carta todo, los años duros, el pro­ceso, las acusaciones en serie y sin documentar, la atroz falsía entu­siasta, las imaginarias de castigo, quizá se me percibían los ratos de desesperación y de afrenta, sí, eso, un sarpullido en la frente, ha acer­tado usted. Era una chiquilla bonita, la primera cosa pequeña, vivaracha y alegre que yo veía a mí lado en muchos años, fue entre Medina del Campo y Ávila, qué se me va a olvi­dar, si se me saltaron unos lagrimo­nes como los tachos del rancho... Perdóneme, sólo quiero decir que eran muy grandes, los lagrimones, muy grandes y muy salados, muy salados, ¿sabe?... Ni siquiera me atrevía a recordar, tantas veces como lo había hecho antes, regala­damente, que en Ávila, yo, una vez, cosas de rapaces... Enamorado, jo­vencillo, ¡cómo se atropella por todo!... En fin, ya se lo imagina, eso, cosas de jóvenes, un hotelito mo­desto, una noche muy fría, unos brazos calientes, ¡bah!, ya le digo que bobadas de mozuelo, entonces tan importantes… Pues ni me acordé al pasar por allí, lo que son las cosas, después me dio vergüenza, ya ve, si aún la tengo presente, muy presente, esa noche, no hay madrugada arriba que, solo en la cama, no siga su clamor, me lanzaría a lo oscuro sin vacilar, oigo que me llama, que me hiere aún, por encima del tiempo y de la pena, esa aguda nostalgia clandestina... que no me acordé, no, qué le pa­rece…
Pues llegué, si, tenga usted un poco de paciencia, no me acorte el resuello. Iba a mi casa, la casa donde había nacido, ya sabe, en mi tiempo nacían los chicos en casa, jaleo de vecinas, comadronas, los hombres arrinconados y bebiendo en alguna habitación, en la portería, o en la taberna de la esquina, apos­tando los tintos a chico o chica... Iba a mi casa, eso es, donde había muerto mi madre cuando fui movili­zado, enero del 37, cómo nevaba... La casa donde un pepinazo se llevó a mi padre, junio del 38, y, de paso, a Linda, la perra, y a Currito, el ca­nario que trinaba enloquecido al sol mañanero y admiraba a todos los vecinos con su gorjeo delirante, los vecinos que, ya ve, nos tenían por buena gente, teníamos fama de sa­ber echar una mano sin griterío cuantas veces Dios quería... La por­tera era nueva, muy redicha ella y con cara de viernes, y se empeñó en decirme una y otra vez, menudo disco, que ella sabía muy bien de donde venía yo, que a ella no se la daba ningún piernas, por mucho pico que se gastara, y que la ver­dad, la casa, aquella casa, era casa de gente muy bien, sin tacha... Allí no se podía decir nada de nadie, estaría bueno. Y mi casa, pues que ya no era mi casa, que iba a ser, como podía pensarse semejante in­sensatez, mi casa era de otras per­sonas muy dignas, unas gentes es­tupendas, que, eso sí, habían cui­dado muy bien de todo, por algo lo habían pagado cuando echaron a todos los que quedaron por aquello de las responsabilidades y tal, y, a ver, usted me entiende, ¿no?... To­tal, que las reclamaciones al maes­tro armero, y a agachar las orejas y a la calle, que ahora es tarde. En fin, que yo estaba de sobra. Estas gentecillas de tres al cuarto, ¿eh?... ¿No le llama a usted la atención que sean peores que el endiosa­dote que se saca la ley de la manga? Con poner al tonto un tabu­rete, que se suba... Y a mandar más que el Rey. Claro que me marché. ¿Qué iba a hacer, me quiere expli­car? No lo sentí mucho, la verdad, todo era diferente, y no me había hecho yo muchas ilusiones!
Las tiendas eran otras, no quedaba ni rastro de unos días que ya no se poner en claro si fueron o no, si son memoria o presentimiento. Todo debió andar manga por hom­bro, y a río revuelto... Al salir del portal me crucé con la viaja, viejí­sima Inés, una cocinera de no me acordaba yo que gente, una viuda de un general o cosa así, que tenía la casa llena de santos, desde luego gente ricachona... Al reconocerme, por poco se muere del soponcio, de los sollozos que se le atraganta­ban, de tanto como me quería con­tar, a borbotones, una infinita zozo­bra que debía tener amordazada y entonces reventó. Mucho hipo, mu­cho hijo, cómo has cambiado, y ner­vios. Si no lo veo no lo creo... Más vale que fuese así y me ahorrase los detalles la porterona, que inter­vino para echarme y decirme que era un abuso excitar así a una po­bre anciana... Dijo «anciana», ya ve que finolis. Le temblaba el bigote cuando me amenazaba con llamar al ceronoventayuno si no me largaba con viento fresco y aprisita. «Sin­vergüenza, no haber escarmentado. Deberían volverles a poner en chi­rona. Tengo yo un paisano en la Comi que corno me lo eche a la cara me va a oír. A quien se le ocu­rre soltar estas fieras…? Bueno, bueno, que ella me tenía tañado en cuanto me echó los ojos encima, menudo pesquis se gastaba ella... Dígame, ¿qué habría hecho usted? ¿Cómo puede pervivir tan desme­surada burricie? Al llegar a la es­quina, noté que lloviznaba me senté en un portal, enfrente... Casi me quedé dormido, mirando y mi­rando a mis viejos balcones. ¿Sabe usted? Desde aquellos balcones yo veía la verbena del barrio, cuando chavalillo, que no nos dejaba dor­mir, desde aquellos balcones me vi­gilaban cuando me subía al tranvía, solito, al empezar a ir al Instituto, me tendían allí a tomar el sol en la pierna, que la tuve hecha una lás­tima con no se qué porquería san­guinolenta... Ya ve, desde allí, yo he tirado claveles y pétalos de rosa al paso de la Custodia, los días de Corpus. Quizá por eso he estado tantos años a la sombra, usted me contará.
¿Qué si no he encontrado nadie de antes? No, de mi familia, nadie. Está tan dispersa la que queda, tan rota... No nos reconoceríamos y, además, quizá al encontrarnos nos vencerían los prejuicios, somos así de bestias, que sí, hombre, que sí, y no sabríamos disculpar lo que haya podido acaecer, que, desde luego, habrá sido mucho y poco bueno, fi­gúrese. Y para qué insistir en con­tarle a usted mi pésima estrella. Hombre, ¿sabe que a ver si se re­mediaba algo compré un librejo de astrología? Me parecía que esta­ría... que estaría... vamos, vamos, protegido. Mire, lo llevo aquí, déjeme, está muy sobado y no va a encontrar usted nada. A ver, yo soy Acuario y aquí dice... dice... ¿Qué es hoy? ¿Uno de febrero? A ver, no me quite la luz. Dice: Ojito con la gente de Leo y con la de Escor­pión. ¡Qué casualidad! Hoy será para mí un día feliz con todo el mundo. No volverá a producirse esa coyuntura hasta dentro de 150 años Hay una página con ciertas advertencias de cautela, pero des­pués de esto será mejor que no la leamos siquiera. Es un buen día. Aunque... un día que me predijo también algo pasable o aún mejor, me atrevía a buscar a doña Julia, la hermana del párroco de nuestro ba­rrio, que nos quería mucho, yo me había enterado que vivía con una sobrina en la Dehesa de la Villa... Anda, que no tuve que andar ni nada para llegar hasta allí, todo tra­bucado, todo atestado de .casas enormes, de autobuses, de humo, de barullo... Todo ese pitote me marea, me produce un zumbido de oídos atroz, me he hecho a las lar­gas horas calladas, ¿me com­prende? Allí dentro, sucio redil y todo, se trasoía el quejido de la tarde rayada de vencejos, el tumul­tuoso vocerío de un suspiro entre­cortado, ¿se percata?... Le decía que yo iba contentísimo en busca de la vieja doña Julia, no habría allí porteras con paisanos de uniforme y pistola, yo sabia que me recono­cería, que podríamos charlar, es­taba seguro de que recordaría en­seguidita mi manía de cantar a to­das horas, ella me escuchaba muchas veces detrás de la ventana entreabierta, y me decía bobadas, me gastaba bromas con las letras, tenía que traducirme aquello de «Decime, percanta, por qué te amu­raste... y sospechaba que eran con­traseñas para las chicas de la vecin­dad... Y, ya ve usted, cuando llegué a aquella casa, un barrio popular, de los míos, ropas al sol, música en alta voz, niños tirando tierra al alto, doña Julia estaba sentada en la puerta, junto a un farol, en una si­llita baja, al sol de la tarde inver­niza, tan quieta, dorada, rebo­sante... Doña Julia está ciega, sorda, babosa, sí, eso, una cosa ce­rebral, no, no le ponga nombre, para qué, caramba con el librito, ¡si llega a equivocarse! Me volví an­dando despacito, me dolía la tarde desangrándose, y canturreé para mis adentros algo de entonces, Las pruebas de la infamia les traigo en la maleta, canturreé, sí, por si, Dios por medio, se le acerca mi voz por algún atajo que yo no conozco. Tiene que existir, dígame que sí, que existe, el atajo. Ahora déjeme, por favor, ahueque, me escuecen mucho los ojos, ¿sabe?, es el humo, la polución esa de mierda, quizá ahora me doy cuenta de que no sé qué voy a hacer mañana...