lunes, agosto 27, 2007

Viage ilustrado (Pág. 50)

alabado su valor, le preguntó lo que podia hacer por él para serle agradable.
—Vuestra magestad, respondió el capitan; ya me ha dado por dos veces señales inequívocas de su gratitud; solamente temo que dándome últimamente una espada de honor, hubiese V. M. olvidado que ya habia recibido otra de su benevolencia, y es muy difícil servirse de dos espadas á un tiempo.
—No señor, yo no lo habia olvidado; pero veo que se han descuidado en esplicaros mi intencion. Lo haré yo misma: os he enviado dos espadas, caballero, para que vos las hagais colocar en vuestro escudo, lo que os mando hacer desde hoy. Esto será para vuestros descendientes un recuerdo de vuestra brillante conducta.
Es inútil añadir, que al dia siguiente el valiente oficial recibió la cruz de San Vladimiro tan deseada.
El grande y magnífico palacio de invierno del Eremitorio que ya hemos descrito, llegó á ser presa de un incendio en el invierno de 1837, en el mes de diciembre, en el cual se esperimentaba un frio muy rigoroso. El fuego se declaró á las diez de la noche. A los gritos que resonaron en todas las calles de la ciudad de: ¡el palacio de invierno arde! el terror se propagó por todas partes. En un momento la multitud llenó la inmensa plaza y llegaron los bomberos. Las llamas salian á un mismo tiempo por todos los balcones superiores, cuyos cristales habian estallado, y formaban una siniestra corona en la frente del edificio. Las estátuas que dominan el friso parecía que se animaban con el movimiento de las llamas.
El emperador en persona dírigia los trabajos que se hacian para apagar el incendio. Todos los habitantes de la inmensa residencia sorprendidos por el fuego pudieron salvarse. Una de las damas estaba detenida en su lecho acosada de fuertes dolores; pero la emperatriz declaró que no dejaria el palacio hasta que la enferma estuviera en lugar seguro.
El techo de la sala de los Mariscales se desplomó en el momento en que algunos soldados se esforzaban en quitar la magnifica araña que adornaba el recinto Varios fueron heridos, y el emperador mandó al instante dejaran quemar el palacio con todo lo que encerraba antes que esponer á la muerte un solo hombre.
Abandonado á si mismo el incendio, tomó proporciones gigantescas. La llama envolvió todos los pisos á un mismo tiempo. El pueblo asistía á este espectáculo, cuando al otro lado de la llama, una columna de humo, alumbrada bien pronto por una viva claridad, demostró á la consternada multitud que un nuevo incendio acababa de estallar en Wassili—Ostroff.
Por una costumbre que data desde Pedro el Grande, los soberanos rusos deben recorrer todos los parages donde se ha declarado el incendio. Como gefes de la gran familia, deben dar ejemplo. Sin embargo, en esta circunstancia, el gran duque heredero creyó deber rogar al emperador que le permitiera reemplazarle, y pasar en lugar suyo al sitio donde el incendio acababa de indicarse.
EJ emperador le respondió:
—No, yo soy quien debo acudir alli; tú quédate aqui; si nuestra casa arde, tenemos medios para edificar otra; pero no hay seguridad de que los propietarios de alli abajo puedan hacer otro tanto.
Y separando un gran número de bombas que rodeaban su palacio, las envió á Wassili—Ostroff; y montando en su carroza fué precediendo á todos á los lugares siniestros, donde pasó la noche entera.
El palacio de invierno estuvo ardiendo durante el periodo de ocho dias, y todo se convirtió en cenizas escepto los muros esteriores. Pues bien, dos años mas tarde, salia de sus cenizas mas suntuoso que antes, y esta vez a prueba de bomba.
Vamos á atravesar el puente de Troïsk, que tiene una estension de mas de trescientas cincuenta toesas, y posee unos treinta y tres pontones unidos entre sí por medio de cables y cadenas considerables.
Hemos procurado desde luego dar una idea general del aspecto de San Petersburgo, considerado desde el Neva á la altura del malecon Inglés; no será de menos interés que nos detengamos un instante aquí para ver su panorama en el parage opuesto, es decir, en medio del puente de Troïsk.
Nunca hemos visto cosa mas admirable que este cuadro en una hermosa tarde de junio. Figarémonos un inmenso bósforo, reflejando en la trasparencia de su superficie, unida á un cielo suavemente alumbrado con las tintas mas caprichosas, á la hora en que los cielos de Occidente están sumergidos en las tinieblas. Hay en la atmósfera un no se qué de voluptuosidad, que presenta todos los objetos á la vez sin confundirlos. Sigamos con la vista el curso del rio en el Occidente; á la derecha está la fortaleza presa por las olas, donde se eleva una larga aguja, en la que vienen á perderse de cien maneras los últimos rayos del sol poniente; á la izquierda se ve una línea de palacios terminada por el palacio imperial y los edificios del almirantazgo, cuya flecha tiene encima un navío de oro, presente de la fastuosa ciudad de Hamburgo. De frente se ve el rio dividido en dos anchas corrientes, para abrazar la Bolsa con sus pórticos y sus dos inmensas columnas, faros clásicos que se tomarian mirados desde lejos por dos enormes centinelas que la guardan. A la derecha de la Bolsa hay una confusion de mástiles con sus mil pabellones, que desplegan en los aires los colores y las armas de todas las naciones; imagínese despues una infinidad de embarcaciones que se deslizan en todos sentidos sobre la superficie del Neva, dejando detrás un surco plateado. Tambien veremos en primer término grandes navíos inmóviles con sus prolongadas vergas negras elevadas en los aires, animado todo con el movimiento de una gran ciudad, cuya noche no tiene sombras, y tendremos una idea, aunque imperfecta y pálida, del cuadro que describimos.
Las islas forman parte de la ciudad, porque están enclavadas en su vasta circunferencia. Pasamos el pequeño rio de Parfolka, y nos encontramos en la isla de los Boticarios, llamada asi por el jardín botánico que fundó alli Pedro I. Bonitas casas italianas medio ocultas entre las flores adornan este camino, que acaba en un punto elevado sobre el Pequeño Neva, tres veces mas ancho que el Guadalquivir en Sevilla. Desde esta altura se domina la bella ciudad de Laval, enteramente perfumada de naranjos, como si se elevase sobre la bahía de Nápoles, cuyas límpidas aguas riegan la vegetacion No distante de alli está la casa de campo del conde Nesselrode, el célebre diplomático que hace poco pronosticó los destinos tumultuosos de la Europa, en cuyos asuntos toma hace cuarenta años una parte tan activa.
No nos detendremos en Yelaquina, la isla de la emperatriz; pasemos por delante del palacio que la deco-

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